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Me lo pedía siempre.

—Dime que me amas —decía, con una pistola apuntando a mi cabeza. Su mano sucia, temblorosa, olía a sudor rancio y pólvora vieja.

Yo se lo decía. No por miedo. Por amor.

Aunque, a veces, hubiera querido que apretara el gatillo y me liberara de esa rutina de amenazas y caricias huecas.

Pero nunca lo hizo.

Nunca dejé de decir: “Te amo”.

El instinto de supervivencia es así: a veces parece amor, a veces resignación.

No estoy seguro de cuál de los dos me salvo.

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