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El moribundo piensa en conciliarse ("Seguiré viviendo" 3a. entrega)

 

José tenía una personalidad compleja y los desprevenidos descubrían confusos contrastes en sus actitudes. A simple vista sus posturas iban en contravía unas de otras; pero existía un hilo conductor dado por dos principios: bondad y libertad, en los que fundamentaba su razonamiento y sus acciones. El resultado de su interacción era una postura filosófica que preservaba la vida privada de toda intromisión, que reclamaba la máxima libertad para la vida intima y que recalcaba para la vida en sociedad las exigencias éticas. Demandaba la represión decidida del comportamiento antisocial, pero criticaba a la autoridad intransigente. De esa manera podían interpretarlo mal quienes desconocían todo el contexto. Los conservadores despistados, por ejemplo, lo veían radical y libertino; y reaccionario y derechista las mentes liberales. Sus contradicciones tenían la complejidad propia de la mente humana, acrecentada por la hondura de su pensamiento.

«Como buen pragmático –decía Federico Castañeda– José practica la mesura en público y en la privacidad la holgura. Es un ecléctico que abreva en todas las ideologías, pero en conjunto todas las rechaza. En él pesa tanto su condescendencia como su obstinación». Esa era una buena aproximación a su personalidad, que José ponderaba por coincidir en buena medida con la imagen que él había construido de sí mismo.

«Mis puntos de vista –aseguraba– a nadie obligan. ¿Cómo podrían hacerlo si siempre he odiado las imposiciones? Más que convencer, comparto mi visión del mundo. No espero que el influjo de mi pensamiento cambie a tantos su estilo de vida y sus costumbres». Así hacía sentir su mansedumbre, sin desmedro de su pensamiento audaz y sus férreas convicciones. Y se ufanaba de no matricularse con ninguna ideología. «Tendría que ser dogmático y demasiado simple. La libertad, la justicia y la bondad, como hecho abstracto, son lo único predecible en mi doctrina, pues en ellas fundamento todas mis razones».

La moda, la uniformidad, le fastidiaban. Odiaba que los hombres siguieran la corriente. Pensaba que cada cual debía ser el autor de su filosofía y el dueño de sus propias concepciones. En esa búsqueda solía descubrir con presunción que algunas corrientes compartían sus planteamientos, cual si fueran ellas las que le dieran la razón, y no al contrario, porque primero habían sido producto de su mente y tiempo después un hallazgo en sus lecturas. Como en un déjà vu podía sorprenderse de que otros hubieran escrito casi lo mismo que su razón conjeturaba. Original o no, su pensamiento de complejos contrastes contenía retazos de múltiples tendencias. Su faz autoritaria provenía de su anhelo de enfrentar con rigor el instinto dañino del hombre y el delito. La defensa del capital y de la propiedad privada, la libre empresa como motor de desarrollo, y el comercio sin fronteras, lo hacían compartir con la derecha; ni qué decir su aversión al comunismo. Su inclinación a las causas sociales y su consideración con los pobres lo compenetraban con cierto socialismo. Fustigaba la injusticia social y la explotación del trabajador, pero no comulgaba con las organizaciones sindicales, rebajadas en su verdadera misión y convertidas en intransigentes antagonistas de empresas y patronos. Resaltaba la actividad comunitaria, pero se ofuscaba con el colectivismo por anular la individualidad que él adoraba. Defendía la familia, por los hijos, pero arremetía contra el matrimonio, por los cónyuges. Era pragmático, pero idealista en ocasiones. Era rebelde contra la normatividad rígida y excesiva, y enérgico contra la anarquía. Era sumiso a las buenas maneras, pero insurgente e incendiario ante las cohibiciones de la libertad. Su vida tendía al centro, pero no siempre como expresión de criterios moderados, sino como sumatoria de todos sus extremos.

Otro contraste lo marcaba su relación con las mujeres. Con intensidad las deseaba pero con cautela las trataba. «Procedo con ellas con aprensión porque soy testigo de lo volubles que son sus sentimientos. No sé en que momento conviertan en acoso sexual un galanteo; en que instante truequen el amor por odio. [...] La mujer burlada es brutal, más que sufrir hiere. Cuando presiente que ha salido de sus manos el hombre que creyó de su inventario se convierte en el mayor instrumento de odio y de venganza. Ni el amor que sintió, ni el que le prodigaron la cohíbe de perpetrar  las peores injusticias».  «La mujer acosa y luego acusa», concluía Joaquín –otro de sus amigos–, convirtiendo el comentario en bufonada.

En sus escritos la humanidad era amada y condenada, el hombre querido y despreciado. No había contradicción en ello. Era su verbo que generalizaba por costumbre. Unos, podían ser para su pluma todos, y un defecto encarnar por completo a una persona. Hubiérase dedicado a enaltecer lo bueno, si no hubiera encontrado para criticar tanta perfidia. Por censurar lo malo olvidó el elogio de lo meritorio. Conocía los extremos del proceder humano, nada lo sorprendía. «Nada me escandaliza, bueno o malo, del hombre no me aterra nada».

Lo enojaba la esclavitud del hombre, preso de rutinas que juzgaba obstáculos a la felicidad; y lo desalentaba el envilecimiento de sus sentimientos, capaz de gozar con el dolor ajeno, de atormentar y matar sin inmutarse.

Para José el bien y el mal que parecían tan absolutos eran tan equívocos como engañosos. «De buena o mala fe cualquiera se equivoca. Pasa por bueno lo que al hombre le interesa que parezca bueno como lo que realmente lo es. Un mismo hecho es calificado de forma diferente dependiendo del ojo que lo escruta».

Esa dificultad del hombre al discernir le servía para molestar a Javier, su amigo sacerdote, apegado a valores absolutos. «¿Cuántos santos pueden estar en el infierno?», con ironía le preguntaba. Porque si en identificar la santidad, cima de la bondad y suma de cualidades visibles fácilmente, se equivoca el hombre, ¿qué podía aguardarse de las decisiones en verdad difíciles? Le sostenía que el santoral era tan humano como la humanidad, con todos sus vicios y virtudes, con toda su cordura y su locura. «Si son los hombres los que conceden el honor de los altares, cualquier cosa ha de esperarse: que conviertan en santos a los despeñados por el abismo del maniqueísmo, tras una vida de intolerancia y de condena; a los que hablaron del bien sin haberlo practicado; a seres místicos y alucinados; pero también a hombres definitivamente buenos; y a los que en hora venturosa convirtieron en bondad los dictados de su arrepentimiento. ¿Pero compartirá el Cielo los criterios de los hombres?»

Así como podía encender polémicas en los consensos, también era José capaz de concertar las diferencias. Lo intentaba en las controversias entre la realidad y el dogma, y en los litigios entre científicos y religiosos. De esta suerte escribía: «No encuentro la dificultad en armonizar con la ciencia la existencia de Dios. No es función de las disciplinas científicas negar a Dios, sino develar los misterios de su creación y las leyes que la rigen. Estimular la pugna entre esas dos nociones es producto de una necedad inconcebible. No es la ciencia la que niega a Dios, sino hombres que se envanecen con sus conocimientos». Sostenía que era una reyerta innecesaria, en la que probablemente fue la religión la que suscitó el enfrentamiento al perseguir a la ciencia, controvirtiendo sin sentido sus hallazgos y llevando a la hoguera a sus descubridores. «Que cada cual se ocupe de lo suyo. La naturaleza de Dios siempre desbordará a la ciencia, y la religión nunca podrá desentrañar las leyes de la naturaleza. ¡A Dios lo que es de Dios, y a la ciencia lo que le pertenece!».

En la búsqueda del equilibrio entre la libertad y la bondad residía para José el secreto de las acciones justas, pues creía que ambas sintetizaban intereses contrapuestos: los de la sociedad y los del individuo. Sentía que la libertad, que tanto amaba, encarnaba más la aspiración personal y egoísta, en tanto la bondad representaba la expresión filantrópica que moderaba los excesos de la libertad. Graduaba el bien y el mal (exceso o defecto de bondad), y establecía un «lindero nulo», especie de línea divisoria, indiferente. Las acciones más pérfidas estaban bajo ella, las nobles por encima. A su nivel ubicaba las acciones neutras, como llamaba a aquéllas en las que el individuo no procedía en perjuicio de sus semejantes, pero tampoco obraba inclinado por la filantropía. Allí también cabían las dependencias, la prostitución y las prácticas en las que el ser humano se convierte en la víctima de su comportamiento. Las denominaba el «daño consentido», que siempre lo enfrentó con los dogmáticos, que veían en el mal autoinfligido algo pecaminoso. Él siempre lo excusó, entendiéndolo como una manifestación soberana de la autonomía: «Acaso errada, pero soberana».

Y era en la autonomía, inmanente a la libertad, en la que sustentaba la preponderancia del discernimiento en la búsqueda del bien. El criterio del bien y el mal no debía según él ser impuesto por terceros, sino fruto de un examen personal. De ahí el choque con el fundamentalismo. Así escribía: «El bien es un absoluto inexpugnable para el hombre. Habrá de él tantos conceptos, como seres humanos sobre la faz del mundo». Descartando, por imposible, el conocimiento del bien absoluto, José forjó su propia concepción: en su proceder le dio prelación a la autonomía y a la bondad sobre los demás principios. A la ley le dejó los consensos mínimos sobre lo conveniente, o sea las normas mínimas para la convivencia; al individuo, la potestad para fijarse mayores exigencias. De tal manera que los deberes básicos eran obligatorios, pero los personales autoimpuestos. «El discernimiento de cada valor es la búsqueda de la verdad, indagación con frutos a la medida de cada ser humano».

José sostenía que en el mundo material la verdad es asequible. «Suele ser medible y demostrable, otro ocurre con la verdad moral y religiosa, y con todo aquello que cae en el campo de la espiritualidad. Por eso afirmo que la que llamamos verdad es un supuesto, una creencia, un acuerdo susceptible de cambiar. La verdad absoluta está vedada al hombre. La verdad humana es relativa, pero sin importar que coincida o no con el hecho real o irrefutable, ofrece tranquilidad al individuo porque le brinda en qué creer y le da razones para vivir en paz con su conciencia».

Así, la mente de José rondaba entre lo celestial y lo profano, entre lo frívolo y lo erudito. De tal suerte que lo lúbrico no era extraño a su cuerpo, ni a su mente. Era un tema propicio para polemizar, y ante todo, para poner a la humanidad en evidencia.

José tenía la certidumbre de que el hombre es en extremo carnal y lujurioso, pero se encubre tras un recato hipócrita forzado por los mandatos de la sociedad. Consideraba que el comportamiento instintivo del hombre no debía ser motivo de vergüenza, luego no debía ser causa de censura. «Pero siempre campea la doble moral, que pregona en público los valores que arrolla en forma clandestina». Buenas o malas, José deseaba todas las acciones a la luz del día. Por eso abominaba a los puritanos, a quienes acusaba de esconder tras de sus admoniciones la porquería de su conducta: «Tras de posturas extremas los seres humanos camuflan sus verdaderas ambiciones. El puritano es perverso porque su mente hace ver sucio el proceder de los demás, mientras enmascara el producto de sus bajos instintos en el hipócrita llamado a una pureza impracticable. La malicia no existiría si no se la hubieran inventado las mentes mojigatas».

Consciente o inconscientemente, José, cuyo ser destilaba deseos arrolladores que la mar de las veces languidecían abatidos por las barreras del seudomoralismo, buscaba una justificación irrebatible a sus sentimientos y a sus goces hedonistas, y la encontraba en las condenas que proferían los timoratos, que por reacción los encendían; y en la naturalidad con que dignos representantes de la humanidad consumaban comportamientos que a otros sonrojaban, en los que reconocía una expresión auténtica y provocadora que le satisfacía.

Veía al hombre como la conjunción de comportamientos de todo orden. Decía que podía ser tan religioso y ético como desenfrenado y hedonista, y se deleitaba repitiendo la afirmación de Picasso en que lo resumía: «Para nosotros los españoles, la vida es misa por la mañana, toros por la tarde y burdel por la noche». Pero José recalcaba que era aplicable a la humanidad entera. Y hacía de la frase un tríptico cubista, al estilo del malagueño, que sintetizaba la esencia de los hombres: Un perfil religioso y moral, un flanco entretenido y una firme vocación sexual. Pero agregaba una cuarta escena, que inspirada en el «Pensador» de Rodin, destacaba la tendencia intelectual del hombre. Y tirándole a los mojigatos la puerta en las narices, les refregaba la inspiración del arte y la literatura en los burdeles: «De allí salieron las “Señoritas de Avignon”, con que debutó el cubismo de Picasso; en esos sitios se encendió la creatividad de Lautrec, el retratista de la vida nocturna de Paris; y se iluminó la pluma del novelista Graham Green, escritor de la infidelidad y del pecado».

 

Continuará…

José descubre que su cáncer científicamente es fascinante (“Seguiré viviendo” 5a. entrega)

 Luis María Murillo Sarmiento
 

Seguiré Viviendo

NOTA: “Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

 

Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.

 

 

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