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Aquella mañana, despertó sintiéndose más infeliz y solo que nunca. El silencio poblaba la habitación, estaba cansado aún cuando apenas comenzaba el día, pero su fatiga iba mucho más allá de un agotamiento físico, el desgaste era interno. Podía no comprender muchas cosas, pero de algo estaba seguro: su vida era inútil.

Observó su recámara espaciosa y grande. Tenía todo lo que pudiera requerir. Ahí estaba su computadora, el piano que tanto le gustaba tocar aunque no supiera hilar una melodía correctamente, sus libros con grabados, la televisión, películas y juguetes al por mayor. Y sin embargo, de poco le servía todo aquello.

Tenía síndrome de Down, pero eso no significaba que no se diera cuenta de lo que sucedía a su alrededor o que no poseyera sentimientos. Se sentía solo, desprotegido, sin saber lo que era un abrazo, una palabra de aliento, una mirada amorosa. Sabía que todo eso existía porque lo veía en sus películas, en los programas de la televisión, en los libros, pero nunca había logrado experimentar en carne propia esa sensación.

Siempre había vivido recluido en esa habitación, podía salir al jardín solo cuando sus padres estaban fuera y bajo la estricta vigilancia de Juana que se encargaba de supervisar cada movimiento y acción, pero más que eso, de cuidar que nadie entrara en casa intempestivamente y lo descubriera ahí. Vivía con comodidades porque eran adinerados, pero éstas solo servían para ayudarlo a sobrevivir cada día, a ver transcurrir los minutos y las horas como algo mecánico, sin significado alguno. A su padre ni siquiera lo conocía bien. Escuchaba su voz detrás de la puerta pero nunca lo había tenido cerca de él, ese hombre era quien menos lo quería.

Lo llamaba "el loco" sin que pudiera entender el motivo. Si loco era el que ansiaba ser amado y comprendido entonces tenía razón, si loco era el que pedía a Dios que se lo llevara de este mundo para no seguir incomodando a esas personas que lo habían traído a la vida solo para condenarlo a la soledad más cruel, entonces era cierto. Era un loco porque no nació como ellos soñaron, porque nunca podría ser tan galante como su padre ni tan delicado como su madre. Pero, a pesar de todo los amaba.

Juana entró a la habitación con la charola del desayuno entre las manos. Lo ayudó a levantarse de la cama con paciencia y cuidado, le alcanzó la ropa que debía vestir ese día y vigiló que se la colocara correctamente. Le ordenó que se dirigiera al baño a lavarse para que pudiera, entonces, desayunar.

Detuvo su mirada frente al espejo después de mojarse la cara para asearse los dientes y peinarse. Miró sus ojos inclinados hacia abajo, las orejas pequeñas con la parte superior apenas doblada, la boca diminuta en contraste con la lengua que parecía estar tan grande. Esa nariz con el tabique nasal aplanado.

Se sentó a desayunar. Juana empezó a arreglar la habitación. Callada como siempre, dedicada a sus obligaciones, eficaz pero fría como un témpano de hielo. Abrió las cortinas para que entrara la luz. Él se dispuso a ver hacia el jardín mientras masticaba su almuerzo tratando de no verter, como siempre, jugo sobre la mesa. De cuando en cuando, Juana se acercaba a limpiarle con un pañuelo la boca eliminando los restos de comida que quedaban visibles fuera de ella.

En esa época del año, todo estaba verde, las lluvias arreciaban por la tarde pero las mañanas eran deliciosas. Todo se impregnaba de ese olor a tierra mojada, los árboles se erguían majestuosos, las flores coloreaban el lugar otorgando además frescura al ambiente. La fuente estaba encendida y varios pajarillos se ocupaban en bañarse bajo su chorro refrescante. Entonces, lo vio: estaba parado junto al manzano ¡era sencillamente fantástico!

Se levantó de la mesa y corrió hasta la ventana tirando por fin el jugo, no en la mesa, pero sí en el piso. Juana lo tomó del brazo y amable pero firmemente lo llevó a sentarse nuevamente para que terminara sus alimentos. Limpió el líquido derramado y continuó con lo suyo.

Sin quitar la vista de su objetivo, que parecía esperar pacientemente por él, engulló con avidez todos los alimentos hasta el grado de casi atragantarse, ella lo miró con desaprobación. Corrió hasta el librero y sacó un libro de estampas, recorrió las hojas lentamente mientras con el dedo índice golpeaba en cada ilustración. Por fin lo encontró. Lo llevo ante la mujer y con insistencia toqueteó la imagen. Con fastidio, su cuidadora observó la viñeta y luego articuló lenta y claramente haciendo hincapié en cada sílaba pronunciada:

—U-ni-cor-nio. Eso es un u-ni-cor-nio. No existen. Son leyendas...cuentos.

No le agradó esa respuesta y jalándola por el delantal la obligó a caminar hacia el ventanal señalándole con obstinación el jardín para que mirara cómo estaba de pie rasgando el césped con la pata izquierda, como invitándolo a salir con él. Tenía el pelo más blanco que hubiera visto jamás, su crin mostraba mechones rosados, violetas, azules y verdes lo mismo que la gran cola. Pero lo más hermoso era su cuerno dorado que brillaba con el sol. A pesar de todo, Juana parecía no verlo.

—Si te portas bien, al rato te llevo al jardín, ahora no —respondió secamente.

Luego limpió la mesa y puso sobre ella los cubos de colores para que el chico se entretuviera apilándolos mientras llevaba los trastos sucios a la cocina.

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