Se conocieron en la facultad. Él estudiaba en la de filosofía y letras, ella en la de contabilidad. Polos opuestos. Y así eran en todo lo demás también: la chica con un excelente gusto para vestir, siempre sencilla y sobria pero elegante. El estudiante, informal y extravagante, con los pantalones rotos y los tenis sucios haciéndole segunda a la playera descolorida. La joven, peinada cuidadosamente, nunca un cabello fuera de lugar, el maquillaje impecable cumpliendo su cometido sin hacerse notar demasiado. El muchacho, sin rasurar, cabello largo, descuidado. Y lo mismo en el gusto por los libros, los hábitos alimenticios, el estudio, la manera de afrontar la vida. Aún así...se amaban.
Les faltaba un semestre para terminar sus estudios y la colegiala planeaba continuar con una maestría, en especial ahora que por fin había logrado colocarse en una importante firma como la responsable del departamento de finanzas. El sueldo era bueno y las prestaciones magnificas. El novio mudaba de un empleo a otro y deseaba descansar unos meses al terminar la universidad para escribir ese libro que, según él, le otorgaría fama y fortuna al tiempo que le abriría todas las puertas soñadas.
Un buen día, ella le comunicó que acababa de dar el enganche de un departamento, pues deseaba independizarse. Le sorprendió un poco la noticia pues siempre pensó que su novia permanecería en la casa paterna hasta el día en que se casaran. Pero su intranquilidad creció cuando conoció el inmueble en cuestión. Ubicado en el último piso de un edificio que junto a otros hacían las veces de muralla en un cuadro alrededor del jardín, en él, los árboles hacían juego con bancas de metal y faroles coloniales que le daban al lugar un aire de privacidad y tranquilidad envidiables. Pero lo que le mortificaba era el hecho de que para acceder, solo había un callejón estrecho entre dos de los edificios que desembocaba en el estacionamiento.
Le preguntó a su novia si ya había tomado en cuenta que llegaría por la noche a casa, y que aquello seguramente estaría oscuro ¿Cómo pasaría a través del angostillo en medio de la penumbra? ¿Y si en aquella colonia había bándalos? ¿Se quedaría acaso encerrada en su auto o debería ir hasta un hotel para pasar la noche porque éstos amenazarían su bienestar al estar drogándose en el callejón? La chica se rió y le aseguró que su madre le había hecho el mismo señalamiento pero estaba segura de que nada de eso pasaría. Terminó la discusión besando al muchacho en los labios para luego, estrenar el sofá haciendo el amor toda la mañana.
Por la tarde, él se retiró a su casa dejándola en su nuevo hogar. Pero, con el pasar de los días, advirtió un cambio alarmante en su comportamiento. Se hacía la escurridiza en la escuela, por el teléfono era cortante y comenzó a buscar excusas para no verlo pretextando que el trabajo absorbía todo su tiempo. Se decidió a dar con la verdad de lo que sucedía. Podía ser que fuera un chico despreocupado y quizás hasta un poco irresponsable, pero lo cierto era que la quería con toda el alma y no estaba dispuesto a perderla por nada del mundo.
En uno de los breves encuentros en la facultad, hábilmente le sustrajo las llaves del bolso, se disculpó un momento simulando ir al baño y corrió a la calle para sacar una copia en la cerrajería de la esquina. Al volver, puso el llavero en su lugar sin ser descubierto.
Eran las cuatro de la tarde cuando entró en el edificio. Subió los cinco pisos que tenía la construcción y abrió la puerta con la llave. Adentro todo parecía normal. Impecable. Cada cosa en su lugar. Hurgó en los libros, en los cajones, el armario, en todas partes, pero no encontró nada que la acusara o que denotara una traición de parte de ella. Sintió remordimientos por estar ahí, invadiendo su espacio y privacidad. Finalmente resolvió salir para ir a buscarla al trabajo y enfrentarla de una buena vez.
Caminó hacia la puerta deteniéndose unos momentos junto al ventanal de la sala, se sentó en la silla detrás de las cortinas transparentes disponiéndose a disfrutar por unos momentos el paisaje. El jardín era bonito. La gente parecía complacida. Examinó al hombre que leía el periódico sentado en una banca, luego, a una mujer que regaba el pasto absorta en sus pensamientos mientras un anciano caminaba alrededor para hacer ejercicio. Fue entonces cuando se dio cuenta de que nunca había visto niños en ese lugar. Normalmente, todas las colonias están plagadas de criaturas que van y vienen con sus balones de futbol y sus bicicletas, sobretodo si se tiene un jardín como ese. Pero ahí parecía que solo había adultos. Todo estaba tan callado y tan plácido que de los pensamientos pasó a los sueños.
Cuando despertó eran las 8:15 en el reloj. El departamento estaba a oscuras. Se levantó sobresaltado sin recordar del todo en dónde se encontraba. Entonces la vio. Detrás del ventanal miró como la chica caminaba apresuradamente tratando de llegar al otro extremo del pasillo. La observó avanzar moviendo las caderas como siempre lo hacía, sonrío. Le encantaba cuando hacía eso. La sonrisa se borró de pronto cuando advirtió al hombre parado en el otro extremo del callejón. Era un tipo fornido con chaleco de cuero y pantalones de mezclilla que la contemplaba con arrogancia mientras ella, nerviosa, caminaba hacia él con la mirada clavada en el piso. Evadiéndolo. El novio pensó en salir a su encuentro para protegerla, pero en eso, la chica, que estaba por llegar a donde el vago, dio la media vuelta y comenzó a correr hacia el estacionamiento otra vez mientras el hombre de tres zancadas, la alcanzaba, justo debajo del único farol encendido en medio del pasaje. Al muchacho se le paralizó el corazón del miedo mientras lo miraba rodeando a la chica por la cintura con una mano para sujetarla, mientras con la otra le abría la blusa con violencia dejando los senos a la vista. Quería correr a golpearlo para arrancarla de sus brazos miserables ¡Pero no podía moverse! Era incapaz de parpadear siquiera, estaba completamente paralizado por la sorpresa, el coraje, la excitación que aquello le provocaba. El sujeto la recorría con la lengua y con las manos despojándola hábilmente de la ropa mientras la poseía con furia y lascivia. Ella, que al principio parecía querer escapar a toda costa presa de la angustia y la desesperación, ahora lo acariciaba con fiereza y lujuria apretándose contra él con entrega total, dejándose penetrar sin recato ni precaución. Sin importarle que alguien pasara y los viera. Y sin embargo, la calle estaba vacía, los luces de todos los departamentos y las casas apagadas. Casi podía escuchar los gemidos de ella hasta allá. Sin poder soportar más, con los ojos llenos de lágrimas salió del departamento dejando abierta la puerta y corrió escaleras abajo.
La encontró en el acceso principal al edificio. Iba acomodándose la ropa, aún estaba sudorosa y respiraba aceleradamente. Se miraron unos segundos, él, con asco, ella, con sorpresa. Salió de ahí sin dirigirle la palabra, sin mirarla, deseando no volver a verla jamás. Sintió la brisa en su rostro y eso lo hizo sentirse mejor. Atravesó el jardín y llegó hasta el callejón. El tipejo se había ido. No se veía ni un alma en el lugar, sus pasos sonaban al caminar: pac, pac.
De pronto, un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Caminó con más rapidez pasando el farol encendido a la mitad del pasaje, miraba el piso mientras avanzaba. Alzó la vista estupefacto sintiendo la presencia indomable de esa mujer salida de quién sabe dónde.
Caminaba con la misma gracia de una gata en celo, golpeando el piso con el látigo que llevaba en las manos. Calzaba botas negras con altos tacones y un leotardo escotado que dejaba casi al descubierto sus enormes y torneados senos que de tan firmes y redondos se antojaban irreales. Se detuvo frente a él cortándole el paso. Lo obligó a retroceder hasta llegar debajo del farol sin dejar de mirarle a los ojos. El cabello rojo le caía sobre los hombros, los labios encarnados color carmín se entreabrieron provocativamente.
El látigo estalló en el aire rompiendo el silencio mortal. Entonces supo que no tenía escapatoria. Mientras tanto, la silueta de una mujer detrás de las cortinas del ventanal del quinto piso en el edificio frente al callejón permanecía inmóvil observando la escena.
Elena Ortiz Muñiz