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Emilio no había podido desentrañar el sentido de la vida... y decidió adentrase en el conocimiento de la muerte. Bueno, más que en el entendimiento del sencillo proceso de morir, buscaba la comprensión del más allá, adelantarse a lo que tarde o temprano le depararía el destino.

Deliberadamente había descuidado su cuerpo. Ni su salud ni su aspecto eran motivo de mayor preocupación. Lo atribuía al rechazo de vanidades y delicadezas que no iban con su hombría. Era consciente de las consecuencias de su negligencia, “pero si he de morir qué más da que el momento se atrase o se adelante”.

“No te quieres, le insistía Adriana”, reprochando su desidia. En un comienzo le pareció lógica la conjetura de su amiga. Aunque no lo sentía así, ahí estaban las señales que hacían imposible refutarla.

¿Pero su seguridad, el aprecio por el producto de su raciocinio, la jactancia de su inteligencia, el alarde de su intelectualidad podían ser demostración y efecto del desinterés en sí mismo? ¡No! No era que no se quisiera, era que siempre había enaltecido la función cerebral sobre cualquier otra actividad orgánica. Él era el producto de su actividad mental; los órganos, salvo el cerebro, eran apéndices sin relevancia. La deducción le pareció correcta.

Se estimaba y mucho, pero estimaba su ser mas no su cuerpo. Bueno, tampoco era que lo despreciara, al fin y al cabo era el medio en que se trasportaba en este mundo y el vehículo de sus dichas terrenales. Pero tampoco estaba dispuesto a ser su esclavo, convencido como se hallaba de que algo más trascendental tenía que aventajarlo.

Sin embargo la inmortalidad, en el fondo de su ser le interesaba, así que le refregaba al cuerpo su finitud, su carácter perecedero, su tránsito fugaz; su carácter mortal que truncaba de paso la actividad del cerebro, el más apreciado de sus órganos. Si no iba a existir materia gris para seguir pensando, dedujo que debía escribir su pensamiento para inmortalizarlo. Sí, escribir sería una forma de trascender, de no morir definitivamente. Y alternando los gozos, esos si de su materia, con la fascinación carnal que le brindaba Adriana, razonó, enjuició, dilucidó, pontificó y escribió, escribió y escribió para dejar su impronta en este mundo.

Pero llegó el día en que le pareció insuficiente perdurar tan solo a través de sus escritos. Dejar a la posteridad su pensamiento apenas lo estimó un consuelo: no la idea, sino su autor debía ser inextinguible. Si el cerebro era mortal y fallecía, no debía ser, probablemente, el artífice de ideas que perduraran, sino un vehículo apenas del que su alma se servía. Un medio físico para exteriorizar un mundo psíquico intangible. “El cuerpo, entonces, apenas es ropaje. Un atuendo que alberga mi ser en esta tierra. ¡Qué ignorancia: dizque el hombre ansiando eternidad cuando es eterno¡”. Le gustó la conjetura. “Probablemente la gente confunde el cuerpo con el ser. El cuerpo es una indumentaria, una simple prenda que utiliza el alma”. Y empezó a buscar argumentos que la sustentaran.

 Comenzó a discriminar cuerpo y alma en cada ser humano; a ver a sus semejantes más allá de su aspecto y de sus formas. Halló cuerpos que fascinaban por su lozanía, físicamente bellos, sobre todo por los encantos de su juventud. Cuerpos, también, ajados y marchitos, objetivamente sin atractivo alguno; infames con los seres adorables que llevaban dentro: almas nobles agobiadas por los dolores corporales, almas hermosas albergadas en una materia deslucida. Intuyó dentro de la sustancia corruptible una llama inextinguible, una luz eterna y apacible, e imaginó en la muerte el parto del espíritu, la liberación del alma. Fue entonces cuando le dijo a Adriana que imaginaba su alma atrapada en un cascarón que era su cuerpo. Y que presentía que cuando esa cubierta se quebrara, como en el nacimiento de un pichón que brota del cascarón del huevo, su alma emergería del cuerpo y recuperaría la libertad que lo cohibía. Entonces se volvieron rutinarias sus críticas a lo material del ser humano. “Esclavizado por el cuerpo se le va al hombre la vida en esta tierra”. Y Adriana reaccionó creyendo que había hecho presa de su amigo la locura, de pronto, el fanatismo de una secta religiosa. ¿Cómo iba a imaginar su cuerpo como esclavo padeciendo al recordar la dicha de Emilio disfrutando el suyo, al percibir el gozo de su tacto sobre su piel desnuda, al experimentar en su cuerpo su mirada lúbrica? Pero no, a esa esclavitud, si es que lo era, Emilio no aludía. Se refería a las acciones obligadas, nunca a las placenteras y espontáneas. Así que para evitar la confusión de Adriana amplió la exposición en estos términos: “Al cuerpo hay que darle alimento, hay que vestirlo, hay que brindarle un techo, hay que darle medicinas y otro tipo de cuidados. ¡Todo cuesta! ¡Para eso se trabaja! Se es esclavo del trabajo para satisfacer necesidades. Creo en cambio que el alma no demanda nada”.

¿Y cómo negarle el argumento en lo atinente al cuerpo si los más exigentes, los del recién nacido y del anciano, son incapaces de cuidarse solos? Perecerían sin alguien que se apiade de ellos. “Se nos va la vida en la incertidumbre de la supervivencia, atesorando para no sufrir o amasando para veleidad del cuerpo. No imagino el alma hambrienta ni sedienta, padeciendo por el calor o el frío, precisando de joyas o dinero, doblada por la artritis o doblegada por la enfermedad coronaria, el accidente cerebrovascular o el enfisema. Ni siquiera rendida por la vejez o por la muerte. Del alma son los sentimientos, las virtudes, lo que no tiene precio, lo impalpable. Todo lo que exige el cuerpo es material, y todo lo material se transa con dinero. Luego el cuerpo tiene que esforzarse en conseguirlo. ¡Trabajar para apenas sobrevivir toda la vida!”.

Le pareció lúgubre a Adriana la interpretación de la existencia que formulaba Emilio. “¿Y dónde queda la exaltación que nos suscita el amor, la dicha de un paisaje, el gozo de un poema, la alegría de unas notas musicales?”. “Adriana, esos son placeres del espíritu, los sentidos solo son el medio que los capta. Tener esos goces es lo que yo reclamo. Es eso radica mi protesta: que preocupado en mi manutención tenga que relegarlos. “Y los pospones tanto -concluyó Adriana llevándole la idea- que te vas sin haberlos disfrutado”. Era una frase desalentadora, pero no para Emilio, quien ya había elaborado un mundo que lo serenaba, que calmaba y explicaba sus insatisfacciones terrenales y pincelaba de ilusiones y esperanzas el universo que se abre tras la muerte. La parca no iba a ser una maldición sino una dicha. Por eso dijo: “Pienso más bien que al partir podré por fin comenzar a disfrutarlos”.

Ir a: Una señal del más allá (II)

Luis María Murillo Sarmiento ("Cuentos críticos y reflexivos")

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http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)
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2012 CUENTO

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