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Soñé. Estabas dormida y yo hincado me recargaba de la cama.

Un irremediable tono amarillo triste se apoderó de tus contornos envueltos en sábana. Yo estaba de rodillas en tu lado derecho y desde ahí te miraba. Dejé las manos volar por encima de ti, a unos dos centímetros para no despertarte; el calor que desprendías contagiaba a las telas y después a mis manos frías, ese calor que aún evoco en los días gélidos de invierno en que se transformó mi vida después que tu avión despegó y desde donde no te he vuelto a ver… porque hasta ahora y desde hace cinco mil años nunca te volví a ver.

Si te lo cuento es porque desde que fui por ustedes al aeropuerto no tuve la oportunidad de hablar mucho contigo, tu esposo no se despegaba de ti en ningún momento. Si te lo cuento es para que sepas el tipo de amor que te has perdido. Sé que si puedes leer esto aprenderás a sentirme y así no tendré que inventarme un amor descarnado y perfecto para el resto de mis días, nunca más tendré que hacer de mil mujeres una; porque existió la chica de la comunicación a distancia qué también era de tu país, pero cuya belleza no pudo compararse ni mínimamente a la tuya. La chica con la que sólo hablaba por computadora, y de la que no he vuelto a saber por espacio de muchos años, me llenaba el aire de poemas hermosos y tan llenos de amor como jamás hubiera creído. Se me entregaba tanto que me abrumaba y por eso espacié su cariño con mis desapariciones cada vez más largas, hasta borrarme de su vida; será por eso. Cuando me asignaron a guiarlos por la ciudad para conocer y para llevar a tu esposo a conferencias y ruedas de prensa, ya que vino a la feria del libro internacional de ese año, no lo tomé con mucho entusiasmo, pero apenas vislumbré tu rostro me empecé a forjar esta historia sin principio y con este fin que ahora sabes. Las horas que pasamos platicando, timidez mía de por medio y lejanía de la tuya, en tanto tu esposo atendía compromisos sociales, nunca avanzaron mucho. Yo te hacía confidencias mientras tú le buscabas a él con la mirada y estirando el cuello, al menos en los primeros días, los demás debido a mi notorio interés y atención te comportaste de mejor manera, siempre cuidando tus distancias con este pobre hombre que soy. ¡Cuánto me hubiera gustado decirte todo esto que ahora escribo en esos momentos! Te me quedabas viendo a los ojos y no sé que cara ponía que te alejabas siempre con cualquier pretexto de mí. Me dolía que no te dieras cuenta del amor que profesaba a tu figura; imagino que decías a tu esposo en la soledad de la habitación que yo te daba un poco de miedo además de que olía siempre a alcohol, pero tu esposo sólo te contestaba qué eran alucinaciones tuyas y qué yo era un buen hombre, un tanto distraído pero buen hombre, además, la embajada había recomendado a nuestra agencia y no podía hacernos el desaire –Ese hombre no mata una mosca, beberá lo que quieras pero no mata una mosca- te decía, y se volvía sobre su costado para dormir.

Quizá nunca le contaste el episodio en que te vi desnuda y que acrecentó mi amor y deseo por ti; recuerdo que era un jueves veintinueve de septiembre, no pasaban de las nueve de la mañana y yo no sabía que tu esposo había salido a comprar el diario local. Toqué como cualquier otra mañana común, llamé a tu puerta y ésta se abrió: –Regresaste rápido-, eso dijiste. Yo entré enseguida. No podía creerlo… caminabas hacía el lavamanos que se encontraba al fondo de la habitación, sólo traías la toalla enredada en tu cabeza y tu cuerpo blanco resplandecía con un fulgor propio. Seguiste hablando pero no entendí nada, tus nalgas se hinchaban a cada paso bajo tu breve cintura y tu espalda definida se torcía cuando levantabas los brazos para acomodar el nudo en tu cabeza, preguntaste algo y te volviste hacía mí. Tu rostro se demudó y en vano trataste de cubrir tu desnudez, tu movimiento no fue tan rápido como para ocultar tus senos hermosos ni el vello de tu pubis abultadísimo. Me quedé ahí intentando descubrir mucho más de lo que se podía ver hasta que dijiste –Salí de aquí, mi esposo no está-. Balbuceé alguna disculpa mientras me retiraba con pasos cortos hacía atrás y con la mano en la espalda, intentando encontrar el picaporte de la puerta sin dejar de admirarte. Cuando salí de ahí me fui agarrado de la paredes hasta llegar al elevador, dentro no presioné ningún botón después de que la puerta se cerró. El ascensor se movió y me llevó directo a la planta baja, donde al abrirse apareció tu esposo con la cara sonriente y el diario enrollado bajo el brazo. Me dio un abrazo efusivo y dijo que fuéramos arriba, que seguro ya estabas lista para salir. Le contesté nervioso que prefería esperar abajo y cuando regresó lo hizo sin ti, y yo lo sabía. –Mujeres- dijo, y yo te comprendí en ese momento mucho más que él, que llevaba años casado contigo, mucho más que cualquiera. En todos los lugares adonde fuimos, sabes que no miento, me empeñaba en que vieras con buenos ojos no tanto a mi país como a mi persona, y muchas de las veces logré sacar de tus labios esa risa que me encantaba.

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