Aprender a conducir un automóvil es conocer la vida kilómetro a kilómetro.
Cuando era una adolescente mi hermana mayor me dio las llaves de su carro y me retó a sacarlo de la cochera, lo hice y por supuesto choqué, nunca en mi vida había siquiera encendido el motor de un auto así que era de esperarse lo sucedido. Desde entonces no quise saber nada acerca de conducir, en ese tiempo vivía en la capital donde el transporte público es ilimitado y puede uno elegir trasladarse en autobús, en taxi, en metro, en trolebús o hasta en bicicleta. Era feliz en mi condición de peatón porque además tampoco tenía hijos ni grandes responsabilidades. Mi mayor preocupación era llegar a clases a la hora fijada y acudir a mis citas sociales puntualmente.
El tiempo y las circunstancias me trajeron varios años más tarde a vivir a Guanajuato que a pesar de ser también la capital del estado es en cierta manera un “pueblito” porque aún conserva la calma de sus días, el sosiego de la provincia y la tranquilidad de quienes no esperan más de lo que tienen, a diferencia del DF, en donde todo mundo corre casi histéricamente y cada minuto cuenta como una hora perdida. Acostumbrarse a la parsimonia es algo difícil pero no imposible aunque en cierta manera sí resulta complicado, sobretodo cuando se tienen hijos y para llevarlos al colegio hay que padecer los tiempos ajenos. Recuerdo que el primer día salimos de casa a las 6:00 en punto para llegar al Colegio a las 7:00 ¡Gran error! El primer autobús pasa a las 6:30 –si quiere- y tarda en hacer un recorrido de veinte minutos un promedio de cincuenta porque el chofer se da el lujo de quedarse platicando o hasta de bajarse a comprar su desayuno. Entonces solo quedan tres opciones: caminar hasta el otro extremo de la ciudad con todo y niño cargando una mochila repleta de libros, tomar un taxi -mismo que a veces solo se detiene para hacerte saber que no te llevará- y rezar para que pase alguien conocido en auto y se ofrezca a llevarte –lo cual tampoco era una seguridad porque a veces se limitaban a saludar solamente con la mano y háganle como puedan-. Llegar al Colegio, pues, era todo un triunfo, una vez que el chiquillo se quedaba en clases me regresaba caminando a casa. A las 12 ya estaba en camino otra vez, ahora sí en autobuses –había que tomar dos de ellos- para llegar casi derrapando a la puerta a las 2 en punto, hora de salida, reitero, en automóvil ese recorrido se hace en 20 minutos.
Emprendíamos el regreso tratando de hacerlo lo menos tortuosamente posible aunque jamás conseguimos llegar antes de las 3:30 a casa. Cuando además, comenzaron las lecciones de violín y había que regresar a ese mismo rumbo una hora después un día a la semana la historia se dificultó aún más. Muchas veces optamos por quedarnos a comer en el centro o por hacer picniks forzados en la Presa junto a la escuela para no liarnos más, pero las cosas por supuesto que eran y son más difíciles que eso. Con todo, logramos sobrellevar las circunstancias.
Como un milagro divino llegó mi hija a nuestras vidas y a la par de ello decidimos cambiar de escuela. Pero…aunque ésta se ubicaba más hacia nuestro rumbo había que tomar carretera y los camiones escolares, también a diferencia del DF, no llegan hasta la puerta de la casa sino que es uno el que debe acercarse al punto más conveniente de acuerdo a su ruta, lo cual nos obligaba, de todas maneras a tomar autobús o caminar, aunque mucho menos que en el anterior colegio.
Lo inevitable se hizo evidente: había que ahorrar para comprar un automóvil y que yo aprendiera a manejar para facilitarnos la vida a todos. Y aquí cobran más fuerza mis reflexiones. Fue durante unas vacaciones de Semana Santa cuando iniciaron mis lecciones de manejo. Dos noches antes el temor a no poder hacerlo me impidió dormir, el carro estaba ya ahí, sabía que el esfuerzo para adquirirlo no había sido poco pero me aterraba no poder controlarlo como me sucedió durante mi adolescencia ¿Y si atropellaba a alguien? Eran mis hijos los que vendrían conmigo ¿Y si ponía en peligro su vida a causa de una distracción? ¿Y si…..? ¡Cuán complicadas vuelve uno mismo las cosas! Llegó el gran día, mi maestro de manejo también y a pesar de mis nervios todo resultó bien, lo encendí, logré entender la mecánica de los pedales ¡lo moví! ¡Guau! Llegué a casa sintiéndome contenta conmigo misma, había logrado algo que jamás pensé conseguir, así que los siguientes días pude progresar positivamente, para el Viernes ya era capaz de manejar a baja velocidad por la carretera panorámica que rodea la ciudad, había vencido una de mis inseguridades más poderosas y me sentía invencible por ello.
Hasta que el fin de semana al ir a practicar mis lecciones subieron conmigo acompañantes y las críticas no se hicieron esperar: “No lo enciendas así” “Si pisas el clutch más de lo necesario lo vas a desgastar” “Frena aquí” “No des las vueltas de esa manera” “¡Cuidado!” finalmente los nervios me traicionaban, el auto se me apagaba al pisar mal el clutch en los lugares más inconvenientes y aquello terminaba siendo una verdadera tragedia. Mientras que yo me sentía tan mal por lo sucedido, tan inútil y con un sentimiento de tristeza muy profundo.
El siguiente lunes no hubo progresos, estuve a punto chocar contra un poste y la frustración comenzaba a invadirme, las clases que originalmente durarían dos semanas se extendieron durante mes y medio.
Manejar se volvió una pesadilla pues además me di cuenta de que aún en pleno siglo XXI sigue predominando la estúpida idea de que mujer al volante es un estorbo y padecí, a veces lo sigo haciendo, el acoso de conductores que por ese simple hecho aumentan la velocidad y se pegan angustiosamente al automóvil para obligarla a una a ir más rápido y a salir del camino en la primera oportunidad para después, una vez que están delante, disminuir al máximo para hacer desesperar y en cuanto pueda uno rebasarlos volver a acelerar para impedir que se retome el carril poniendo con esto en riesgo la seguridad de todos. Accidentes así son clásicos en la carretera panorámica de Guanajuato y han cobrado vidas sin que por ello las actitudes cambien.
De la misma forma la intolerancia de quienes ya saben conducir y no tienen paciencia con las personas que apenas están aprendiendo o lo hacen de manera visiblemente insegura está a la orden del día. Por esta simple razón se es merecedor de insultos, malas caras y groserías. Hubo una época en que mi hijo estuvo yendo a tomar clases de violín a Dolores Hidalgo, para viajar de Guanajuato a Dolores hay que circular por una carretera estrecha y de doble sentido que atraviesa la sierra, en esa vialidad se corre el peligro de que las personas que tienen ganado lo dejan pastar libremente y muchos accidentes se han generado gracias a las pobres vacas, que como animales que son, se atraviesan de pronto y terminan agonizantes en el asfalto junto al sorprendido y sangrante chofer. Era temporada de lluvias, por lo tanto la neblina baja y las montañas se deslavan. Cuando anuncié que iría y vendría diariamente de allá los comentarios no se hicieron esperar: “Se van a matar” “¿Cómo vas a circular por esa carretera tan peligrosa diariamente” “Las vacas…la neblina…la lluvia… el sol…los otros autos…” Todo influía menos mi capacidad y sentido común. Para nuestra mala suerte ese primer día de viaje tuvimos la mala fortuna de que cayó una tromba en el justo momento en el que entramos a la sierra. La lluvia era tan espesa que no se lograba distinguir el camino ni las curvas ni nada. Segundos antes de que granizara terriblemente logré encontrar un recodo en el camino en el que me orillé para esperar a que la lluvia amainara, el granizo apareció, el agua comenzó a subir hasta las puertas del auto y el cerro junto a nosotros a deslavarse. Mi hijo, aterrorizado, comenzó a llorar y a pedirme que nos regresáramos, que ya no quería ir a ningunas clases. Obviamente yo también estaba aterrada, tenía miedo de que el agua nos arrastrara hasta uno de los muchos barrancos que hay en el camino o de que las rocas y el agua averiaran el auto y nos quedáramos atrapados ¡Yo también quería llorar! Pero no podía darme ese lujo porque si perdía la calma, él la perdería también. Así que con una firmeza y seguridad que estaba lejos de sentir le dije: Tranquilízate. No hay problema. Vamos a salir de aquí y vamos a llegar a tus clases a tiempo.
Giré la llave temiendo que el auto no arrancara pero afortunadamente sí lo hizo, me puse en marcha con la tormenta sobre nosotros aunque con mayor visibilidad, a unos metros encontramos las luces de los otros autos que circulaban en caravana y a partir de ahí todo fue tan bien como las piedras deslavadas, el piso resbaloso por el hielo del granizo, el agua y la niebla nos lo permitieron. El regreso a casa nos tocó emprenderlo detrás de un camión de pasajeros que sirvió de faro y guía y bendito sea Dios, fuimos y regresamos con bien, no solo ese día sino también los meses siguientes hasta que todo terminó.
Pero volviendo a la historia del colegio en el que actualmente sigue estudiando, ahora, mi pequeña. Está ubicado exactamente atrás de un punto turístico en la ciudad, para quien no conoce Guanajuato les explico que sus calles son angostas, inclinadas, normalmente empedradas y muchas de ellas de doble circulación así que en caso de toparse de frente con algún vehículo uno de los dos debe retroceder pero casi nadie cede y entre el intercambio de palabras altisonantes los carros se acumulan en una dirección y en otra, además, en esta zona en específico la cuestión se complica porque al ser un punto turístico esas calles se llenan de autobuses y camionetas repletas de visitantes tan ávidos de entrar a las tiendas y comprar chucherías que se atraviesan sin precaución, mientras los choferes solo piensan en la comodidad de sus pasajeros y en obedecer sus deseos para ganarse a pulso la propina deseada, por lo tanto, no les molesta detenerse en seco en plena carretera de subida y a media curva hasta que todos terminan de tomarle fotos a la ciudad, ni tampoco les incomoda detener el tránsito por horas, echar el camión encima aunque sepa de antemano que por esa vereda no cabrán los dos vehículos, entre otras lindeces. A esto hay que agregarle que somos un centenar de vehículos los que desembocamos en la zona a esa hora para llegar por nuestros hijos. Nunca bajé el auto hasta la puerta de escuela sino hasta que me sentí segura de poder hacerlo prefiriendo dejarlo estacionado antes de la calle estrecha y caminar para evitar accidentes y riesgos. Muchos me veían como bicho raro ¿Caminar teniendo auto? Pero el caos que se generaba cuando los chicos comenzaban a salir era una cosa espantosa. Fui testigo de choques terribles, los autos pasaban a toda velocidad por el camino empedrado cuesta arriba y estrecho sin tomar precauciones con quienes caminábamos en él.
Cuando decidí que era tiempo de bajar en auto, comencé a notar que el problema vial en esa zona era un conflicto generado por nosotros mismos con nuestra intolerancia. Personas que llegaban a la hora en punto y querían salir al segundo, otras que detenían sus vehículos a media calle para ponerse a platicar, las maestras que no dejaban salir a los niños a tiempo contribuyendo al caos, los vecinos furiosos por no poder llegar a sus casas con la comodidad que merecían. Todo el mundo volteaba a mirar hacia otro lado con indiferencia pensando “No es mi problema” en tanto la histeria, los choques y los conflictos se incrementaban día a día. Me tocó atestiguar como una mujer gritaba inmisericordemente a la abuelita de uno de los niños hasta casi hacerla llorar porque no lograba arrancar su vehículo que se quedó atascado a la mitad de la empedrada calle bloqueando la circulación lo cual me llenó de furia.
Por la mañana, al sacar el carro del garage debo hacerlo con gran cuidado porque aunque es evidente que no tengo una buena visibilidad y estoy circulando de reversa la gente que va pasando se atraviesa, de pronto pasan niños corriendo y los carros que van de subida o bajada siguen su camino sin frenar ni un poco. Una vez afuera lo que sigue es una Y griega que desemboca en la parte baja de la calle, el lado derecho es para bajar, el izquierdo para subir, así lo señalan sendos letreros metálicos en el principio y final de esta vialidad, esto debería ser suficiente para que no hubiera problemas ¿verdad? ¡Pues no! Los autos, camiones, motocicletas y hasta el trasporte de pasajeros sube por el camino por el que se debe descender y baja por el que es de ascenso y encima se enojan porque uno les sale de frente cuando ellos son los que transgreden las leyes ¡Uf!. Después se llega a una calle igualmente estrecha con un pequeño tramo de doble sentido que va a dar a otra Y griega donde de igual manera la derecha es para bajar y la izquierda para subir. Ese tramo común antes de ella consta de unos pocos metros en los que la circulación es de ida y vuelta pero si uno espera educadamente a que los autos pasen éstos bajan la velocidad, se frenan a la mitad para platicar o hasta tienen el descaro de bloquear la calle para entrar a la tienda sin ningún respeto por los demás. Cuando por fin haz conseguido salir del barrio existe la opción de tomar la panorámica o de circular por la calle que desemboca en el centro, si se elige la primer opción entonces aunque sea CARRETERA y esté plagada de curvas cerradas uno encontrará autos estacionados a medio camino, padres poniendo a sus bebes a dar sus primeros pasos al término de las curvas, camiones repartidores bloqueando el paso y la visibilidad, puertas de vehículos abiertas, gente caminando sin prisa ni preocupación por un camino que es para autos, los camiones urbanos a toda velocidad invadiendo el carril peligrosamente sin frenar, deportistas corriendo a lo largo y ancho, motocicletas sobre las que circulan personas sin casco o hasta familias completas –incluyendo bebés- a toda velocidad o demasiado lento y bicicletas haciendo malabares sin precaución.
Bueno, entonces quizá sea mejor tomar por el centro, pero no, no lo es. Se encuentra uno con las mismas cosas y algunos factores más: mayor tráfico y peatones atravesándose por todas partes junto con los ya mencionados grupos de turistas. En estos caminos de Dios, además, puedes encontrar vacas, chivos, ardillas, víboras, palomas o hasta toros entorpeciendo el tráfico.
Las intermitentes son las más socorridas porque con solo encenderlas se sobreentiende que uno puede detenerse donde quiera, bloquear las calles sin ningún problema, estacionarse donde sea y hacer lo que se le venga en gana ¿Dónde dice eso? En ninguna parte, pero para el 90% de las personas es la ley. Mientras no sea uno el que se detenga, claro, porque entonces sí la sinfonía de bocinas y los gritos no se hacen esperar.
Si llegaron hasta aquí les agradezco su paciencia y aprovecho para aclararles el verdadero sentir de este escrito pues pareciera de pronto que es un pliego de quejas y lamentos, todo lo contrario, pretende ser una reflexión, no estrictamente vial sino personal.
Manejar un auto es sinónimo de vida. Cuando uno conduce está gobernando su existencia.
Cuando somos adolescentes queremos comernos el mundo a mordidas, no tenemos un claro sentido de la responsabilidad, nos creemos intocables, eternos e invulnerables pero la vida se encarga de mostrarnos todo lo contrario como me sucedió a mí aquella tarde en que el flamante carro nuevo de mi hermana quedó como acordeón sobre el carro del vecino.
Hay que aprender a correr cuando es necesario hacerlo pero también a tener calma y sosiego cuando las situaciones lo requieren, la vida es un camino lleno de vías rápidas y lentas, hay señales que nos indican el camino acertadamente, otras que muchas veces no vemos o no les prestamos atención hasta que erramos y hay que revirar.
Otro aprendizaje que he obtenido es que se deben disfrutar los caminos, aprender a domarlos pero también a amarlos con todo y esas contradicciones que tantas veces nos exasperan en demasía. Cuando no podía avanzar hubo quien me avanzó, cuando me sentía sola apareció quien me ayudó recordándome que por mucho que otras personas me hubiesen dañado en el pasado hay un presente cuyo recorrido puede ser infinitamente más ligero.
En esos interminables y pesados recorridos con mi hijo de la escuela a la casa y de la casa al colegio antes del auto, platicamos tantas cosas, aprendimos a descansar, disfrutamos sentándonos en la banca de una plaza para alimentar a las palomas o simplemente mirar el agua de la fuente. Durante esas comidas al aire libre forzadas qué sabrosos emparedados comíamos y cuánto amor surgía de ambos. Llenamos nuestras soledades, sanaron muestras heridas a fuerza de caminar hombro con hombro, hasta que un día, descubrimos que ya no había dolor y fue cuando todo cambió. Pasamos a otra etapa en nuestras vidas en donde ya no era necesario recorrer tanto ni emplear demasiado tiempo en ello porque ya no era necesario, debíamos ocupar nuestro tiempo ya en otras cuestiones fundamentales, nos esperaban cosas nuevas y se abrían puertas distintas que hubiesen quedado en el olvido si no nos hubiéramos arriesgado al cambio.
Tras el volante las personas muestran su verdadera personalidad, están aquellos resentidos que buscan problemas donde no los hay con cuanto auto se cruzan en el camino. Los iracundos que maldicen y vociferan con cualquier pretexto. Los serenos que se llevan la vida con calma y tranquilidad pésele a quien le pese. Aquellos que prefieren dejar pasar la existencia de largo. Los que conducen embriagados y velocidades extremas como buscando terminar con todo de una vez. Los que pueden manejar por años y nunca terminan de aprender del todo. Y hay quienes conducen con madurez, seguros de sí mismos y con la convicción de saber hacia dónde se quiere llegar y lo que debe hacer para lograrlo. ¡Benditos recorridos infames! Porque a través de ellos aprendemos también.
Esa tarde en la que la señora histérica hizo pasar un mal momento a la pobre abuela afuera de la escuela, me senté a escribir algo que se llamó EL CONFLICTO VIAL LO ESTAMOS HACIENDO TODOS en donde expuse mis quejas en contra de los padres de familia intolerantes, la indiferencia de las autoridades escolares y sobretodo la falta de valores que estábamos mostrando frente a nuestros hijos con nuestras actitudes. Llegué una hora antes de la salida y aprovechando mi soledad lo pegué en plena puerta del Colegio –Ahora habrá quien se esté enterando que fui yo la culpable- Como resultado, la escuela tomó cartas en el asunto. Ahora me enorgullece llegar por mi hija cada tarde y ver el orden con el que entramos por los niños sin tener necesidad siquiera de bajarnos del automóvil, en fila, respetando los tiempos para subir y para bajar por el caminito empedrado sin poner en riesgo a nadie aunque claro, hay quienes se quejan y no están de acuerdo con el nuevo método porque no estamos acostumbrados a vivir en orden.
Empezar a conducir fue para mí como esa historia en que se celebra una competencia de ranas para ver cuál de ellas llegas primero a lo alto de una torre, el público asistente en vez de animarlas comenta lo difícil que aquello será y comienza a gritar que ninguna lo logrará. Una a una las ranas van desistiendo, menos la que logró llegar a la cima, es entonces que descubren que aquella ganadora era sorda. Mucha gente nos dirá lo complicado que será, nos enumerara los riesgos, nos hará sentir que no somos capaces. Entonces, aunque escuchemos a la perfección, hay que ser sordos e intentar e intentar y seguir intentando a pesar de la falta de tolerancia de quienes nos rodean. Así como también hay que tener presente que el que lleva el volante es quien carga con la responsabilidad y debe atender a su sentido común más que a los consejos de quienes solo van sentados al lado pero no llevan el peso de las circunstancias entre los pies y las manos, en la vida termina uno aprendiendo que uno es quien la vive y por lo tanto es uno quien decide los pasos a dar. Pero tampoco hay que olvidar, cuando encender el carro y ponerlo en marcha deja de ser un problema es necesario recordarlo todo para no hacer sentir mal injustamente a quienes circulan a su propio paso, sin prisas, con la precaución que requieren y al rebasarlas cortésmente brindarles una sonrisa para animarles a continuar. Muchas son las personas que dependen siempre de alguien más para moverse de un lugar a otro porque nunca aprendieron a manejar deliberadamente. Pero solo quienes hemos pasado por todo esto comprendemos la importancia de haberlo hecho. No es cuestión de dominar el auto, se trata de dominar la vida con sus laberintos y sus piedras, con el tráfico y la desidia, a pesar del clima y de aquellos que con prepotencia transgreden las leyes y olvidan la más mínima regla de cortesía haciendo la ruta más pesada gracias a su egoísmo, obligándonos a llevar a cuestas su la falta de sentido común.
Mientras fui un simple peatón no tuve mayores problemas, pero cuando mis manos se llenaron con la redondez de un volante y mis pies debieron coordinarse para avanzar es cuando de verdad aprendí a vivir sufriendo para terminar viviendo con entusiasmo.
Aquellos días en que ver el cielo nublado me hacía temblar pensando en que debería conducir bajo la lluvia, cuando hasta el viento me atemorizaba y padecía en mi mente una y otra vez las rutas a tomar dándole vueltas a los puntos álgidos en el camino, pensando en cómo lograría sortear los autos, las encrucijadas, los retornos y las vueltas quedaron atrás cuando fui descubriendo que las soluciones llegan a la par que los conflictos. Para vivir hay que lanzarse a la vida.
Siempre existirá quien nos grite a la cara “No se puede” pero también hay quienes desafían las reglas y demuestran que sí era posible. Entonces, un día, te sorprendes manejando con total tranquilidad en tu interior, meter y disminuir velocidades deja de ser un problema para convertirse en un acto gozoso porque logramos dominar, conseguimos llegar, supimos soportar, sentimos en pies y manos la fuerza de nuestra voluntad venciendo. Así me sucedió durante uno de tantos trayectos a través de la sierra. Comencé, casi sin darme cuenta a apreciar lo que me rodeaba. Aquellos árboles imponentes, las cabañas que aparecían entre el verde, los animales pastando, los ranchos esmeraldas con sus surcos bien marcados, el cielo azul sobre mi cabeza, el canto de las aves y el murmullo de las ramas, solo entonces, la tortura se volvió bienestar.
Hoy, cuando regresaba por esa complicada y difícil carretera panorámica. Después de haber sorteado las puertas abiertas, los corredores, los bebes dando pasitos en las curvas…con el vidrio abajo, sintiendo la brisa en mi rostro he mirado al cielo, el atardecer estaba a punto de morir. Entonces detuve el auto en uno de los miradores sobre la panorámica y me quedé con mis hijos observando el sangrado del cielo magistral hasta que el sol desapareció. Bajé del auto admirando el paisaje que me rodeaba en medio del camino y solo pude dar gracias a Dios por aquel momento…¿Acaso me equivoco cuando afirmo que aprender a conducir es aprender a vivir?
Elena Ortiz Muñiz