Toda la música del mundo en alguna forma es un disparador de emociones. Esta crónica nació de los recuerdos de un adolescente de los años 60´s.
Hoy me senté a organizar archivos y puse a sonar los Corraleros De Majagual; me llené de recuerdos lejanos muy vívidos, como si los estuviera viviendo y... bueno, descubrí otra Catarsis para exorcizar mis demonios, además de la pintura y los libros.
No deseo entrar en detalles porque no es el caso, es un divagar sin rumbo por los laberintos de la memoria con algunos datos significativos para mí; me ubico en Zipaquirá en los últimos años de internado (grado o curso de la época que equivalen al noveno de ahora) y mis primeras fiestas en las cuales no bailaba por la sencilla razón de que no sabía bailar y temía la burla de mis amigos adolescentes; desde un rincón los envidiaba y deseaba tener esa desenvoltura para la danza y la facilidad de entablar conversaciones con las muchachitas. Mi timidez se acrecentaba cuando las malditas me miraban y soltaban risitas hipócritas o descaradas y, encima se daban codazos para aumentar mi azoramiento. Tenía el consuelo de mi amigo (RIP) Jorge Rodríguez que, en los descansos de la semana, trataba de enseñarme pasos pero yo parecía negado para esta joda de agarrar una pareja y moverme al ritmo de la música. Los Corraleros eran el conjunto de música bailable preferido de nosotros, los adolescentes; los jóvenes y los viejos bailaban al ritmo de Lucho o Pacho o de otras orquestas extranjeras como la de Pérez Prado, los Melódicos y la Billo’s Caracas Boys.
Yo no entendía como putas podía uno escuchar la música, llevar el ritmo con el cuerpo, tararear la letra de la canción y conversar con la chica de turno, todo al mismo tiempo; cuando me atrevía a sacar a bailar lo pensaba mil veces y me concentraba en el piso, más concretamente en mis malditos pies que cogían para todos lados menos para donde era y le pegaba a la niña unos pisotones del carajo, casi siempre la que bailaba una vez conmigo jamás repetía la experiencia para poner a salvo sus callos y las espinillas y, alguna buena señora de volumen enorme se compadecía de mi soledad, me sacaba a bailar, me pegaba contra sus senos enormes y me asfixiaba durante los tres minutos que duraba la pieza musical, yo no entendía como esas señoras tan grandes parecían deslizarse sobre el piso, algunas con mucha gracia aunque sin moverse demasiado y yo, con mis catorce años, era una completa bestia.
En la Normal Superior de mis desdichas se realizaban dos bazares anuales que eran famosos en la ciudad y sus alrededores; comida, bebida, música y, por supuesto baile. No recuerdo quien organizaba estos eventos ni para qué, pero si estoy seguro de que el eje central lo constituía la maldita fiesta, amenizada por una orquesta de la capital. Los que sabían bailar elaboraban planes con dos meses de anticipación y comentaban entre ellos lo que iban a hacer con las “peladas” que pensaban cuadrarse; los tarados para la danza escuchábamos rumiando nuestra envidia y la rabia. Llegado el día del acontecimiento todos nos poníamos la “pinta” que consistía, simplemente, en vestirnos con lo mejor que teníamos para “impresionar” ya se sabe a quienes. Para no alargarme en el asunto les cuento que la fiesta se desarrollaba en el inmenso comedor del colegio decorado para la ocasión y los que no entrábamos podíamos observar por las ventanas el desarrollo de la misma y escuchar la pegajosa música de la orquesta que resonaba más en mi cerebro que en el aire; muchas veces lloré de rabia e impotencia y me hice el propósito de aprender a bailar para no sufrir por algo tan prosaico como la inasistencia a un baile; además, lloraba solitario, donde nadie se diera cuenta, y fue una de las pocas razones y de las escazas veces que derramé lágrimas durante mi estancia en el planeta tierra.
A las cinco en punto de la mañana sonaba la campana para sacarnos del país de los sueños y recordarnos que debíamos pasar a las duchas a recibir un chorro helado, a casi cero grados, que nos dejaba despiertos y temblando, listos para pasar a la capilla a la oración de la mañana y luego al patio para formar por cursos y entrar en orden al comedor, todo con el acompañamiento de la música. A las cinco sonaban de forma simultánea la campana y los acordes de “Las mañanitas”, una canción mejicana que comienza diciendo: “Estas son las mañanitas que cantaba el rey David/ y a las muchachas bonitas se las cantamos así/ despierta mi bien despierta...”; no sé que tenía que ver con nosotros que no éramos muchachas bonitas pero el estudiante de último grado (Rincón una temporada y Ahumada otra) que manejaba el aparato ayudaba a despertarnos con esa canción. Como el repertorio fue limitado, durante los primeros años de mi internado, ya se sabía lo que seguía: Vírgenes del sol, Garzón y Collazos, El dueto de antaño o valses de Strauss; dije los primeros años porque comenzaron a llegar muchachos de Bogotá que regalaron discos de música para la “emisora”: bailable, boleros y, hacia 1963, lo que se llamó La Nueva Ola que dividió en dos a los adolescentes de la época: los tradicionalistas o miedosos que seguían escuchando la eterna música de los mayores y los rebeldes, entre los cuales me encontraba, que nos fuimos por la senda del Rey Elvis y todos los de su época (Paúl Anka, el abuelo Bing Crosby...)) hasta cuando aparecen The Beatles y acaban de partir en dos la historia de la música.
Como los latinoamericanos no nos quedamos atrás nunca, así sea copiando los modelos extranjeros, no demoramos mucho tiempo en tener nuestros ídolos propios que nos llegaron de Argentina y México; como fueron demasiados voy a intentar una lista sólo por hacer un paseo en el tiempo. De Argentina llegaron Rocky Pontoni, Jhonny Tedesco, Violeta Rivas, Leo Dan, Palito Ortega. La lista de los mejicanos es más extensa, a ellos les ayudaba el cine, cantante de la “Música Moderna” que triunfara era cantante que filmaba película; los mejicanos eran mis preferidos: Enrique Guzmán, César Costa, Manolo Muñoz, Angélica María, Fabricio, Alberto Vásquez, Antonio Prieto y tantos otros. Aquí en Colombia no podíamos quedarnos atrás y surgen dos figuras que dividen los gustos juveniles, igual que en México Guzmán y Costa; Oscar Golden y Harold Orozco, ambos caleños por más señas, y en lo que hoy llaman bandas los Speakers y los Flippers. Con un mínimo de instrumentos la música moderna o de la Nueva ola invadió las mentes y los corazones de millones de muchachitos en todo el mundo: sólo necesitaron dos guitarras eléctricas, un bajo y una batería para alegrar los corazones inconformes y desesperar a los viejos y a los demás muchachos con alma de viejos. Ahora soporto con dificultad la misma música pero en versión actualizada que escuchan mis hijos y otros jóvenes como ellos. De la madre España nos llegó como en 1963 el “Monstruo” Raphael y con eso se dice mucho y no recuerdo en que momento apareció el hombre que debía hacer suspirar a dos generaciones de mujeres lloronas: Julio Iglesias, que nunca fue de mis afectos con su voz llena de almíbar y caramelo, con sus ademanes de macho falso y su presencia varonil falsificada. Siempre fui adicto a Raphael y, a pesar de que años después se afirmara su homosexualidad, su voz resuena en mi mente con su timbre inconfundible: Yo soy aquel, Digan lo que digan, Los amantes se van; Llorona...