No fue el mejor de los principios. La noche anterior hubo fiesta y la cabeza le daba mil vueltas.
La primera imagen, abrumadora. Él nunca había visto nada semejante. El crucero esperaba paciente en las mansas aguas del Mediterráneo, mientras, los últimos pasajeros se apresuraban a dar el paso y dejar definitivamente la consistente y estable tierra firme. De este detalle, el chico apenas se percató y para él, ya era suficiente aventura el conseguir que sus párpados no se cerrasen de cuando en cuando.
Los primeros días pasaron rápidos, no había manera de gobernar ese sueño fulminante. Se había dejado llevar por la inercia de agotamiento producida por una fiesta mal reposada y más tarde, reposo en exceso. Con lo cual, sus aspiraciones en aquellas vacaciones de agosto se reducían a disfrutar del día a día, leer su novela de viaje y contemplar los puertos mediterráneos en los que el barco hacía escala.
Ese día había que madrugar. No es que fuera perezoso por naturaleza, sin embargo por la vida que había estado llevando los últimos días, le costó cuerpo y alma levantarse. Un poco de agua para hacer desaparecer ese aspecto de muerto viviente, unos vaqueros y camiseta cómoda serían suficientes para sobrevivir a la excursión. Se trataba de un pequeño pueblo al sur de Italia con un íntimo y agradable puerto. Al mirarse en el espejo, una extraña motivación invadió al joven y empezó a peinarse con su gomina, aquel día quería tener buena imagen. Ya estaba bien de estar tirado a todas horas.
Se cruzaron sus miradas. En una casi abarrotada sala, en medio de un barullo de gente que esperaba su turno para desembarcar, la vio por primera vez. De mirada divertida, con unos ojos que no recordaba haberlos visto similares, ni en tamaño ni en belleza, de cabello ni liso ni rizado, de color trigo y arena de playa. Como si de un tonto se tratase y exactamente así sintiéndose, giró la cabeza al percatarse de que llevaba un par de segundos mirándola. Después de ese sentimiento de torpeza, le invadió uno de vergüenza al reflexionar que había sido él quien había girado la cabeza y no ella. Se prometió que ganaría el siguiente duelo de miradas. Evidentemente, no lo hizo, y no fueron pocas las oportunidades que la muchacha le dio a lo largo del día.
Y como sólo ocurre en los libros y en las películas, sus miradas no pudieron volver a retarse en los días posteriores. Escudriñaba con anhelo la cubierta con la esperanza de encontrar algún indicio de aquella chica. Cualquier cabello dorado, rubio o castaño claro llamaba la atención del muchacho quien, teniendo que acercarse por su falta de visión, se desesperaba al confirmar que no eran esos ojos los que él esperaba encontrar.
De tal modo que pasaron los días y el barco arribó en la europea y asiática ciudad de Estambul. Tenía ganas, el sol naciente se alzaba entre los minaretes de las innumerables mezquitas que plagan la ciudad. Ese sol era especial, naciente en oriente que con su débil luz fundía dos continentes en una misma ciudad y mientras desayunaba y admiraba aquella escena tan sencilla, tan exótica y a la vez tan compleja y tan natural... Tuvo una fugaz sensación de emoción, aquello era bonito, y ya fuese por el azúcar del desayuno, o la sensación de plenitud que aquel ambiente le proporcionaba, sentía que ese día y esa ciudad, lo esperaban...
Y de nuevo, como sólo ocurre en los libros y en las películas, en su grupo de excursión se encontraba quien ya es de sobra esperado por aquel que esté leyendo o escuchando estas palabras. La Mezquital Azul, El Gran Bazar, los viejos cimientos de la vieja Constantinopla apenas recibían atención. Sus miradas se perdían y estampaban la una contra la otra, una y otra vez.
Fue en el palacio de Topkapi, cuando por azares del destino o por la propia intención de cada uno, apenas se separaban unos pasos, mientras contemplaban una a una las joyas que pertenecieron a cierto califa otomano. Entre ellos se hallaba la madre del joven quien, en agradable momento, hizo un comentario retórico tal que: " ¡valla pedrusco!". La chica lo oyó y aportó su correspondiente comentario y con esa facilidad característica de las mujeres, para hablar de cualquier ambigüedad que se de en casi cualquier situación dos vitrinas más adelante, fue como si se conociesen de toda la vida.
Asombrado e incrédulo de que tal fortuna se pudiera estar dando en él, no reaccionó al instante y una vez más, se quedó como un bobo, mirando cómo se ponía frente a sus narices la oportunidad de conocerla. Esta vez, reaccionó, respiró y ... ¡Mamá , mira ese pedrusco!