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“Solía decírtelo cada mañana:
tu cuerpo no es fuerte,
no es buena tu tos...”

Pablo Milanés

Leonardo: En realidad no sé por qué te escribo esta carta, pues quién sabe si la llegue a enviar hasta donde estás, tan lejos. Pero lo hago más que nada para contarte lo que me pasó ayer de terrible. Sí, quizá por mi propia culpa, por seguir recordando nuestra situación, empecinada como esos porfiados que se bambolean sin descanso apenas una los toca.

Es que, claro, todo estaría bien de no ser por la enorme distancia que nos separa y que no imaginas siquiera cuánto me pone nostálgica, cuánto me mata. Empecé acordándome de cómo nos habíamos conocido, a los dieciséis, cuando llegué a ese grupo parroquial y te impresioné tanto que no pudiste despegarte de mí por un buen tiempo. Me hablabas en las reuniones, me mirabas en los retiros, ibas a visitarme a mi casa y hasta me perseguías por la calle, invitándome a salir.

Sólo que yo no quería tener enamorado. Me encontraba tan bien yendo a fiestas con mis amigas, conociendo una inmensidad de chicos, viviendo sin preocupaciones, que estar con alguien era lo último que pensaba. Luego abandoné el grupo y no supe más de ti. Y, cuando regresé, al cabo de siete años, tú ya no estabas. Hasta que, al vernos de nuevo en una fiesta de reencuentro del grupo, fui yo la que quedó prendada. Sin embargo, por ese tiempo, tú te dedicabas a jugar con todas las que se te cruzaban por el camino. De quién sería la culpa sino de tu ex, la tal Fiorella, que te engañó miserablemente y te dejó sin ganas de tomar en serio a cualquiera, y eso me daba miedo, ¿comprendes?, no quería ser una más de tu lista.

Ahora le doy gracias al vino de la fiesta siguiente, que nos desinhibió e hizo que tomáramos valor para besarnos y descubrir así que había llegado el momento de estar juntos. ¿Sabes?, te adoro como eres, incluso con ese deseo loco, obstinado, de convertirte un día en escritor. No aquí, me decías, no en esta ciudad, que asfixia a quien tiene ese sueño, sino en Europa, a la cual te fuiste, y, si bien se me partió el alma, yo lo acepté, con la idea de que así te ayudaría a realizarlo. Ése fue el motivo por el que, en el aeropuerto, me tragué mis lágrimas y borré los pucheros de mi boca, jurando que esperaría hasta que volvieras y me llevaras contigo. Es que, claro, además, ya era tu esposa.

¿Recuerdas la sorpresa en la cara de todos, cuando anunciamos lo del matrimonio? Muchos sólo lo aceptaron con la invitación en la mano. Sí, pues, quién iba a creerlo, si apenas teníamos unos meses de enamorados. En mi casa decían que no me apresurara, que más bien desconfiara de tus sentimientos, de los míos. ¿Acaso contaban con que el nuestro era un amor reposado, fuerte, de esos que llegan después de haber vivido lo suficiente como para querer una relación estable?

El día de la boda, por supuesto, fui muy feliz, pero al pensar que con las mismas te irías como que me desdibujaba la sonrisa del rostro. Sabía que nada podría compararse con la angustia de no verte y sentirte, que hasta ahora me deja casi sin voz, sin consistencia, realmente vacía. Bueno, serían como las tres de la mañana cuando acabé preguntándome lo mismo: si te olvidarías de mí, si te conseguirías una de esas europeas desfachatadas y me mandarías los papeles del divorcio, pues, a pesar de que me dijeras lo contrario por teléfono y en tus cartas, quién me aseguraba que no. ¿Acaso podía estar tranquila con esa manía tuya de experimentar cosas nuevas y acumular recuerdos para tener luego de qué escribir? ¡Cuánto me martirizaba el hecho que pudieras quedarte atrapado en uno de ellos, como en el de Fiorella, por ejemplo!

Digamos que, antes de tu partida, ésos eran momentos en los que no te comprendía, porque en mi mente se daba siempre lo que en el mar de la ciudad. ¿Recuerdas las tardes que pasábamos en el puerto, tirados en los botes, contemplando la techumbre de nubes sobre el océano? Un día le preguntamos al tipo que nos llevaba por qué en algunas ocasiones las aguas olían como a muerto y se opacaban hasta tomar el mismo color gris del cielo y él nos explicó que el mar se renovaba cada tres días y botaba a la orilla todo lo malo, y que, al cabo, uno podía verlo brioso y vivo otra vez.

Mi mente también funcionaba así. Expulsaba todo lo malo para no contaminarme, para no hacerme daño. Sin embargo, esto no ocurrió ayer, pues, desde que te fuiste, perdí la destreza y terminé pareciéndome a ti, sí, un ser melancólico que vivía de sus recuerdos. Entonces empecé a ahogarme y a toser. Los doctores siempre me advirtieron, desde niña, que a veces no era este clima de porquería, tan húmedo y nublado, lo que me empeoraba, sino mi propia emotividad. Por eso y a pesar de ya no ser como antes, me dije que esto pasaría rápido, que era sólo cuestión de no pensar, y me senté tranquilita a los pies de mi cama, acomodando el cuerpo para respirar mejor del aire que mi hermana, que dormía al costado, me robaba sin sospecharlo. Pero, en vez de calmarme, me puse a llorar y a toser más fuerte. Y, al ver que hasta temblaba de escalofríos, me paré como pude y, mareada, dando tumbos de aquí para allá, sin preocuparme siquiera de encender la luz, fui al baño con la idea de vomitar, confiando en que eso me aliviaría, que como siempre expulsaría la flema que obstruía mis pulmones.

Mientras me retorcía de dolor sobre el inodoro, sospechando cómo todo estaría infectándose de aquel líquido pegajoso que caía de mi boca, tuve por primera vez la sensación de que podría ocurrirme algo malo y que nadie se percataría del asunto, como cuando años atrás tomé las pastillas para matarme-¡cuánto me ha hecho sufrir esta maldita enfermedad!-y ninguno se dio por enterado hasta que desperté a los dos días. Luego, caminé hasta el patio y el aire fresco golpeó mi cara y me despabiló e, incluso, comencé a respirar mejor y, por eso, para seguir reponiéndome, ya no pensando en la lejanía, sino en las cosas tan bonitas que habíamos pasado juntos, decidí que lo más sabio era regresar a la cama y dormir. Y, entre sueños, encontré a mi padre, que como sabes murió de la misma enfermedad. Aunque no veía su rostro, algo me decía que esa sombra indefinida frente a mí era él. Sentía que me abrazaba y frotaba mi espalda, como si pretendiera evaporar así el mal de mis pulmones, y, con su voz que jamás escuché, me aseguró que le dolor acabaría muy pronto y que ya no sufriría más, que él había venido para llevarme. Yo le repliqué, con lágrimas en los ojos, que él no era nadie para decidir eso y me solté de sus brazos con violencia.

Al despertarme, lloraba de verdad y no porque la muerte me aterrara. ¿Recuerdas que te conté que una vez me desmayé en el trabajo y que, después, en el hospital, estuve unos diez segundos clínicamente muerta? Bueno, si tú no sabes lo que es eso, yo sí; es como si entraras en un espacio repleto de siluetas vacías, de gentes huecas que caminan sin rumbo fijo. ¿Has visto? Si ya la conocía, no tenía por qué asustarme, ¿no? Sólo que ahora era distinto. El destino no podía jugarme esta mala pasada, impedir que continuáramos siendo tan felices. Y de llorar pasé a ahogarme peor. Un ronco silbido oprimía mi pecho y mi nariz se había cargado de una sólida mucosidad.

Intenté llamar a mi madre, que dormía en el cuarto de al lado, pero, al notar que la voz no me salía, mis nervios acabaron de quebrarse y mis lágrimas aumentaron todavía más. Ya estaba convencida de que moriría y que nadie se daría cuenta. Minutos después, mi madre se apareció en la puerta de mi cuarto y me preguntó, de mala manera, si ya había tomado el jarabe, no si me encontraba bien o si necesitaba algo. Yo le contesté, furiosa, que apenas si podía respirar, cómo pretendía que lo tomara.

Mi hermana, que había escuchado todo, intervino para decirle a mi mamá, con las palabras veladas por el sueño, que se fuera a dormir tranquila nomás, que por qué se preocupaba si a veces yo sólo exageraba para convertirme en el centro de la atención (bueno, de chica sí, en ese momento no, ¡te juro que no!), y que a esas horas no habría ninguna farmacia abierta tampoco. Por eso, aguanté la respiración, totalmente dolida, y, fingiendo sentirme mejor, esperé que una volviera a su cuarto y la otra a dormirse.

Luego, empecé a cambiarme. Había decidido ir al hospital y no esperar que me sucediera lo inevitable. Atravesé la sala y el comedor, chocándome con las cosas, más por lo aturdida que por la oscuridad, y, cuando llegué a la puerta, comprobé que estaba con llave. Retrocedí y quise tumbarla, ¿cómo?, no lo sabía. Sólo atiné a prender la luz y la súbita luminosidad me despabiló los segundos necesarios para advertir que, a este punto, ya ni nuestros buenos recuerdos me devolverían la tranquilidad, la libertad que exigía mi pecho, pues todos terminaban recordándome que no estabas conmigo, que quizá nunca lo volverías a estar, y eso me entristecía y me ponía mucho peor.

Fue entonces cuando me invadió el deseo de morir de una vez. Sin embargo, por esa esperanza que incluso los más pesimistas guardan en su interior, me cuidaba de no volver a toser. Creía que, si ahora lo hacía, algo iba a explotar dentro de mí. No aguanté mucho y, en efecto, tosí y, sintiendo en mi boca el sabor inconfundible de la sangre, estuve a un paso de colapsar. Tal vez te preguntes ¿y la medicina? Aparte del jarabe, que en ese instante no hubiera servido para nada, no había ni una maldita pastilla en toda la casa. Sí, lo sé, había sido una irresponsable. ¿Acaso quería morir de verdad? Por supuesto que no, tenía más bien que viajar, ayudarte a que fueras escritor y, por qué no, envejecer contigo. No podía quedarme allí parada sin hacer nada, ¿no? Me sequé los ojos y crucé la sala y, cuando llegué a su cuarto, le pedí a mi mamá que se despertara, pero ella no se movió y yo, lo confieso, quise patearla, matarla, no sé, para que reaccionara. Hasta que grité con una especie de gruñido y ella se levantó de golpe, muy asustada, y, revolviendo la habitación, dijo que se cambiaba e iríamos al hospital. Mi hermana continuó durmiendo.

En la calle, el cielo encapotado que se miraba por las ventanillas del taxi era de un color gris tan deprimente que parecía obstinado en prolongar mi tristeza. Además, lloviznaba bastante y, como siempre, con esa lluvia delgada, a medio hacer de la ciudad. Ingresamos al hospital por el pabellón de emergencias. Mi mamá fue a pagar la consulta y, a su regreso, se sentó a mi lado y, lloriqueando, empezó a recordar a mi papá. La cogí de la mano para consolarla y se la estrujé con cariño, y ella, alarmándose aún más, me hizo notar que las mías estaban muy frías. Le dije que no se preocupara, que nada malo me iba a ocurrir, pues observar a esa ruma de enfermeras corriendo de aquí para allá y el hecho de estar en un lugar donde, seguro, me atenderían, revolvía mi cerebro de cosas positivas, y le sugerí que me haría un gran favor si me dejaba sola. Ella se fue sin protestar y se instaló en una salita de espera contigua.

En ese momento, una enfermera de cara rabiosa se me acercó y me preguntó qué tenía. Al cabo, me puso la inyección y, de pronto, todos los vellos de mi cuerpo se erizaron con un rápido escalofrío y, después, me asaltó esa rara mixtura de nerviosismo y depresión, producto de la medicina, que, a la larga, con el adormecimiento, me sanaría.

Así estaba, medio atolondrada, cuando trajeron a un señor en una camilla. Tendría unos ochenta años y las arrugas le plegaban la cara por debajo de la ruidosa mascarilla de oxígeno, conectada a un viejo balón que habían colocado entre sus piernas. El tipo yacía delante de mí, el gesto crispado por el susto, y durante un rato nadie reparó en él. Sólo cuando empeoró, diciendo que se ahogaba, un enjambre de médicos lo rodeó y, echándosele encima, le controlaron los latidos, el pulso, la presión. El señor se notaba muy confundido, todos le hablaban a la vez: no era nada, algo sin importancia, ¿había entendido?

El continuo traqueteo de la puerta me permitió ver que sus familiares, en la salita de espera, tenían expresiones, si no afligidas al menos preocupadas, y yo comencé a rezar con bastante fe y más por el anciano que por mí. Hasta que, al improviso, hubo una especie de revoloteo mayor, en el que el viejo daría a entender que, a pesar del oxígeno y la preocupación, había iniciado el viaje para el cual quizá no estaba preparado, pues gritó y torció el cuerpo de una forma tan espantosa que alarmó a todos: en mí destrozó los nervios que aún quedaban en su sitio y a los doctores los obligó, cuando se calmó sin dar señales de vida, entre un vocerío alocado de enfermeras, a darle golpes violentos en el pecho y a ponerle encima aquellas planchitas metálicas que lo harían saltar.

Fue inútil. Ni siquiera los ojos del anciano, donde se veían unas últimas lágrimas resignadas, habrían de reaccionar. Algunos médicos bajaron la cabeza y maldijeron, otros suspiraron agotados. Una enfermera salió en seguida a consolar a los familiares del viejo, quienes se habían entregado a un llanto quedo.

¿Te imaginas cómo estaba yo? Más que acongojada, destruida, y sin poder detener la tembladera atroz que me entró en vez de la modorra y el sueño. Dónde estabas, Leonardo, cuando los doctores me rodearon, formando el enjambre nuevamente; cuando las enfermeras me inyectaron un calmante, mientras yo les pedía llorando que me cuidaran para ti; cuando me pusieron la mascarilla de oxígeno y empecé a debilitarme, a sentir que mis músculos se aflojaban, como si estuviera a punto de volar, y a ver a los otros como meras siluetas deformes; y, más, cuando reparé en las caras a mi alrededor, pensando en ti, Leonardo, buscándote.

Al despertar, me encontraba mejor. El aire se internaba libremente en mis pulmones y el pecho ya no me dolía. Juré entonces que no volvería a comportarme de esa manera, no, y que te esperaría, en cambio, tranquilita, ocupando mi tiempo con el trabajo y los amigos y, por qué no, con nuestros buenos recuerdos. Pero todo fue tan rápido, Leonardo: sorprenderme reposando en esa caja acolchonada, ver los rostros descompuestos de mi madre y de mi hermana, y el desconcierto en la gente que terminó siguiéndome por calles y avenidas, llegar a mi nueva casa de laberintos y muros iguales, con ese olor extraño, como en aquellos días cuando el mar se purifica, subir y, aquí en lo alto, sentir la caja deslizándose, entre quejidos incrédulos, en este hueco estrecho y polvoriento y, de pronto, la tapia de cemento, la inscripción refinada y las flores y, en torno a mí, un vacío infinito, de hombres huecos, y, en mi antigua casa, el café, las galletas y el licor, y tu ausencia, Leonardo, sobre todo, tu ausencia.   

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