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A todos los felices padres
que adoran a sus hijitos.

(Del libro "Relatos macabreadores") 

Todo el mundo comentaba que formaban la pareja perfecta. Se comprendían en forma total, hasta tal punto que la comunicación verbal entre ellos se estaba convirtiendo en puro formalismo; les bastaba un gesto o una mirada, indescifrable para los demás, para que el receptor del mensaje, entre ellos, se diera por enterado. Casi que conformaban una pareja mecánica, con amor exacto, sin equivocaciones, molesto ante los ojos ajenos, incluyendo todas sus amistades, por lo preciso, sin concesiones al error, cabal y puro en todas sus formas y manifestaciones externas.

Ambos deseaban el mayor trofeo a su precioso dueto, igual que esperaban la totalidad de sus allegados: un hijo varón, fruto de su extremada pulcritud y dedicación mutua. Leyeron cuanto texto estaba escrito y publicado relacionado con la programación del sexo de un hijo. Consultaron a los especialistas en la materia quienes recomendaron dietas específicas y regímenes alimenticios que debían cumplir para que las probabilidades garantizaran en un noventa y nueve punto noventa y nueve por ciento, como mínimo, el sexo masculino para su anhelado retoño. Con disciplina espartana cumplieron con las prescripciones médicas y siguieron textualmente los consejos de los libros especializados hasta cuando su amor mutuo y fiel se reflejó en el embarazo deseado. Desde el primer mes la ropita del ansiado bebé fue comprada, confeccionada o tejida en lanas y telas azules celestes, como ha impuesto la tradición desde lejanas épocas para los bebés del sexo masculino.

Cumplido el tercer mes de gestación y con todo el ajuar listo se dieron a la tarea de vestir un “Moisés” con tules azules y gasas olorosas a machito; el cuartico destinado al futuro morador lo decoraron con figura varoniles de la televisión y de las revistas infantiles pero siempre pensando en factor masculino. Ya para el quinto mes la inquietud de la criatura dentro del vientre materno les aseguró con certeza que el esperado era hombre, no quisieron asegurarse con ninguna prueba científica, para qué, todo apuntaba a corroborar sus sospechas y no deseaban dañar por anticipado la sorpresa feliz. El orgulloso progenitor comenzó, entonces la compra de juguetes para el glorioso vástago: carritos, osos de peluche, balón de fútbol, bate y manilla para practicar béisbol y un pequeño par de guantes de boxeo. A partir del séptimo mes la espera se tornó desesperante, lo único que faltaba era el alumbramiento.

Para pasar las horas de ansiedad agregaron nombres varoniles a la extensa lista que tenían escrita para escoger, llegado el momento, los que debían a parecer en el registro civil de nacimiento; anotaron los denominativos mas estrafalarios y disímiles como para poder hacer un sorteo para cualquier gusto cuando llegaran de todas las regiones del país los abuelos paternos y maternos, los tíos y tías y la numerosa parentela de los dos esposos, hasta los amigos más lejanos. Cuando, por fin, se reunieron les distribuyeron a los visitantes hojas con las listas de nombres para que cada uno señalara tres de ellos en orden de predilección y luego volvieron a recogerlas para hacer la correspondiente tabulación, igual que en una encuesta de opinión. Por mayoría de votos el niño debería llamarse Christian Arcadio Stanley pero su padre decidió, a última hora y valido de su condición de progenitor del esperado, que la decisión de la mayoría no le agradaba y basado en su patria potestad decidió que se llamaría Argimiro Beethoven Nepomuceno por su propio nombre, el de su músico predilecto y el del abuelo, le gustara  o no a la concurrencia familiar.

Llegó el noveno mes con el fin de la espera. El bebé como que no tenía demasiado afán por hacer su entrada en este mundo y se tomó quince días más entre el vientre materno, sobre el tiempo estipulado por el ginecólogo. Decidió aparecer en escena una noche lluviosa, triste y sin un miserable taxi para transportar a su mamita. La hermosa pareja, identificada por el nerviosismo de los padres primíparos, caminó durante quince minutos la distancia que separaba la clínica de su casa y se presentó ante el médico de turno; este hizo seguir a la hermosa señora a la solitaria sala de trabajo de parto; a ninguna otra parturienta se le había ocurrido tener hijos a la misma hora y llegar en medio de ese diluvio colosal, mientras, su queridísimo cónyuge esperaba, igualmente solitario, en la sala de recepción.

Transcurrieron lentas y desesperantes dos horas después de la entrada de la mujer a la sala de maternidad hasta que apareció en la puerta el doctor sonríete para dar al afortunado padre la noticia del nacimiento de… una hermosa, saludable y adorable niña con todos los datos de talla, peso, hora y demás. El feliz padre, según presumía el médico, dijo balbuciente que debía existir un tremendo error, una equivocación, un desquiciamiento… si era niña, pues no podía ser suya.

En la habitación 314 del hospital general de la capital de la república el matrimonio perfecto miraba desconsolado ese bultico durmiente de la recién nacida todavía un poco morada, regordeta, calva y totalmente preciosa. Se miraron y se entendieron, igual que siempre, sin pronunciar una palabra.

Tres años después del nacimiento, abrazados mirando un programa televisado, el hombre y la mujer pensaban en la vida feliz de su hijita con el matrimonio extranjero al que se la vendieron por diez mil dólares. 

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