Poco habituado a las audacias extremas Pedro se asombra, a esta hora de la noche, de conducir su automóvil por el acceso norte de la ciudad, rumbo al basural.
La presión de su mujer, Teresa, provocó su decisión imprudente.
< Por lo menos ocúpate de buscar entre los desperdicios…en una de esas tenemos suerte> Le había pedido dos horas antes.
La comarca de inmundicias lo recibe a cielo abierto con aspecto siniestro, bajo una luna gigante derramada sobre el cataclismo de bolsas de nylon y botellas de plástico.
La pestilencia le impacta de lleno en las narices y no cree tener suficiente estómago para hurgar en esa hediondez.
Reconoce haber cometido un estúpido error cuando a la mañana, desde el trabajo, le confesó por teléfono a su mujer lo sucedido. Al regresar a su casa, a última hora de la tarde, ella lo recibió con mala cara y nada dispuesta a dejar cerrado el asunto solo por que él se sincerara. Ni tampoco porque Pedro le advirtiera claramente:
<Termínala antes que me harte y te mande a la mierda. Ya te expliqué que el sábado un carrito alzó la bolsita de la basura, antes de pasar el camión recolector>
<Ya lo sé, pero ese carrito lleva todo al basural ubicado al costado de la ruta>, le había respondido Teresa, muy segura.
Pedro alcanzó a preguntar ¿Y con eso qué?, antes de intuir que sus próximos pasos serían con rumbo al basural, como ella lo quería.
Una cantidad exorbitante de indefinibles porquerías aparecen a la luz de su linterna. Remueve asqueado, con su mano enguantada y conteniendo un vómito que pugna por derramarse de su boca.
Desgaja papeles, abre sobres, separa restos irreconocibles del desperdicio humano; deshace bultos pringosos y todo huele con aromas que hasta podrían ser letales.
Pero, de lo que busca… ni un asomo.
Levanta y rechaza con repulsión un manojo de preservativos usados, fláccidos y gomosos que agrupados simulan un nidal de víboras.
Separa vidrios, jeringas, algodones de dudosa procedencia, saches mugrosos y exprimidos, cáscaras de huevos. Debajo de un montículo de cenizas descubre huesos rotos, sin reconocerlos como de humano o de animal.
Se repugna hasta las náuseas al abrir una bolsita plástica de la que chorrea un líquido grueso y sanguinolento.
Pero nada lo detiene.
Se desfloran entre sus dedos pañales húmedos con vestigios de inocentes excrementos infantiles. Se niega a suponer que también podría tratarse de materia fecal adulta y de ruinosa vejez. Pedro no distingue la diferencia. Piensa en las papillas suaves que ingieren las criaturas y enseguida imagina las insípidas verduritas que sirven en los hogares de ancianos.
Se sobresalta ante la presencia de una rata gigante que lo mira a él furiosa, suponiéndolo un rival que viene a disputarle el botín.
Aún cuando el escenario no es propicio al morbo, igualmente se distrae al descubrir una revista pornográfica. Algunas de sus fotografías retratan escenas de sexo explícito. Una de las páginas, pegoteada y pringosa, ofrece a Pedro la posibilidad de pensar que alguien, con la publicación en la mano, se entregó a solitarias excitaciones. Repugnado la suelta al instante con desprecio.
El tumulto ruinoso que lo circunda es el desecho de lo que alguna vez fuera útil, inmerso ahora en el reino de la degradación.
Pedro toca, revisa y rechaza los objetos y observa en todos, sin excepción, el uso dado por otras manos, así como por otras bocas. Cosas que estuvieron en baños; o sobre camas, mesas y cocinas; elementos que fueron seguramente pasados por palanganas, por lavaderos, pertenecientes a hospitales, a sacristías, a hoteles, a geriátricos. Todos, sin excepción, modificados por el uso y por el tiempo, transformador de lo bello así como de lo horrendo, hasta convertirlo en fétidos despojos.
Pese a su profundo desagrado por la colosal multitud de residuos, una pesada melancolía gana su ánimo al comprobar que la vida, aquí, se reduce a un montón de olvidos.
¿Cuánto de todo este estropicio pudo servir, en su momento, para el placer y el goce?
Hasta el sueño de la felicidad luce descolorido en una sucia foto donde sonríen dos rostros retratados antes que tuviese el amor destino de basural.
Él busca algo que podría hacerlo feliz y que no encuentra.
Abajo de sus pies, en el colchón de la materia orgánica, una frenética labor de bacterias y gusanos lo descompone todo. Quedará lo residual para desgracia del planeta malherido.
Pero del cartoncito… nada.
< Por lo menos en el infierno el fuego lo purifica todo>, dice Pedro, impresionado de estar en el peor de los mundos y con el olfato ya insensible a tanta pestilencia.
Acobardado, siente la necesidad de aliviar su bronca y repasa, en voz alta, detalles de lo increíble:
<Los seis números que yo elegí y aposté sin cábala ni premonición, son los ganadores en la jugada de ayer domingo del Quini Seis>
Al escucharse recrudece su remordimiento.
<¿Dónde está el cartoncito?…Por favor ¡Me perdí un millón de mangos! … ¡La puta madre!!!>
Sellado y oficializado, a ese comprobante de la jugada de lotería lo había guardado en un lugar seguro. Pero ayer tuvo la nefasta ocurrencia de limpiar de papeles su escritorio. En una bolsita recogió lo desechable y sin detectarlo introdujo también el cartoncito con los números ganadores. Después dejó la bolsa sobre la vereda de donde la recogió un carrito basurero.
Ahora, después de varias horas, acepta que no lo hallará nunca en medio de este basural.
Al alejarse de allí, acongojado y pateando latas, piensa en una revancha.
“Mañana vuelvo a apostar carajo, pero el comprobante se lo daré a Teresa, para que lo guarde.”
Con esa ilusión regresa a su casa y a poco de llegar se perturba con una pregunta que se hace, sucia como su ropa:
< ¿Qué pasa si vuelvo a ganar en la próxima jugada y al premio lo cobra Teresa?>
Duda un instante sobre si ella no lo cobraría para marcharse luego, dejándolo a él en pelotas.
< ¡Perra de mierda, la mato! > grita con furia, dando un golpe al volante, rumiando esa idea como si tratara de digerir una inmundicia.
Rene Bacco