A últimas fechas, me encuentro con que la mayoría de las actividades presentes y venideras están impregnadas de un acontecimiento que se ha convertido en el lema central de todo evento sin importar que sea político, arquitectónico, literario, musical, regional, comercial o educativo. Todo lleva el lema “del bicentenario”.
Así, nos topamos con las obras literarias del bicentenario, las pinturas del bicentenario, los semáforos del bicentenario, el mercado del bicentenario, la expo bicentenario, el reloj que marca los minutos que faltan para el bicentenario, la biblioteca del bicentenario, la fauna del bicentenario…
Entonces se me ocurrió escribir mi propia novela del bicentenario. Según el portal diseñado por la Secretaria de Gobernación en México –porque naturalmente la historia transcurrirá en México pues finalmente es el país en el que he vivido desde siempre y por tanto algo de él conozco- las celebraciones del bicentenario son para manifestar el orgullo de ser mexicano.
Entonces voy bien, sé lo que se siente cuando el corazón se inflama cada aniversario de la Revolución ante la visión de los majestuosos fuegos pirotécnicos con su tronido ensordecedor cual cañones en plena contienda, los papeles picados verdes, blancos y colorados emulando a la imponente bandera que ondea orgullosa y solemne en el centro del Zócalo de la Ciudad de México.
¿Cómo no amar ese espíritu festivo de los mexicanos? Las serpentinas volando, el mariachi cantando a todo pulmón, los tamales, el champurrado, los taquitos, la birria, el tepache, el pozole, las tortillas de comal, las aguas frescas de horchata, jamaica y chía. ¡el tequila!...el mole.
Por supuesto que soy parte de esta gente. La que despierta antes que el gallo cante para salir a hacer por la vida y que realiza milagros con el sueldo mínimo que gana por el trabajo de toda la jornada, -trabajo que casi nunca es el que se soñó ejercer o para el que se estudió- pero por el que cobra un sueldo infamante que se reduce además a lo irrisorio después de pagar los impuestos cada vez más elevados en número y cantidad... Pero a pesar de las penurias, mis compatriotas son gente buena, solidaria y generosa que lo único que desea es vivir en paz.
Que al redoble de tambores y la diana de las trompetas con un nudo en la garganta entona el himno nacional fuerte, bien fuerte: “Mexicanos al grito de guerra…” mientras la mano firme se posa en el pecho henchido de satisfacción.
Los festejos de la Revolución Mexicana son sinónimo de desfile, los jóvenes marchan fomentando el deporte, los soldados avanzan con garbo y buen porte, el Presidente de turno -que a pesar de ocupar esa silla casi nunca es el mismo por el que el pueblo votó- abre la exhibición que los mexicanos, a pesar de todos los pesares, seguimos con genuino orgullo.
Porque amamos esta patria, este suelo rico en posibilidades, esas manos indígenas morenas y fuertes que son nuestra identidad, esa sangre mezclada por la fuerza en tiempos de la Conquista, los volcanes bravíos que forman parte de nuestras leyendas, los campos fértiles a pesar de la pobreza, nuestro espíritu alegre hasta en las peores tragedias.
Más, a pesar de lo romántico que pueda resultar todo esto y del vasto material que me brinda el pensar en aquellos valientes que arriesgaron todo y exhalaron el último suspiro en pleno campo de batalla luchando codo a codo con el enemigo infame, y aún cuando podría ser un éxito apabullante escribir una novela en donde el heroico protagonista cura con sus hazañas y devoción las heridas de los caídos, borra el dolor con su sonrisa y hace que se olvide el temor y se levanten las paredes derribadas en la lucha tras sus huellas postreras…la realidad es que fueron años y años de desolación, abandono y muerte los que cabalgaron sin descanso en cada pueblo mexicano turbando los anhelos…y así continuamos a pesar de los doscientos años transcurridos.
Cuántas familias quedaron separadas…rotas, mancilladas, con su dignidad pisoteada. Cuántos de aquellos hombres partieron con el alma quebrantada al dejar mujer e hijos encomendados a Dios, la tierra abandonada y la casa en medio de un llanto silencioso que humedecía las paredes de tantas gotas derramadas a través de ojos negros y que surcaban la piel morena resquebrajada de tanta aridez y pena. Esta parte me suena también a presente, me hace pensar en que esta misma escena transcurre a diario en la actualidad, pero aquí son hombres y mujeres los que parten a luchar, no con carabinas para defender su ideal, sino con los puños limpios y las manos vacías a arriesgar la vida para lograr llegar al país vecino con el objeto de ganar un poco más para los suyos, aunque en el camino quede mancillado el honor, a pesar de llegar a un país que no es el suyo –y se los harán sentir de mil maneras distintas-.
Sin embargo, creo que sigue siendo buena idea escribir una novela en el marco de la Revolución, la historia comenzaría en una de esas noches solitarias en plena sierra, después de las heridas de la guerra. En el minuto exacto en que la calma trae alivio a las tristezas, la luz de las estrellas opaca las penurias y las luciérnagas se llevan al volar el pensamiento gris que aterra.
Ahí, en torno a la fogata, mi protagonista se apacienta y se consuela, rompiendo ese silencio que tortura al pulsar la guitarra cuyas cuerdas sonoras, al tacto vibran y que, con pulque, jorongo y sombrero libertan al jaranero contenido.
Absorta y enamorada, a unos metros lo escucha una arrobada Adelita, una más del puñado de mujeres mexicanas de largas trenzas negras atadas con listones de colores que lo mismo viaja por tren, a caballo o a pie. Sumisa y silenciosa, balancea sus mancilladas caderas al andar, como todas, se siente enamorada del General. Soñadora, dispuesta, y presta a dar la vida con una entrega leal.
Y así continuaría la historia, en el bullicio de los campamentos, entre armas, cañones, corridos y sones. Con las tortillas cociéndose en la fogata, el café con piquete en las ollitas de barro, frijoles en los tazones. Entre rebozos y zarapes coloridos, bien bordados que no dejan pasar el frío al cuerpo ni la desolación al corazón. Circula la botella sin distinción de bocas o de manos, esas manos que se han visto obligadas a matar, ávidas de libertad y gloria.
Pero en este punto la inspiración me abandona y surge el razonamiento aun cuando quiera obviarlo para poder continuar:
A doscientos años de tantos acontecimientos, de la sucesión de traiciones, las penurias, el paso de los héroes bendecidos y de tantas revueltas planeadas buscando romper las cadenas y proteger a la gente desamparada pienso en las leyes que rigen nuestra constitución, ese libro que nos obligan a estudiar en la escuela para aprender derechos y obligaciones, pero que más tarde, comprobaremos con dolor que tiene más vericuetos y vacíos que una montaña plagada de cavernas oscuras y que esa lista de artículos son, igual que la novela que me empeño en escribir…una utopía.
Me miro a mi misma lejos del hogar que me vio nacer gracias a una infamia perpetuada tan solo porque las leyes no contienen un artículo que proteja a los mexicanos del abuso de quienes ostentan o son parte del poder, ni tampoco velan por la gente que es amenazada de muerte, acosada y humillada porque ni las amenazas, ni el sueño perdido de un niño que cuenta aterrado los minutos en que la noche tardará en terminar porque en cualquier momento la oscuridad puede ser el cómplice perfecto de un criminal, ni el acoso, ni la humillación están contemplados en la lista de faltas a castigar, como tampoco lo hace por el hombre trabajador que se ha quedado sin empleo y no sabe cómo hará para pagar esa “casa propia” que le llevará veinte años de su vida liquidar, ni las deudas bancarias, ni para dar de comer a sus hijos y mujer. Mucho menos brindan consuelo al hombre rico que en este momento piensa cómo hará para reunir tanto dinero en tan pocas horas para volver a ver a su ser querido secuestrado, libre otra vez ¡Bendita Revolución que trajo leyes justas a nuestras vidas!
En fin, mejor continúo con mi novela pues pienso en este punto que sería interesante que mi protagonista fuera uno de esos valientes que acudieron prestos al llamado de Madero que los instó a sacudir sus melenas cual leones envalentonados en ayuda del agraviado, que los animó a dejar de callar, a clamar justicia con toda la fuerza de sus pulmones para acabar con el dictador que ostentó el poder año tras año sin que nadie pudiera hacer nada para impedirlo.
Según el libro en el que me estoy documento para efectos de veracidad en mi historia “Ahora podemos decir con orgullo, que en México el sufragio es efectivo y no existe la reelección”, una fantasía más en esa historia que he comenzado a formular. Nada hay más falso que el conteo de votos después de una elección, ninguna obra teatral está tan bien montada como la que se representa en México en la toma de poder y el perdedor sucumbe ante el brillante resplandor –no de una espada desenfundada- sino de los centenarios entregados para pagar su silencio y conformidad a pesar del atropello.
En mi novela inventada, mi México se tiñe de sangre, sangre derramada con coraje y valentía para conseguir un patrimonio, para consolidar una esperanza y que el sudor del trabajo limpio sea motivo de orgullo y no de dolor…dolor como el que padecemos ahora, rodeados de infamia y vileza, en donde los únicos que están siendo cultivados con maestría son los campos de mariguana y en el pavimento no están los cadáveres de los revolucionarios que llegaron montados en sus bien plantados cuacos en pos de defender con la vida un sueño de justicia. En este preciso momento las campanas doblan y las velas se encienden para iluminar el camino de las almas de niños asesinados, de jóvenes masacrados, de madres abnegadas que se desangraron en el pavimento, de hombres de bien secuestrados y sacrificados por culpa de la corrupción, del miedo de los gobernantes a que al hacer justicia la verdad se asome, de la infamia del poder deshonesto y la vergüenza de tener autoridades ineptas que miran con indiferencia el panorama desde sus despachos amueblados fastuosamente en cuyos estantes se ven libros encuadernados lujosamente, libros que probablemente, ninguno de los que han ocupado ese despacho ha abierto porque la gente que lee es gente de bien, sensible, con la mente abierta y la imaginación fecunda. Que lo mismo llora con el ruiseñor de Oscar Wilde que sacrificó la vida para teñir con el rojo de su sangre una rosa blanca que en vez de conseguir la conquista del corazón de la doncella amada termina en el barro pisoteada por un carruaje, que se emociona con la historia inventada por Luca de Tena cuando el maduro director del penal que mantuvo inmaculado el amor por su tierna Celia desde la adolescencia, sube a un automóvil dispuesto a recuperarla veinte años después.
En este punto preciso, me doy cuenta de que tal vez no tenga sentido ya escribir mi novela del bicentenario. Aunque me he sonreído al recordar a mi abuelo narrando con tanto orgullo las proezas de los hombres de su tiempo, contagiándonos su tristeza al evocar a aquellos que ya están en los cielos, pero que con sus hazañas han llenado de letras perennes páginas en la historia que ahora son leídas en las aulas por los pequeños que acuden al colegio día a día, es decir, cuando los maestros se tientan el corazón y en vez de marchar por las calles atropellando a los ciudadanos con su prepotencia sin fundamentos reales, deciden acudir a los salones e intentan cumplir con su labor. No en balde, es famosa la frase de Madero que reza que el progreso se conquista leyendo libros, fomentando la educación.
Y me pregunto por qué el gobierno en vez de gastar en tantas obras del bicentenario no invierte en la cultura, por qué no darle oportunidad a los artistas de expresarse y al pueblo de conocerlos, por qué no estudiamos más y peleamos menos, nos comprometemos con nosotros mismos, con nuestra familia, con nuestro barrio, con la ciudad, con el país y con el mundo entero, - que por cierto también agoniza-.
Mi México se tiñó de sangre hace doscientos años y está inundado de ella ahora. ¡Cuánto lo han hecho sufrir! Pobrecito de mi México tan pisoteado y golpeado, tanta ignorancia te ha devastado, la ambición y el poder te aniquilaron. Pero quedamos nosotros, pobres idealistas que soñamos en poner aún tu nombre en alto con honradez y trabajo, con dignidad y respeto. Por ahora, hasta aquí llegaron las ganas de escribir mi novela del bicentenario. Como diría Scarlett O’Hara, la heroína de “Lo que el viento se llevó”: “Pensaré en ello mañana, cuando pueda soportarlo”. De cualquier manera me doy cuenta de que mi novela no es tan inventada, nosotros mismos estamos protagonizando y aceptando formar parte de una historia ficticia que nos venden, ante nuestra parsimonia e indiferencia cada día. Mientras tanto, sigamos al pendiente del reloj de bicentenario que nos señala que se acerca el momento de festejarlo de mil maneras diferentes, pues gracias a las luchas libradas ahora gozamos de… ¿libertad?
Elena Ortiz Muñiz