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José era sarcástico con el matrimonio y benevolente con la infidelidad. Tenía obsesión por las amantes, pues veía en ellas la potencial materialización de las dichas arrebatadas por Elisa. Sueños que consideraba imposibles de otra forma. Era auténtica su gratitud con ellas y extrema su embriaguez con el recuerdo de las sublimes sensaciones que le habían proporcionado. Por eso cada mujer que conocía se convertía por momentos en la ilusoria ocasión de revivirlas.
En otras palabras, a pesar de las relaciones malogradas y la incredulidad, José vivía tras el sueño de la amante eterna y perdurable. Seducido por lo heterodoxo, encumbraba esos amores, y señalaba los peros del matrimonio y la fidelidad. Escribía que la infidelidad tiene principios y razones, que es mucho más que lo que el ojo casto ve y condena. Se apartaba de la picardía con que la trataban sus amigos y la hacía motivo de juiciosos raciocinios. Disecaba, describía, clasificaba y desarrollaba con la infidelidad las labores propia del científico. Realmente se creía una autoridad en la materia.
«La infidelidad va desde el deseo fugaz que pasa por la mente, hasta el hogar alterno; desde la mirada furtiva, inofensiva, hasta la caricia apasionada; desde el simple desliz hasta el amor imperturbable».
Graduaba la gravedad de la infidelidad por el afecto, atenuando la culpa del contacto carnal y acrecentando la de la devoción espiritual. Su argumento era que el carácter pecaminoso erróneamente se le atribuye al contacto físico; pero ese contacto, por sí mismo, no perdura en la memoria del infiel más tiempo que el que duran los instantes de gozo que provee. Por el contrario, sostenía que la infidelidad platónica es devastadora:
«Desprovista de los placeres de la carne, resulta excusable al observador desprevenido, pero a diferencia del desliz sexual, que es fugaz y restringido, el amor infiel platónico es absoluto, cambia por completo el objeto del amor y lo arrebata a la dueña para entregarlo íntegro a “una desconocida”».
La cotidianidad con que tocaba el tema lo despojó de su capacidad de sonrojarse. Sus censores decían que escribía del asunto con descaro.
«La infidelidad abarca del deseo al amor muchas opciones, por lo que la compañera de un desliz no debe confundirse con la verdadera amante. [...] La relación con una amante de verdad reviste la grandiosidad material y espiritual que no tiene el traspiés con una extraña, así pueda ser éste rico en pasión y en arrebato. [...] La amante más que acabar con el amor de los esposos, asoma tras las cenizas de una relación insoportable, materializando un sentimiento que tiene mucho de compensación y de revancha. La intimidad con la amante es la comunión con la armonía, un rito que repudia el suplicio de otras relaciones. [...] Algo rechazan hombres y mujeres cuando buscan los brazos del amante. [...] Con la infidelidad las parejas se cobran los agravios».
Pero más que descaro era desengaño lo que había tras sus arranques. Decepciones con las que siempre vio signadas las relaciones de pareja.
«Eres fiel al describir la realidad, pero lo expresas con resignación y mucho pesimismo», le dijo alguna vez Federico Castañeda. «Por culpa de ese ánimo, siempre has preciado menos tus conquistas», también le dijo Alicia.
Pero él llegó al final de sus días inalterable, siempre creyendo en la suerte gris de sus romances, la que juzgaba una predestinación inevitable. Y no lo era. Pudo haber sido Carolina la única que se atrevió a expresarlo, pero todas las mujeres que estuvieron a su alcance siempre abrigaron el temor de que su fatalismo sobre la vida de pareja fuera un mal presagio, cuando no, una advertencia de que un vínculo con él jamás funcionaría. Él no lo supo nunca, pero Piedad varias veces estuvo a punto de rendirse a sus cortejos. Y Claudia de verdad lo amó; su sentimiento fue más que el interés por el que él creía que ella lo trataba con cariño.
Ahora cuando las ansias de conquista habían quedado definitivamente en el pasado, José leía, como lector despojado de pasiones, las razones que había defendido con ahínco.
«La infidelidad es mucho más que el comportamiento censurado por controvertidos principios religiosos y morales. Comenzaré por afirmar que la infidelidad está impresa en el instinto, y es el vestigio de una conducta impuesta por la naturaleza para multiplicar la especie. Desde ese punto de vista, es un impulso innecesario en nuestro tiempo, en el que la especie no corre el riesgo de extinguirse. Pero sigue presente, inexorable, sin control efectivo, en constante lucha contra la voluntad que raramente lo derrota. [...] La infidelidad nace de la atracción y del instinto erótico, es producto de la condición natural del hombre y no un antojadizo producto de su voluntad. Por instintivas, estas conductas se dejan encauzar con dificultad, pero nunca abolir, como pretenden los fundamentalismos. ¿A quien se podría exigir que viva sin respirar y sin nutrirse? ¿A quién que se resista a los impulsos de la carne? [...] La fidelidad, reconozcámoslo, es una imposición arbitraria de la sociedad. La monogamia –una sola pareja y para siempre– es un capricho de los hombres. Para la naturaleza ni la fidelidad ni la infidelidad existen. Lo que prevalece es el instinto de conservación. Y la conservación de la especie no compartió el emparejamiento exclusivo, único e indisoluble, por el simple hecho de que hacía menos eficiente la multiplicación. La supervivencia demandó que cada hombre preñara muchas mujeres simultáneamente, que el macho siguiera fecundando aunque tuviera una mujer encinta, y que no tuviera el prolongado receso reproductivo de su hembra –los nueve meses que dura el embarazo, sin contar el puerperio y la lactancia–. Y fue el placer el motor que movió al hombre a cumplir una función que de otra manera hubiera realizado de forma negligente. Hoy con la Tierra tan poblada, ese comportamiento resulta innecesario, pero la voracidad del macho por las hembras quedó en sus genes perpetuada. Se mantiene incólume. La infidelidad es su secuela. Menos promiscuo fue el papel de la mujer. Para mantener la especie sólo un hombre fértil le era suficiente; y así hubiera necesitado para cada gestación un macho, el número de sus parejas jamás se hubiera equiparado a las del hombre. Tal vez en esa condición de la naturaleza se fundamentan las notables diferencias mentales y afectivas con el macho. Entre ellas que sea menos copioso el inventario de su infidelidad, aunque se involucren más estrechamente, porque ponen en la infidelidad su corazón, mientras que el hombre a veces compromete su corazón y siempre su deseo».
Esas lecturas le dejaban a José la sensación de haber expresado un argumento sólido. A pesar de los años lo sentía fresco, como si acabara de brotar. Y fresco, no por novedoso, sino porque no había perdido actualidad. Era la misma idea que había enunciado muchas veces de diferente forma; y que seguía en su reclusión dando retoños, porque tras cada lectura, la inercia de escribir le sumaba un nuevo párrafo:
«El amor y el sexo apasionan de diferente manera a la mujer y al hombre. Para nosotros el amor y el deseo se materializan en una sola mujer únicamente en el clímax del enamoramiento. Amamos a una y a cientos deseamos. ¡No nos volvemos infieles, infieles somos por naturaleza! Admito que la infidelidad es la perdición de la pareja, en virtud, desde luego, de esa otra predisposición devastadora que monopoliza el objeto del amor: los celos. Una imagen, un sonido, una percepción táctil, o un sabor reiterados terminan por anestesiar nuestros sentidos; una formidable melodía no lo es tanto cuando la hemos escuchado demasiadas veces; un manjar que se vuelve rutinario cansa. Así obran los sentidos, y así pasa con la vida de pareja, estímulo sensorial por excelencia. Tras de llevarnos repetidamente al clímax termina por cansarnos. La pareja hastía cuando la novedad se pierde, pero vaya paradoja, en razón de la costumbre, y no del goce, también la extrañamos cuando nos abandona».
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Luis María Murillo Sarmiento
“Seguiré viviendo”, es una novela de trescientas cuartillas sobre la muerte. Un moribundo enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.Por su extensión se ha venido publicando por entregas.
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