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_ ¿Y desde cuándo están en Buenos Aires?

_Vivimos cerca de veinte años allá; después a mamá le ofrecieron un cargo en la Embajada en Chile. Estuvimos allí hasta hace seis meses.

_Y… tu madre, ¿cómo está?

_Bien…, se retiró. Vivimos en Olivos.

_Y vos, ¿a qué te dedicás?

_Estoy estudiando… Diplomacia…; espero recibirme pronto _ dice orgullosamente_ Mamá me consiguió un trabajo en la Embajada de España… ¿Y vos?, me enteré que sos escritor ¿Tenés muchos libros?    

Entran en una confitería y se sientan alejados de la puerta, junto a la pared. No hay mucha gente, así que podrán conversar tranquilos.

Una vez que el mozo los atiende, Josefina vuelve a preguntarle por sus libros.

_Sí, algunos tengo. El primero que publiqué, hace ya más de quince años, se llama El camino errado de mi vida. Es algo así como una autobiografía. No tuvo mucho éxito, como tampoco los demás. Algunos se vendieron bien; otros duermen el sueño eterno, en algún estante de las librerías. Hace pocos días publiqué el último…

Ya tiene el leit motiv. Escribe mentalmente: «Los ojos claros y vivaces de Josefina me hicieron cosquillas en el corazón. Me sentía increíblemente feliz por estar con mi hija, que recién comenzaba a conocer. Le tomé una mano y sonriendo como hacía tiempo que no lo hacía, me quedé mirándola sin decir nada. Ella bajó los ojos y me preguntó casi tímidamente: “¿Por qué, papá, nos dejaste ir?”»

Como respondiendo a esa pregunta inexistente, le dice casi en voz baja:

_En realidad, no sé que te habrá dicho tu madre… Cuando lleguemos a casa, te daré un ejemplar del libro. Allí está el verdadero motivo de la separación.

Estuvieron casi dos horas conversando. En ese lapso pudo conocerla lo bastante bien y cuando salieron, tal era la alegría, que se dejó llevar por su efusión y tomándola de la mano, intenta cruzar la calle corriendo. Sin mirar y sin ver el auto que se aproxima a gran velocidad.

Dos días después del sepelio, Josefina consiguió poder entrar en el cuarto de su padre. Era una habitación de unos seis metros por siete. Era una mezcla rara: había una cama secreter, un pequeño aparador y una enorme biblioteca que ocupaba toda una pared. Junto a la cama, una pequeña mesita de luz y más allá una cómoda. Muebles tan disímiles como distintos en sus estilos. Sobre la mesa en el centro de la habitación, una computadora y libros y papeles en un acomodado desorden.

«Quizá pueda tener la biblioteca en una base de datos», dice para sí. Busca en la PC pero infructuosamente. Piensa que su padre no sería de aquellas personas tan ordenadas como para hacer eso. Además, ningún libro tiene a la vista ninguna etiqueta con datos de su colocación.

Detrás de la puerta del baño encuentra una pequeña escalera metálica. La lleva junto a la biblioteca y se sube. Apenas alcanza el décimo estante. De cualquier manera, los lomos de los libros están en buenas condiciones y  puede leer bien los títulos.

Después de dos horas de buscar, se le ocurre pensar que un libro de esas características lo debería tener a mano. Se sienta en la mecedora y hace una composición de lugar. ¿Dónde pondría ella un libro que contara su biografía? Sobre todo siendo el primer libro publicado. Mira sobre la cómoda: algunas botellas de colonia, un cepillo para el pelo, una caja con gemelos y ballenitas para el cuello de las camisas, algunas lapiceras. Abre los cajones: sólo ropa. Se queda mirando en el espejo que le devuelve su imagen. Josefina es pelirroja, de grandes ojos de un celeste profundo. Su cara redonda muestra algunas pecas sobre su nariz y pómulos. Su boca pequeña está acompañada por un hoyuelo junto a sus comisuras.  Toma el cepillo y comienza a pasárselo por el pelo, lacio y largo que le llega hasta los hombros.

Por el espejo ve la mesa de luz. Deja el cepillo y se acerca. Sobre el pequeño mueble hay un velador y un teléfono. Abre el cajón. Es un revoltijo de papeles. Levanta algunos y encuentra un rollo de billetes. Hay como mil pesos. Los deja nuevamente y abre el botinero. Libros. En lugar de zapatos, hay libros. No muchos. Su rostro se ilumina. Allí puede estar el que busca. Se sienta en el suelo y uno a uno los coloca sobre el piso. Allí no está. Abre el aparador. De un lado hay un rejunte de vajilla de mesa y del otro, una caja de cartón. La abre y ve que contiene cuadernos y papeles. La toma y la coloca sobre la mesa. Se pone a buscar afanosamente y encuentra una carpeta con un escrito original cuyo título es: El camino errado de mi vida. Se prepara un café doble. Se sienta en la mecedora de su padre y comienza a leer.

No le llevó más de una hora terminar el manuscrito. Cerró los ojos y quiso imaginar todo lo que vivió él, durante el tiempo en que estuvo junto a su madre, antes de que ella naciera.

¿Sería posible conocer algún día la verdad? La lectura de ese libro le presentaba a su padre como víctima de una mujer mala y egoísta, a punto tal de… No. No podía dejar llevarse por lo escrito por un hombre a quien su mujer lo había abandonado, pero tampoco podía – a estas alturas – creerle a su madre todo lo que le había dicho acerca de su padre.

Se sirvió otro café. Le puso azúcar y cuando comenzó a revolverlo, cambió de idea. Se colocó su abrigo, tomó su cartera y el manuscrito y salió a la calle.  Prefería dejar las cosas así como estaban. No indagaría nada. Lamentó no haber conocido antes a su padre o por lo menos haber podido estar un poco más de tiempo con él. Detuvo un taxi y se dirigió a la estación Retiro. Antes de ir al andén para tomar el tren que la llevaría de regreso a su casa, se acercó al stand de una librería y compró un libro que estaban promocionando desde hacía una semana: La verdadera historia. El autor: Francisco Cascallares.

 

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