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CUANDO LAS ESTRELLAS LOGRAN ALINEARSE

Una suave brisa recorre el rostro de Elizabeth, castigado por el tiempo. La luna pálidamente logra destellar algo de su fulgor que apenas logra resaltar los incólumes edificios de la ciudad. Lo oscuridad se cierne con sus temibles tentáculos, atrapando a todo ser viviente, toda cosa, es opacada por su halo siniestro. La incertidumbre domina. Nadie sabe qué cosas depara la noche.

Enciende un cigarrillo y la tenue luz que produce trasparenta la enorme tristeza en la cual está sumida. El dolor es profundo. Hiere en verdad. Sus letales aristas, como una tacana japonesa, son quirúrgicas, duele en el corazón, solo allí. Se desangra sin desangrarse, se siente morir sin morir, se ahoga sin ahogarse: la ambivalencia la atormenta. Es un décimo piso y si se arrojara al vacío, sin duda moriría. Lo piensa. Es una solución. Solo un paso y la liberación. Dejar de sufrir. ¡Es tan fácil! Solo un instante y la paz total. ¿Quién dudaría en hacerlo?

El cigarrillo se ha consumido; irreflexivamente enciende otro, iluminando su rostro con más amargura.

Insolentes gárgolas de piedra desprendidas de una olvidada iglesia gótica, comienzan a rodearla: son gigantes y temibles; su crueldad es proporcional a su aspecto. Ella las ve como reales aunque no lo sean. La atormentan con los recuerdos, que se irguen de las tinieblas del tiempo ante ella:

― ¿Me amas Elizabeth? ―era la voz de Richard susurrando en su oído.

― Claro que sí ―le dijo con los ojos fijos en él. Luego la besó apasionadamente.

Un amor sellado con tan solo veinte años. Amor para siempre. Realmente ella lo sintió así. Las barreas del destino se derrumbaron ante sus ojos. La eternidad era tan solo un instante en la profundidad del tiempo. Casi desfallecía. No se reconocía a sí misma. Temblaba al pensar en él. Sintió que las estrellas se habían alineado para encontrar el amor de su vida. Solo se produce una vez, en un instante: como un rayo en el firmamento.

“Un hipocampo (caballito de mar) se une a su pareja y es para toda la vida. Si ella o él mueren, no tarda en morir el otro. Si seres tan primitivos son capaces de sentir un amor tan profundo: ¿cómo no el ser humano?”, pensó.

Lo había conocido en Francia. Ella era una estudiante de posgrado en economía y estaba en París por un congreso. Richard era un turista, norteamericano como ella.

Fueron semanas muy apasionadas. Ella se sentía en las nubes. Como todo tiempo feliz sobreviene la tristeza. Es inexorable. Debían regresar a Estados Unidos. Quedaron en verse luego.

Nunca ocurrió.

Intentó encontrarlo sin éxito. Se obsesionó. No podía concebir una traición, menos de él. Algo fatal debió de ocurrir. Siguió buscándolo durante años. Incluso contrató a un detective. Sin éxito. Parecía una sombra. Se había esfumado en el aire.

Las sombras de la noche siguen rodeando a Elizabeth. Los cigarrillos se han agotado. Desde su apartamento, allá en lo alto, solo observa los pequeños puntos que se suponen son personas transitando la ciudad. Comprende la pequeñez de la humanidad. Así debe observar Dios a sus criaturas, como pequeños insectos que solo les interesa alimentarse y procrear. No hay más. El amor no está en ellos. Le es ajeno. Si ella pudiera, los aplastaría. Su dolor y furia es incontrolable.

No tuvo hijos. No se casó con nadie. Desde Richard, solo quedo en soledad, con sus recuerdos y su búsqueda para encontrarlo. Han pasado casi cuarenta años.

Esas gárgolas que representan los aterradores recuerdos, ahora se arrastran, se puede oír el ruido de sus cuerpos de piedra al impactar contra el piso: por lo menos, así lo siente ella.

Les teme, porque le traen imágenes dolorosas. Son perversas y no conocen la piedad. Ella tampoco, por eso las comprende, aunque les teme.

Finalmente se destrozan. Sus pequeños pedazos de piedra se derriten y proyectan imágenes más recientes de su pasado, que Elizabeth no quiere ver. Son de apenas unos días atrás.

Una carta revela el secreto:

Elizabeth: he cometido muchos errores en mi vida. Para comenzar, no me llamo Richard sino Steven. En esos años en que me conociste, era convicto. Viajé a Francia, con pasaporte falso. Mi intención era radicarme en ese país y evitar la justicia.

No podía decirte la verdad. Lo sé. No debí mentirte. Pero esas semanas en París fueron tan maravillosas que me sentí otro: Richard. Sentí que era un hombre nuevo, que podía vivir una nueva vida. No me interpretes mal, fui condenado injustamente, pero eso ahora no importa.

Viví en Francia durante muchos años. Jamás me casé ni tuve hijos. Mi vida fue muy desgraciada Elizabeth. Hice muchos trabajos desagradables, miserables. Jamás pude enamorarme de nadie. Creo que ese era mi castigo por mentirte. Lo acepté con resignación.

¿Qué te podía ofrecer yo? Un delincuente para la justicia de Estados Unidos. No tendrías futuro conmigo, por eso te dejé partir. Solo me atreví a vivir unas semanas de felicidad intensa, sin límites. Me enamoré de ti Elizabeth y aún lo estoy. Jamás pude apartarte de mi mente. Esa noche que te conocí fue inolvidable. El universo era nuestro.

Te pido perdón. No quise dañarte. Pensé que con el tiempo te olvidarías de mí. Hace algunos días regresé a Estados Unidos, después de cuarenta años, nadie se acuerda de mí. Ya no existo para la Justicia.

Por eso te escribo esta carta. Solo para que sepas que fuiste amada profundamente. Jamás te olvidé y jamás te podré olvidar. Te amo. Steven”. 

Por supuesto que Elizabeth no se conformó con la carta. Volvió a contactarse con el detective para que localizara la dirección. No tardó en  lograrlo.

Esa mañana Elizabeth estaba nerviosa, pero no le importaba. Lo confrontaría y tal vez, todo podría volver a iniciarse. Llamó a la puerta con tibieza. Una anciana la recibió.

― ¿Aquí vive Steven?

― Aquí vivía ―respondió con una mirada amarillenta y con un cuerpo levemente encorvado.

― ¿A dónde lo puedo encontrar? ―respondió Elizabeth, impacientándose.

― Mi hijo murió hace dos días señora ―respondió la anciana con los ojos tornados ahora en rojizos y con pequeñas lágrimas cubriéndolos.

La noche sigue envolviendo a Elizabeth en su apartamento. El dolor es profundo. ¿Cuál es su destino ahora? Soportar la existencia o darse a la paz eterna. Camina hasta el borde de su balcón, la brisa se torna más fuerte  y hace revolotear su cabellera rubia.

― Es solo un instante y luego la paz  ―se dice a sí misma, en voz alta.

Una extraña llamada a su puerta interrumpe su dilema. Ante la insistencia, con poca gana desiste y abre la puerta.

Es su vecino, Teodoro. Un hombre de su misma edad, viudo y con una gran intuición. Percibe la tristeza de Elizabeth.

― Vecina ¿Tengo un café que recién preparé y no tengo con quien compartir? ¿Me haría el honor?

Elizabeth ve a ese hombre, que hace grandes esfuerzos por animarla, por hacerla sentirla bien. Valora eso. Una pequeña chispa de esperanza se prende en su corazón. Es diminuta, casi imperceptible, pero es un comienzo. No puede negarse. Lo acepta.

EPILOGO

Algo ha comenzado. No es ni bueno ni malo, ni mejor ni peor, solo un comienzo. Cada día es un comienzo, un arrojarse al destino incierto con la única esperanza de encontrar la felicidad.  

Las estrellas pueden alinease más de una vez. Un gran amor jamás puede ser reemplazado, es eterno y perpetuo, pero nada impide que nazca uno nuevo, con sus propias características.

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