Nunca olvidaré aquella noche. Me encontraba sola, sin dinero, sin esperanzas y casi sin fe. En algún momento entre el café desabrido y el único mendrugo de pan que quedaba para acompañarlo, tomé a mi bebita en brazos y arropándola cuidadosamente salí a caminar sin rumbo ni dirección.
Recordé el rostro afable y dulce de mi abuela Marcelina que siempre me dijo que cuando el mundo se ponía flaco el mejor consuelo era mirar las estrellas. Fue entonces cuando reparé en que había llegado a la playa. Me senté frente al mar con mi Emilia y mientras ella cogía puños de arena yo me puse a mirar las estrellas. Pero enseguida volví a la realidad. No podía quedarme ahí soñando en tocar estrellas sabiendo que llegaría la mañana sin que hubiera nada para comer y con tantas deudas encima. Si por lo menos existieran los milagros…
-¡Eh tú! –gritó una mujer evitando con la intromisión que las lágrimas comenzaran a salir de mis ojos … otra vez -Tengo una fonda a unos metros de aquí y la ingrata de mi empleada se ha largado con el novio dejándome sola con todo el trabajo. ¿No te gustaría tomar su lugar? No es mucho lo que puedo pagar pero recibirías propinas y las tres comidas.
¡No lo podía creer!, llevaba meses buscando empleo sin conseguirlo y de pronto, el trabajo me llegaba prácticamente solo. “La doña” como todos le decían, estaba tan desesperada por ayuda que me dio el puesto a pesar de que tendría que llevar conmigo a la niña. Cuando llegué a casa, al quitar la cobija que cubría a Emilia para acostarla descubrí que entre sus manos tenía ¡Una estrella!…Una auténtica estrella de Mar… ¡Y yo que pensé que no se podían alcanzar las estrellas!
Elena Ortiz Muñiz