-Siglos de opresión de los poderosos, de prebendas, de despotismo, de explotación y sangre. Lo único que iguala a los privilegiados de la Tierra con los desposeídos de todo, es la muerte. Y tú y tu equipo pretendéis ahora suprimir ese último reducto de justicia. Justicia natural, pero justicia al fin y al cabo.
“¿Cómo crees que reaccionará esa mitad del mundo, privada de participar en la orgía consumista que la otra mitad restriega ante sus ojos? Cuando se les diga que no sólo deben renunciar a la compra de un televisor, sino también a una vida indefinida cómodamente sentados frente a él, habrá revueltas y sublevaciones en todo el mundo.
“Y aún suponiendo que el tratamiento de inmortalidad llegue a convertirse en algo económicamente asequible para una gran parte de la humanidad, piensa en lo que ello representaría para el medio-ambiente y para la supervivencia de la propia sociedad humana. La población crece de forma exponencial, eso significa que en cuarenta años el número de gente se duplicará. Pasaremos a ser 12.000 millones, una cifra que aumentará con el añadido extra de pseudo ancianitos conmutados a los que tú, Ramírez y el resto de su laboratorio, pensáis invitar a la escenificación de esta futura explosión Maltusiana acomodándolos en asientos de primera fila. Estáis jugando con el poder más terrible desde la bomba de hidrógeno. En vosotros recaerá la responsabilidad del suicidio colectivo de una civilización entera.
Argumentaba la chica apoyándose en un copioso alarde de razones, difíciles de demoler. Razones expuestas con aquella arrebatadora belleza hipnótica.
Un día Ramírez apareció eufórico en el laboratorio:
-No existe el gen de la muerte, en realidad hay más de uno, hay muchos. El cuerpo humano es una composición de sistemas integrados, la decrepitud afecta por igual a ojos o riñones. Tenemos que dirigir nuestra búsqueda hacia aquellas secuencias repetidas que no participen en la formación de proteína, que estén a la espera de algún tipo de instrucción química para ser activadas.
Al cabo de un tiempo empezamos a identificar secuencias.
-Debes hacerlo ya, hoy mismo, sin dilación.
Elena vino a verme a mi casa. Depositó un maletín oscuro sobre la mesa de mi sala de estar, junto a un florero. Como si quisiera impregnarlo de inocencia con la sola aproximación a un amasijo de flores.
-¿Es lo que yo creo?
-No lo abras, si eso tiene que hacer temblar tu determinación. Sólo tienes que colocarlo en algún rincón del laboratorio y marcharte.
Sopesé el maletín. En contra de lo esperado era bastante liviano ¿Era aquel el peso que debería corresponderse con el objeto causante de truncar un sueño colectivo, y de arruinar una vida? Mi vida.
-Nos veremos mañana a las nueve, en el café Persépolis.
Abandonó mi casa con gran sobriedad de gestos, con el sigilo de una tigresa.
Han pasado sesenta años desde entonces. Ramírez y todos mis compañeros murieron en la explosión. La organización subversiva a la que Elena decía pertenecer reivindicó el atentado, librándome de sospechas policiales. Podía haber compartido un Premio Nobel y ahora sería rico, influyente e inmortal y no el anciano lastimoso que estuvo a punto de cazar la eternidad armado de una probeta.
Llaman a la puerta, acudo a abrir con mis pies de viejo arrastrándose por el embaldosado. El aire frío del exterior abofetea mi rostro, observo atónito la figura que se yergue ante mí.
Entonces comprendo que no es sólo una cuestión de estímulos fisico-químicos en el agua de desove de los salmones, que además de la instrucción enlatada en cada una de nuestras células, que activa los genes de la muerte, interviene un designio inapelable en el biológico acontecimiento del fenecer. La muerte misma viene a por ti, poniendo en marcha la culminación del proceso génico de oxidación celular.
Elena no ha envejecido. Hermosa y grácil como la recordaba, me mira con aquellos ojos suyos, tan almendrados.
-Hola Frank. Hoy se cumple tu fecha de caducidad.