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No se mostró interesado, seguía parado frente al ventanal señalando hacia afuera y pegando en el cristal. Hasta que Juana, con decisión, cerró las cortinas y lo alejó de ahí sin hacer caso a los gritos desaforados del muchacho que luchaba por regresar para seguir mirando. Cuando pudo lograrlo y asomarse al exterior, el u-ni-cor-nio se había ido.

El día transcurrió de la misma manera aburrida en la que se desarrollaba siempre. Con una sola diferencia: se sentía más deprimido que de costumbre. Pasó la mitad de la tarde llorando en silencio sin que nadie hiciera nada para consolarlo.

La noche hizo su aparición y Juana supervisó que se pusiera el pijama y se acostara a dormir. En cuanto le acomodó las cobijas salió de la estancia. El pequeño se cubrió el rostro con las mantas para poder seguir llorando sin ser molestado, hasta que por fin, se durmió. Despertó a la media noche sintiendo que le faltaba la respiración. Se sentó en la cama aterrorizado mientras gemía sin que nadie acudiera en su auxilio. Poco a poco se fue recuperando. Se puso de pie y caminó hasta el ventanal. ¡Ahí estaba otra vez! el u-ni-cor-nio lo esperaba abajo.

Cerró la cortina y corrió a ocultarse entre las cobijas mientras gritaba una y otra vez. Juana entró corriendo y tras encender la luz le riñó por escandalizar.

—Sus padres están en casa. Guarde silencio que no les gusta escucharlo gritar.

A él tampoco le gustaba escuchar la voz de su padre. Siempre renegando de su presencia, de que hubiera nacido con vida. Era una vergüenza. Lo escuchaba detrás de la puerta y eso le dolía más que cuando le faltaba la respiración. Juana se sentó en el sillón cerca de la cama prometiendo quedarse hasta que se durmiera otra vez. No supo cuando fue eso, lo cierto es que al abrir los ojos, el día clareaba y su u-ni-cor-nio se había marchado.

Sin embargo, volvía a cada momento. Juana se desesperaba tratando de alejarlo de la vidriera mientras él golpeaba el cristal llamando a aquella criatura tan hermosa, que no obstante, le daba tanto miedo.

Escuchó a Juana conversando con su madre en el pasillo, aconsejándole que mandara poner barrotes fuera de la ventana pues le preocupaba que su insistencia por estar tras ella ocasionara un accidente fatal algún día.

Los barrotes no llegaron jamás. Pero el u-ni-cor-nio sí, constantemente lo visitaba, a todas horas, cada vez por más tiempo, tanto así, que terminó por perderle el miedo.

Una noche despertó a consecuencia de los gritos de sus padres que se culpaban mutuamente porque él había llegado a la vida para ultrajarlos con su incapacidad. Caminó hasta el ventanal buscando a su amigo. Estaba acostado con la mirada fija en él, se puso de pie enseguida, los ojillos negros le brillaban como las estrellas. Sintió deseos de bajar para tocar su pelo blanco, seguramente sería suave como el algodón. Caminó hasta la puerta para salir pero estaba cerrada por fuera. Además, ellos seguían discutiendo del otro lado. Sin pensarlo dos veces retrocedió hasta el otro extremo del cuarto para después correr con todas sus fuerzas directo al cristal. El estallido de los vidrios con el impacto detonó como un trueno infernal.

El u-ni-cor-nio corrió hasta él interceptando su caída mientras el chico se  aferraba a su cuello con firmeza para no resbalar mientras el animal galopaba hacia la verja, que junto con la enorme y altísima barda delimitaban la propiedad como si se tratara de una fortaleza. Pudo el niño ver las tres siluetas mirando hacia abajo impactados con la escena brutal que aparecía a través de la ventana rota. Su padre, con el mismo gesto impasible de siempre, su madre con el rostro bañado en llanto, Juana con la reprobación reflejada en sus facciones.

Todavía pudo levantar la mano con dificultad para decirles adiós antes de saltar la puerta para cabalgar en su u-ni-cor-nio hacia la libertad. Irían a un valle lleno de flores de colores y gente feliz. Donde no había padres a los que les causara vergüenza su presencia, ni paredes, ni puertas cerradas por fuera para evitar que al salir molestara con su infame apariencia.

Se acercaban a su destino. El u-ni-cor-nio era suave como la seda, de su crin de colores se desprendían luces brillantes, los cascos al golpear en el suelo hacían el mismo sonido de los tambores. Podía verlo, el valle estaba frente a él. Había una cascada cuya caída resonaba mezclándose con las carcajadas sonoras de tantos niños que jugaban alegremente. ¡Sí! ¡Los veía!...Dios mío, ¡eran idénticos a él! los ojos rasgados, la misma nariz, la comisura de la boca... ¡Cuánta felicidad!

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