Estando muy joven aún, tuve una paciente muy noble y muy querida, doña Irene tenía como 82 años, vivía en Palmira con el esposo. Tenía como cinco hijos, pero tres de ellos eran los más constantes y los que siempre estaban pendientes de sus dos viejitos. La casa era en un segundo piso, yo era la enfermera encargada del cuidado de doña Irene porque, además de su avanzada edad, ella había sufrido un accidente cerebro-vascular debido a lo cual tenía un lado de su cuerpo prácticamente paralizado. Yo trabajaba interna y salía un fin de semana cada quince días, había también una señora que se encargaba de las labores domésticas. Cuando teníamos que salir de la casa, generalmente para atender citas médicas de doña Irene, era todo un show porque, para bajarla de ese segundo piso, nos tocaba a la empleada y a mí hacer un enorme esfuerzo.
Como ya lo dije, para sacar a doña Irene de la casa nos tocaba sentarla en una sábana, cada una de nosotras, la empleada y yo, a cada lado de la señora cogiendo una punta de esta sábana y la paciente nos echaba sus brazos a nosotras por los hombros y así, cargada en esta sábana tratábamos de bajarla por las escaleras, haciendo muchas paradas porque la risa no nos dejaba hacerlo de una. Doña Irene siempre nos decía: “muchachas, cuidado me dejan caer, porque ahí si quedo linda…” y ahí mismo teníamos que parar porque no podíamos de la risa y ella seguía: “ve, estas pendejas me van a tirar al suelo…”, gritaba ella y nosotras a carcajadas nos tocaba parar mientras nos pasaba la risa. Doña Irene lloraba mucho por un hijo que había muerto recientemente, luego soltaba una carcajada, echaba un chiste y seguía llorando.
Además de recordar esta etapa de mi vida laboral con un especial cariño por doña Irene y su gran familia, también hay una anécdota particularmente extraña que deseo compartir con un poco de vergüenza pero también con un poco de satisfacción, satisfacción, sobre todo, porque jamás lo volví a hacer.
Una vez, para el cumpleaños de la empleada de la casa, nos sentamos en las gradas a escuchar música de Darío Gómez y a tomarnos unos cuantos aguardientes desde las siete de la noche, que ya había acostado a doña Irene, como hasta las once de la noche cuando intentamos pararnos para irnos a dormir… no nos pudimos levantar del piso… porque, como no nos movimos para nada mientras estábamos tomando, pues nos emborrachamos verracamente... pero nada como el guayabo que padecí al otro día de esta fuma…
Como pude me levanté del suelo y me fui a acostar, como siempre en la cama de doña Irene, a los pies de ella. En el cuarto había un ventilador que siempre tenía que estar prendido y esto sí que es cierto que me hizo un enorme daño. Inmediatamente me acosté y empecé a recibir ese viento yo también comencé a vomitar y mi paciente desesperadita, tratando de cuidarme la borrachera apenas me decía: “acuéstese boca arriba mija, para que ese viento no le haga tanto daño”. “’¿Mijita, usted está muy mal?”. “Levánteme mija, yo le hago una agüita…”.
Al otro día el guayabo o resaca es algo tan indescriptible como invivible, yo no me podía levantar de la cama. Como al medio día llamó la hija de doña Irene, que por favor me pasará a mí al teléfono y la viejita, de puro alcahuete, le dijo que yo estaba en el baño. Esta desazón solo se me pasó con jugo de maracuyá, aposta el jugo que más me repugna. Esto fue motivo de bromas para muchos días porque doña Irene siempre me hacía la misma mofa: “¿quiere un aguardientico mija?” y se burlaba de cómo hacía yo aquel día durante aquella memorable e irresponsable borrachera.
Yo salía a descansar cada quince días y entonces quedaba encargada de la paciente, la empleada doméstica. Y así sucesivamente cuando ella salía a descansar, pues yo me encargaba de la casa. Pero una vez hubo un cambio de empleada y mi descanso se cruzaba con el de la nueva empleada. Entonces yo procuré solucionar este impase, no le vi problema. Ergo, yo le dije a la nueva señora que saliera ella en la primera semana para que no se me alterara mi salida. Entonces así lo hicimos.
Cuando llegó uno de los hijos de doña Irene, un viejo antipático muy creído porque tenía más de un peso, y me preguntó por la “muchacha nueva”, yo le contesté que había salido a descanso porque sino se cruzaba con mi día de salida y que las dos no podíamos salir el mismo día porque alguna tenía que quedarse con doña Irene. El viejo se enojó y me echó, me dijo: “no señorita, es que usted no manda aquí y si no le gusta, pues ahí está la puerta”. Yo no le contesté, llamé a la hija de doña Irene, la encargada de los dos viejitos y le dije que yo ya me tenía que ir porque el hermano de ella ya me había echado y le conté porque… entonces ella me dijo: “no señorita, así no es, que no sea tan pendejo que él tampoco es el que manda y si tampoco le gusta, pues que salga”. “Espéreme un momento que ya voy para allá”. Efectivamente llegó y le llenó la taza al hermano y por último le dijo: “ella se va siempre y cuando usted me consiga una enfermera igualitica a ella para mi mamá”. Ese viejo se disculpó pero yo ni lo voltee a mirar.
Después de este incidente, estuve como 11 meses más con doña Irene, me dio mucho pesar porque lloró mucho cuando me le fui.