Ir a: En lo íntimo, ni la religión ni la moral (“Seguiré viviendo” 52a. entrega)
Para José el primo Alfonso era uno de los familiares más queridos; más que por haber crecido juntos, por su eterno sentido del humor, exagerado si se quiere, tonto en ocasiones, pero candoroso. Lo consideraba entretenido y bueno, un viejo pueril sencillamente. Al fin y al cabo José desconfiaba de los que nunca ríen, y tenía por buenos a quienes traslucen su alma en un gracejo.
Solía llegar sin anunciarse y en cualquier momento; entraba a la habitación y se sentaba en la primera silla que encontraba, sin importarle que el médico estuviera en su revista o las auxiliares ordenando el cuarto. Luego no era infrecuente que las enfermeras lo devolvieran a la sala de espera mientras ponían punto final a sus labores. En presencia de Alfonso, José procuraba olvidase de lo trascendente y agudizaba el ingenio para competir con la chispa de sus ocurrencias.
–Ya cometí –dijo José–, todos los pecados que me había propuesto y puedo partir sin arrepentimiento.
Y Alfonso estalló en una sonora carcajada. Al fin y al cabo él era eso, una sonora carcajada, una risotada capaz de explotar en el peor momento. «Es una reacción nerviosa», explicaba avergonzado.
Sin embargo esa visita, la primera que le hacía a José al saber que estaba enfermo, comenzó con tono grave. Pues todo resulta grave cuando la muerte acecha. Alfonso supo por alguien que José andaba de viaje, pero nunca imaginó que tenía el carácter de una despedida. José le refirió que le bastó conocer su próximo deceso para disponer con apremio su futuro. Y le contó, como le contaba a todas sus visitas, los pormenores de esos días, inmejorables al comienzo y al final sombríos. Expuso una vez más que la muerte fue la ocasión para dar rienda suelta a los placeres, aunque a la postre entendió que el placer como rutina cansa.
Le mencionó los goces gastrónomicos: «Fueron como una carrera contra el tiempo, ganándole al tumor, empecinado en obstruir mi tubo digestivo. Al principio fue un auténtico deleite, pero pronto tuve que aborrecer los aderezos y las salsas que tanto disfrutaba, porque me indisponían; y para no morir de hambre tuve que aceptar sin sazón los alimentos».
En su relato mencionó como los platos más suculentos se quedaban servidos cuando la distensión estomacal los rechazaba. A veces a cambio de devorar con apetito, se conformaba con saborear con obsesión minúsculos bocados. «Antieméticos, proquinéticos y enzimas digestivas –dijo– fueron cómplices de mi hedonismo gastronómico. Y vaya si ayudaron, aunque al final ya no servían de nada. De todas maneras ya se había tornado en aversión el gusto que un día sentí por todos los manjares».
Y le confió que el desaforado interés por evitar las privaciones lo llevó a catar licores, lo que Alicia calificó como un suicidio. Y ambos rieron al imaginar que era como matar a un muerto. Le confesó que lo intrigaban las sensaciones del supremo instante.
–Los que lo saben, ya no están aquí para contarlo –dijo Alfonso riendo, quitándole severidad al argumento. Prosiguió José:
–Yo creo que ha de ser como la vez que me operaron.
–Así ha de ser –le dijo Alfonso, sin saber siquiera a qué se refería–, y sí no fuera, no te dejes convencer de lo contrario.
–Imagino la muerte como un profundo sueño –insistió José más circunspecto–, como una anestesia inigualable. Aquélla vez vi a la enfermera introducir la aguja en el caucho de la venoclisis y sentí angustia pensando como perdería el conocimiento. En segundos, y sin la menor angustia, mi mente quedó en blanco. Desperté plácido, con la sensación de haber dormido como nunca. Así tiene que ser la muerte.
–Pero sin despertamiento y sin memoria.
Era evidente que Alfonso no tenía intención de hablar en serio, así que José se olvidó de su discurso. A cambio bromearon y rieron con anécdotas lejanas.
Cuando Alfonso se marchó, José tuvo la sensación de haber compartido con el mismo niño con que transcurrió su infancia, pero a los ojos de cualquiera el que se alejaba era un viejo obeso y calvo, torpe al andar, que en nada evocaba la lozanía de aquellas épocas. Comprendió José, con pensar, que toda su generación estaba siendo devorada por los años, y deploró como nunca el marchitamiento de la juventud. Aún así, ese hombre que acababa de ver herido por el tiempo, no era ni sombra del que podría ser cuando la senectud lo postrara definitivamente. Ya dejaba traslucir un aire de su abuelo Ernesto.
Luis María Murillo Sarmiento
Ir a: De la laparoscopia a la postración definitiva (“Seguiré viviendo” 54a. entrega)
“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.
Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.
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