Se sentaba casi siempre en la misma banca del parque.
"Casi", porque algunas veces encontraba la banca ocupada por alguna pareja que también disfrutaba de ver el atardecer desde allí.
Los inmensos árboles que circundaban el lugar adquirían extrañas tonalidades azul-violeta a la caída del sol, y desde el lugar que ella siempre ocupaba, aquella mágica visión era particularmente más profunda e intensa.
Le gustaba sentarse allí y mirar mecerse las copas de los árboles mientras la brisa acariciaba sus mejillas y despeinaba un poquito sus cabellos negros y lacios.
Cuántas veces no habían venido a hablarle alguno que otro galán tratando de ganar su confianza, pero siempre había sabido mantener su distancia y dejar establecido que aquel era su lugar privado y que no lo compartiría con nadie.
Nadie...
Hace ya mucho tiempo que esa palabra rodea sus acciones.
Nadie...
Parece responderle el aire cuando mira a su alrededor buscando compañía.
Nadie...
Como ahora, como hace mucho, y parece que para siempre.
La ternura de su mirada no encuentra explicaciones al vacío que la rodea, la tibieza de sus manos, la dulzura de su voz, la paciencia de su alma, los sueños que la guían, ella misma. No encuentra el motivo por el cual el atardecer entre los árboles siga siendo un paseo exclusivamente solitario.
Recorre con su vista el inmenso parque y se detiene a momentos a observar a las parejas que caminan por él. Las ve reír, las ve charlar, las ve en silencio, las ve aburridas, las ve discutiendo, las ve tímidas, extrovertidas, íntimas.
Íntimas...
Ya no recuerda el día (más bien la noche), de aquella vez en que la intimidad ganó su cuerpo.
"Ha pasado tanto tiempo" se dice, y un dolor agudo le lastima el corazón atravesándoselo hasta dejarle la sensación de que el pecho lo tiene vacío.
Aleja la mirada de todos y la sube hacia la copa de los árboles, No quiere angustiarse pero sabe que eso es exactamente lo que va a pasar.
Se pierde en la visión del sol que cae, del cambio del color en las hojas de los árboles, del compás con que el viento mueve esas hojas, del nacimiento de las estrellas en el cielo, de la oscuridad de la noche, de los ruidos que la rodean, del viento que refresca su frente.
Se pierde dentro de la vida misma que la invade por dentro, que le pide amor, que le exige entrega, que le propone risas, que quiere construir anécdotas, que le dice que hay demasiado amor guardado, demasiada ilusión, demasiados sueños.
Suspira profundamente como para salir de aquel letargo que la ha retenido allí sentada hasta que ha oscurecido.
El parque ha cambiado, las luces iluminan casi todo excepto las copas de los árboles. Las luces iluminan todo pero casi han apagado a las estrellas.
Casi automáticamente, ella saca de su bolso una pequeña radio que lleva siempre consigo. "La eterna compañía" se dice mientras sonríe de su agridulce broma.
Se coloca los audífonos y prende el aparato. Regula el volumen, capta mejor la estación y se queda escuchando.
El romance que describe la canción le reaviva el dolor.
Mira de nuevo las parejas. Suspira triste y hondamente. Mira la banca solo ocupada por ella. Escucha la radio. Suspira otra vez.
Una lágrima comienza a recorrer su rostro vacío de besos y solo atina a decirse:
- Porqué..., si no soy mala -
Entonces, la ternura de su mirada, la tibieza de sus manos, la dulzura de su voz, la paciencia de su alma, los sueños que la guían y ella misma, nutren de tristeza esas lágrimas silenciosas que mitigan un poco su dolor.
Mientras tanto en la radio, la canción de amor llora un adiós.