Le gustaba contemplar el paisaje urbano debajo del puente en el centro de la ciudad. No había gran cosa que ver: mucho concreto, automóviles en todas partes, semáforos que cambiaban sus luces insistentemente provocando la ira de los conductores que debían frenar ante la luz roja que detenía sus vidas apresuradas unos segundos. Indiferencia, lejanía, injusticia y dolor. Eso es todo lo que había debajo de ese sol rabioso que castigaba la piel y los ojos con su enorme intensidad. Pero para él era distinto.
Desde su perspectiva llovía, sí, llovía continuamente, siempre, de manera metódica y eterna. La lluvia era su aliada porque mojaba papeles desapareciendo evidencias, reblandecía las rocas humedeciendo el centro mismo de aquellos monstruos indestructibles, el agua borraba huellas, nublaba la vista, refrescaba el cuerpo, lavaba las culpas. Las gotas se mezclaban con las lágrimas que escapaban de sus ojos disimulándolas, haciéndolas menos evidentes.
El sol lastimaba, la luna era odiosa, sobretodo en esas noches en las que el cielo aparecía limpio y salpicado de estrellas. Se burlaba de sus desventuras, era cruel, le hacía sentir envidia de su placidez. La lluvia, en cambio, no dolía pero sí refrescaba.
Por eso, en su mundo siempre llovía, no podía ser de otra manera. Se recostaba bajo el puente en posición fetal, mientras las gotas de agua marchaban como soldados en un desfile, con sus fusiles al hombro y el redoble de los tambores. Pasaban frente a él saludándolo con una sonrisa dibujada en los labios haciéndolo sentir acompañado.
El puente era un refugio, bajo el cual, admiraba el verde del campo a pesar de la lluvia impasible, miraba las vacas pastar, las flores multicolores crecer y el arco iris al fondo como la nota maestra en una obra de arte sin igual.
Bajo aquel techo se volvían mudas las voces de las bocinas histéricas y los motores delirantes. Estaba contento. No tenía frío, ni tampoco calor. No había nada que le recordara el rostro de su madre con esa mirada fría y cruel sobre él todo el tiempo. Recriminándolo, golpeándolo, renegando de su existencia sin importarle cuán hiriente podía ser. Pero eso no sucedía bajo su puente, ahí era rey, dueño, amo y señor. Por eso se permitía soñar con paisajes lindos, decidía sobre el clima y lo que quería o no escuchar.
Un golpe más, una aspiración más profunda…Sí, ahora escuchaba la música, era dulce, melodiosa, le daba paz. Miró el campo abierto frente a sus ojos rojos y sintió ganas de correr bajo la lluvia para experimentar la humedad del césped en las plantas de sus pies. Se levanto con cierta dificultad, estaba muy débil, no recordaba cuándo había sido la última vez que comió algo. Pero el solvente le daba fuerzas. Por eso se adelantó con decisión deseaba brincar sobre el agua con sus pies desnudos. ¡Lo hizo! Saltó sobre el charco saliendo de las penumbras del puente hacia la avenida. El conductor del auto gris frenó intempestivamente, pero era imposible haberlo esquivado. El cuerpo al ser impactado rebotó sobre el cofre y fue a dar de lleno contra el pavimento negro y seco.
Sintió la humedad bajo su cuerpo herido. Sonrió. ¡Era el charco de agua! Lo había alcanzado.
Quedó tendido como un papel mojado a consecuencia de la lluvia de sus sueños, la sangre de sus venas rotas y las lágrimas de sus ojos. Los rayos fieros del sol daban de lleno en aquel rostro de niño evidenciando su corta edad. Tan solo 10 años recién cumplidos. Pocos, pero aún demasiados para soportar el peso de tanta injusticia y desolación, del abandono y el desamor. No podía moverse, no quería hacerlo. Nubarrones negros oscurecieron el cielo intempestivamente y comenzó a llover. ¡Estaba lloviendo al fin! Lloviendo de verdad. El agua caía sobre su faz llevándose las lágrimas, la mugre, el sudor, la sangre derramada. Refrescando su inútil existencia. Cuando la ambulancia llegó era demasiado tarde. El chiquillo había muerto. Una sonrisa poblaba su faz. Por primera vez en su vida…descansaba en paz.
Elena Ortiz Muñiz