Una suave brisa recorre impertinentemente mi rostro y me da un débil hálito de esperanza. Al sentirlo sé que no estoy muerto, que aún poseo ese bien tan preciado que todos guardan celosamente y que para mí solo es un castigo: “vivir”. Esa fuerza que nos impulsa a desear otro día, otro amanecer, aún yace en mí pero se ha vuelto en mi contra. ¿Por qué deseamos estar vivos? Oh, sí, lo sé. Por el futuro, por ver que nos deparará el mañana. Los impredecibles caminos que se nos abren en el horizonte nos ciega y solo queremos descubrirlos: el amor, el odio, el éxito, el fracaso, la felicidad,… la enumeración podría ser infinita pero la vida no. Solo podemos escoger un camino, bueno o malo, solo uno: y ese es el nuestro. De los miles de senderos que se nos presenta hay uno que nos pertenece, que está diseñado para nosotros, por quien sabe que Dios o designo. ¡Oh Dios! Cómo quisiera solo ver los otros, los caminos que no escogí. Los amores que desprecié, la felicidad que renuncié por vanidad…esos senderos han muerto para mí. Sus pesadas puertas se han cerrado a mis espaldas para nunca más volverse a abrir. Es doloroso saberlo.
Era joven, vanidoso, apuesto, desafiante, nada era imposible para mí. Podía tomar lo que quisiera: y lo hice. Elizabeth me amaba, lo sé. Era hermosa y me quería. Pero no me importó. Solo era mi oportunidad para entra en la familia Crawford y con ello tomar el poder de la compañía. Tuve amantes como la constelación de Orión. Todas ellas alababan mi figura, mi arrollador atractivo, mi afabilidad. ¡Sí! Lo usé. ¿Por qué no? Nadie tiene un diamante solo para ocultarlo. Vaya que lo que usé. Hice sufrir a muchas, pero era el destino que habían escogido por amarme. El sendero que ellas eligieron. Suena soberbio decirlo, pero era mi verdad en ese momento.
Logré todo lo que me propuse. Llegué a la cumbre, a la cima, a los que todos desean llegar. Ahora veo que eso solo era un espejismo. Eso que me impulsaba ahora es papel pintado. Solo una gran pirámide, como las egipcias, imponentes pero sin vida.
Elizabeth murió hace algunos años. Muchas veces le dije que la amaba, pero en realidad no lo sentía en mi corazón. Solo eran vanas mentiras para conservarla a mi lado. No sé si ella supo alguna vez de mis infidelidades o eligió no saberlo.
Los invasores han entrado en mi cuerpo. Pequeñas células tumorales pugnan por vivir, aunque ello implique mi muerte. No les importa. No las culpo. Ellas buscan un futuro como todo ser vivo, aunque sean microscópicas. Han hecho metástasis en mi páncreas. Se han expandido por todo mi cuerpo. Su inequidad reina en mí.
La suave brisa sigue en mi rostro, en este parque a un lado de la clínica. La tarde fallece sobre la copa de los árboles. Un desteñido rosado se desploma sobre el otrora verde rabioso nacido de las entrañas del césped y la vegetación. La luz sucumbe ante la noche. Pero es piadosa, nos da el atardecer para que nos preparemos a la oscuridad. A las sombras de la muerte.
Mi silla de ruedas se hace cada vez más pesada de mover. Mi enfermera, que siempre me acompaña, ya ha terminado de leer su pequeño libro de novelas y me mira impaciente. Seguramente piensa “hasta cuando este viejo me tendrá en este parque”. Veo en su semblante que me desprecia. No la culpo tampoco. La vejes muestra la peor cara de los seres humanos, la que no queremos ver ni descubrir jamás. La decrepitud, para los jóvenes, está allá, a los lejos. Algo que nunca llega. Así solía pensar hasta que mi rostro se arrugó tanto que ya no pude ni quise contar los surcos que habitaban en él. El espejo no me devolvía lo que quería ver. Ese fue el principio del fin.
Es tarde para Elizabeth, pero no para Karen. Mi primera esposa. Ella aún vive. Jamás le dije a una mujer que la amaba con el corazón. Solo eran un peldaño en mi camino, pero con Karen no fue así. Yo la amaba de verdad, pero mi alma estaba infectada por la vanidad, el orgullo, el deseo de poder. Estaba marchito pero no lo sabía.
Tal vez no sea tarde para remediar el daño. Corregir algo de ese sendero que recorrí y tratar de ver, de vislumbrar tan solo, esos otros caminos que el destino cerró para mí. Ser un fisgón de la obra creadora de Dios, solo por un momento.
Alargo mi mano en el bolsillo y tomó este artefacto moderno llamado teléfono-móvil. Es patético lo que voy a hacer. Le debería hablar pero ella seguramente no me atendería. La comprendo. Solo tipeo:
“Karen. Amor mío. Sé que no he sido el marido que esperabas. De nada serviría que te dijera que así me educaron. Que mi padre jamás me dijo que me amaba. Es de flojos esas niñerías, solía decir. Que mi madre jamás me beso en la mejilla. Nunca sentí el verdadero amor”.
Froto mis dedos que se quedaron doloridos por tipiar tantas palabras en tan poco tiempo, pero todavía no está terminado el mensaje. Debo continuar.
“Eres la mujer que siempre ame. No supe valorarte y es justo que sufra por tí. Solo quiero que sepas que te ame y te amo. A mi manera”.
“Enter” y el mensaje salió. Aún no lo ha leído.
La oscuridad se adueña de este parque y la enfermera no espera que le diga nada, solo me toma a mis espaldas la silla de ruedas y me desplaza hacia la clínica. Ya no tengo fuerzas para oponerme. De repente suena mi teléfono-móvil y una señal me indican que el mensaje fue recibido y leído. Mi felicidad no tiene reparo, por fin, pude expresar lo que sentía. No hay respuesta. No me importa, solo quería que ella lo supiera, nada más. Eso me basta.
Mientras subo el ascensor hacia mi habitación en la clínica, mis pensamientos se han detenido. No siento nada. No oigo nada. No veo nada: todo es oscuro. Tal vez esto sea la muerte y por el fin la liberación de mi alma.