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-¿Lo has hecho?

Elena me mira con sus ojos almendrados, inquieta. Anhela una respuesta afirmativa que aleje su desasosiego.

-Sí, mañana podrás verlo en los titulares de los periódicos.

Se relaja, imprime un bamboleo al sillón-mecedora con objeto de distender una musculatura de gata satisfecha. Acaba por exteriorizar su buen humor y pide un capuchino.

-Que no te reconcoma tu mala conciencia. Has hecho lo que debías hacer.

Adivina mi pesar e intenta consolarme.

-Retrasaremos el descubrimiento, pero, ¿por cuánto tiempo? Habrá otros que reemprendan la misma línea de investigación.

-Eso déjalo de nuestra cuenta, somos muchos y estamos por todas partes.

Enciende un cigarrillo y aspira ávida, como si pudiera agotar todo el oxígeno del local de una sola bocanada.

-Ahora será mejor que no nos veamos por un tiempo.

Traviesas volutas de humo se enredan en sus rizos oscuros.

-Sí, claro, por supuesto, será lo mejor…

Apaga el cigarrillo contra el cenicero como en un arrebato, espachurrándolo sin piedad. Me siento consumido al igual que la colilla moribunda cuyo humo se diluye en la atmósfera cargada de la cafetería. Consumido por esta dama seductora de la que apenas sé nada.

La dama se levanta.

-Cuídate, Frank.

Me besa en la mejilla. Un beso frío, inerme, sin vida.

La veo alejarse entre mesas y sillas, entre gente ociosa de caras anónimas. Aún no ha llegado a la puerta y ya su silueta grácil, de paso altivo, se desvanece ante mis ojos. Sé que nunca más volveré a verla.

¿Por qué me dejé arrastrar por esa mujer? Sus argumentos eran convincentes; pero había algo más, un influjo tal vez. Un hechizo, me atrevería a decir.

Todo empezó durante una conferencia del profesor Ramírez, uno de los científicos que habían cartografiado el mapa del genoma humano. En la conferencia, el Doctor disertaba junto a diapositivas de salmones.

-Los salmones, después de un arduo viaje, acuden a brezar al riachuelo que los vio nacer. Una vez realizado el desove, quizás respondiendo a un estímulo fisico-químico presente en el agua, caen en un declive acelerado de decrepitud física y mueren a los pocos días, de puro viejos. Se les ha activado un gen que lleva a sus organismos al colapso. El gen de la muerte.

“Sí, amigos, ese gen existe. Piensen en las posibilidades de poder identificarlo, aislarlo, analizarlo… y anularlo. Piensen en lo que supondría poder suprimir la fecha de caducidad insertada en cada uno de nosotros. Prometeo brindó el fuego a los seres humanos, la ciencia puede obsequiarles con la inmortalidad.

La conferencia iba dirigida a hombres de negocios, con el propósito de recaudar fondos para las investigaciones del Doctor. Aún así, me dejé envolver por la brillantez de los argumentos del hombre de ciencia. Durante toda su disertación flotó una palabra en la sala, una palabra con connotaciones y posibilidades apenas imaginables: inmortalidad. Su significado, confeccionado en un contexto tan didáctico como asequible, me hizo soñar con la posibilidad de aprisionar el tiempo con los dedos. Un sueño que me llevó a trabajar en el equipo de Ramírez, en su búsqueda de la inmortalidad.

Al principio nos movimos a ciegas por los cimientos básicos de la arquitectura del cuerpo humano. La información estaba ahí, en alguna parte. Solo cuatro letras, recombinadas hasta la saciedad, bastan para construir un paramecio o un hombre, cuatro letras de ingeniería exquisita, alfabeto atómico de fósforo y oxígeno, letras de impresión molecular a las que llamamos “nucleótidos”. En ellas rastreamos un atisbo, de entre el conglomerado difuso de ese código de barras, que nos permitiera descubrir el punto de incisión que hace de la vida levedad y de la muerte olvido.

Inmersos en el vasto océano del código genético, compuesto por más de 100.000 genes, empezamos a descartar playas desiertas, islas deshabitadas y costas de traidores bajíos. Una gran parte de ese multitudinario ejército de genes son considerados ADN “chatarra”, genes “flotantes” cuyas cadenas se superponen al ADN “utilitario”, esos genes “productivos” a través de cuyos químicos enlaces nos sometemos a las leyes de la herencia. Aún así, provisto de brújula y mapa, nuestro barco no llegaba a buen puerto; lo cual nos hizo pensar que las costas no estaban cartografiadas con el debido detalle. Por ello, decidimos sumergirnos en la “chatarra”. El trabajo se volvió lento y tedioso y empecé a perder el entusiasmo. Entonces conocí a Elena.

Desde el inicio de nuestra relación no me ocultó su militancia de activista política al margen de la ley, ni que nuestro encuentro no había sido casual. Pese a todo, continuamos viéndonos.

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