Este relato es verídico en su totalidad, hasta los nombres son auténticos y no nombro el pueblo porque pienso que no es necesario repetir que se trata de la aldea de mi infancia. El protagonista fue Abraham Baquero, entre otras cosas pariente lejano de mi madre. Este señor tenía la asquerosa costumbre de meterse comida entre la camisa y la camiseta para ingerir en la iglesia durante los eternos sermones del padre Peña.
Antes de continuar con la historia debo abrir un paréntesis para que se entienda el asunto: en algunas regiones de Colombia se da el nombre de bollo a un amasijo de harina de maíz con queso y otros aliños, muy sabroso por cierto, con algunas variantes en otras partes se llaman hallacas, envueltos, tamales sin carne, etc. El asunto es que don Abraham metió en su seno el bollo del desayuno y marchó a la iglesia parroquial a cumplir con sus deberes de buen cristiano, cumplidor con los ritos de la religión.
Y llegó la hora del sermón, que ese día hablaba del juicio final y por derecha el fin del mundo. El sacerdote estaba inspirado y describía imágenes horrorosas de ese día que congregaría a todo el mundo en un lugar para ser juzgados y nombraba el Seno de Abraham con frecuencia; el viejo ya estaba harto con el asunto y, de pronto, se paró en la butaca para asombro de todos los feligreses que miraron atemorizados esta figura casi bíblica, con sus barbas blancas y su voz potente, que metió la mano entre su camisa, sacó el comestible y gritó al sacerdote mientras lo arrojaba con fuerza:
-“Si es por el bollo, tómelo”.
De mi libro "Historias poco bíblicas"
Edgar Tarazona Ángel