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Las noches de agosto rara vez se tornan largas, casi siempre pasan rápido, entre vigilia y descanso. El silencioso aroma a desencanto y la bramante noche invernal son a veces la suma perfecta para conciliar el sueño, a veces eterno. El calor del fuego, sus brazas y el hollín le dan un sabor agridulce y atenuante. Ni hablar de los candelabros y telarañas, hijas del anhelo teológico del señor.

En él se posan cada noche tres velas de cera, blancas, puras en esencia. Se encienden al caer el sol, en el crepúsculo diario de lo que hoy es Escocia. Tierra llena de ríos y canales abiertos que se pasean por aquellas tierras anglosajonas. No es extraño advertir sobre la gran cantidad de personas agrupadas en multitudes que se juntan unas con otras en forma de lágrima a lo largo de la catedral. Con sus bancos vacíos al fondo y unos cuantos olvidados al frente, esperando a aquellos que no llegarán jamás.

 

Las tres velas hermanas que yacen dormidas en la gran mansión Shelby no acostumbran presenciar muchos sermones, como aquellas que viven en el clero. Se resignan ante la duda y viven mientras pueden, poco les interesa su trascender a lo desconocido. La menor, la más alta y nueva (las velas recién nacidas, a diferencia de los humanos, decrecen con el tiempo, en un intento de no caer ante el fuego de la muerte), es la única que se niega a aceptar el carácter mundano que sus hermanas inculcan a su pensar.

Ella sueña con viajes en barco por las islas de Borneo, el Atlántico Sur y los tantos que existen. Hace tiempo planea escaparse en alguna balsa o bolsillo para recorrer el mundo que le fue negado. Envidia con toda su alma al humo que sale de ella, a esa parte de su cuerpo que ahora es libre al no existir. Ve las llamas que la peinan, y sabe que algún día tendrá que decidir si quemarse o no. 

 

  La vida de una vela es dura, impenetrable; no son como los hombres que saben que se consumen pero ignoran cada señal. Cómo podría hacerlo ella, si esta misma la hace ser. La ve cada vez que se voltea y al voltearse deja de mirar; a veces es más fácil seguir viviendo que aventurarse a soñar. Se consolaba con sentir el viento en sus piernas y manos, imaginarias por supuesto pero muy reales para ella. Las marcas en su piel, que se derriten poco a poco, intentan mantenerse con vida en la base de su existir, en el candelabro inefable que tanto le niega su libertad.

 

El humo sobre su rostro, es el único que puede considerarse libre; libre de vivir, de volar y entre otras cosas de ser, solo ser. En muchas circunstancias, lo tomó como un otro para no sentirse mal de lo que ella piensa que es. En cierta manera todos somos parte de la misma voluntad, solo que manifestada de diferentes formas. 

  Al verlo marcharse día tras día empezó a tomarle cariño. Algo así como un amigo ficticio, como si fueran la misma persona. El humo muchas veces la invitaba a irse con él, pero el calor del fuego y de las llamas hacía dolorosa aquella transición. La vela se encontraba en una disyuntiva sin respuesta. Al charlarlo con sus pares, la miraron como si fuese una loca y castigaron con sus comentarios nefastos y desidiosos. No sabia que hacer. Si morir en aquel candelabro o escapar a una vida sin ataduras, sin vestigios de culpa ni tristeza. A una vida fuera de esa vida, insulsa e insípida como los Lagos del norte.

 

Una noche al llegar a la mitad de su recorrido, decidió no mirar atrás y sin despedirse de sus hermanas; se fusionó con el cielo llameante que era el fuego en su cabeza, y en un éxtasis de dolor y ardores, todo su cuerpo se tornó liviano. Como si su torso y pecho ya no fuesen nada; como si cada parte de su ser se estuviera desmoronando, huyendo por así decirlo de su lugar, perdiendo toda forma.

 

La vela ya no estaba, ahora era una bruma oscura, silenciosa, sin luz... ni siquiera tenía conciencia de quién había sido. Miraba sus pasos con desarraigo pero  extrañada a su vez. Como si algo le faltase, algo intrínseco e imprescindible.

 

A cada segundo que pasaba se borraba otro recuerdo. Sus manos y pies ya formaban parte de otra cosa, de otro humo anterior. Sus ojos y boca no eran más que polvo en el aire. Y así, dos minutos más tarde, la vela que se había transformado en humo no era nada. Solo el viento fue testigo de su transformación y acaso el Dios mismo que la llevó a ser lo que era. 

 

La relación que existe entre las velas y el humo es una amistad llena de porvenires. Ambos saben que son lo mismo, por lo menos en potencia. Pero ninguno de ellos quiere admitir que no serían nada sin el otro. La vela murió calcinada en el fuego y el humo nació de su calor.  Como si este mismo fuese el pasaje de la vida a la muerte y de la muerte a la otra vida. Más que fuego, yo le llamaría la razón de todo.

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