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Lo mejor, la infancia (“Seguiré viviendo” 46a. entrega)

La enfermera estaba encantada con las confidencias que el paciente le contaba. No era para menos. Lo había imaginado distante y quisquilloso cuando se lo confió la jefe de la noche. Los pergaminos con que lo presentaron le provocó la misma desazón que le causaron otros «ilustres» que debió atender, insatisfechos a morir e inconformes por costumbre. Pero José era un caso diferente. Le pareció sorprendente estar departiendo con un desconocido cual si fuera un viejo camarada. José le hablaba de la infidelidad, ilustrándola con su propio ejemplo, y le detallaba hechos que parecían muy personales. Le refirió que a falta de un sinónimo adecuado para la infidelidad, optó por denominarla «traición amorosa» cuando necesitaba un vocablo equivalente en sus escritos, pero enmarcándola en comillas para deslindarla del significado literal, pues nunca había aceptado que realmente lo fuera. Con esa aclaración abordó el tema de la fidelidad, sosteniendo que no le parecía una obligación tan evidente:

«La fidelidad no es más que un dictado inconsciente del egoísmo de cada ser humano, dispuesto a apropiarse de las personas como hace con las cosas. Con la infidelidad lo que se quiebra es una promesa irreflexiva, muchas veces ni siquiera pronunciada, supuesta apenas por la fuerza de la irracionalidad y la costumbre». Y alegaba que en nombre del amor no debía tener un ser humano a otro por esclavo. Del amor saltó a la fe, observando que el vínculo del hombre con la divinidad tenía que  trascender la fábula, el relato fantasioso, la regla superflua y la práctica obsoleta. Pero la enfermera, por completo despistada, no comprendía lo que José quería decirle. Entonces le explicó su trillado discurso sobre el carácter profano de la Biblia: que era un invento humano y una mitología controvertible. Y cuando ella creyó que estaba escuchando las razones de un ateo, vino la aclaración de que sobre la autenticidad de los hechos y los personajes, prima lo esencial: los principios que prevalecen en el tiempo y que no riñen con la modernidad ni las costumbres. Le resaltó la bondad, el amor, la caridad y la justicia. Entonces lo supuso avenido con la Iglesia, hasta que enjuició el celibato, la infalibilidad del Papa, la exclusión de la mujer del sacerdocio y la oposición al control de la natalidad, ideas que le dijo, proceden de los hombres y nada tienen que ver con Jesucristo. Más habría de extrañarse al reconocer en los turnos por venir, un sacerdote entre las visitas cotidianas. Gloria descubrió en las opiniones de José un curioso y complejo entramado en que la razón amalgamaba posiciones que parecían incompatibles. «Lo imaginé ateo y me resultó creyente, lo creí libidinoso pero me parece espiritual», le dijo en la mañana a sus compañeras del piso, al despedirse.

No fueron muchos los cuidado que en el turno tuvo que brindarle, apenas acomodarlo en la cama, tomarle los signos vitales, pasarle el pato y revisar la venoclisis. De los medicamentos se encargó la jefe de enfermeras. La madrugada pasó rauda y sin dormir. Otras veces las noches de José habían tenido la eternidad de los insomnes, o habían sido interminables por rechazar de valiente un analgésico. Aunque a decir verdad esa era la excusa con que lo rechazaba, porque en el fondo el temor era volverse resistente a ellos en virtud de un fenómeno conocido como taquifilaxis. Pero si aquella vez vio clarear el día, fue por culpa de la simpática extroversión de su interlocutora que le robó con su charla amena las ganas de dormir. Hecha al pensamiento de José, sintonizó con su frecuencia, le tomó confianza y perdió el miedo para emitir sus juicios. Algo anotaba a cada afirmación del ilustrado enfermo. Hablaron de todo, a veces coincidieron como cuando ella dijo que no comulgaba con «los creyentes de misa de domingo», que se olvidaban de las buenas acciones al terminar la ceremonia; otras tranzaron, por ejemplo, cuando José, indulgente con la infidelidad, le admitió que hería sin importar cuan explicable fuera. Él se quejó de los celos de la mujer y ella criticó los celos de los hombres. Los calificó de cínicos por ser simultáneos con su infidelidad. José se puso a salvo: «Aunque infiel no fui celoso». Y rechazo los celos femeninos: «Son intolerables para el hombre: incómodos cuando son fundados, enojosos cuando no tienen motivo». Desmenuzaron la experiencia para concluir a las tres de mañana, que la ajena es invaluable, pero por gratuita es desdeñada. «Hay que admitir que los padecimientos propios son los que dejan huella», dijo José con desconsuelo.

El alba los sorprendió tratando la clandestinidad del hombre. Primero fueron abstractos los ejemplos, y al final tan concretos, que Gloria le confió un desliz que jamás a nadie había contado. José, con su reconocida tolerancia en esos casos, le aminoró su culpa, y le dijo que era propio de todos los mortales. «Todo ser humano tiene un lado oscuro, una faz secreta, un mundo recóndito y privado. Un rostro desconocido que oculta sus debilidades, su propensión al mal, sus sentimientos menos confesables, o simplemente las inclinaciones que la sociedad no admite. Allí se esconden desde triviales picardías hasta infamias y crímenes innominables». Y Gloria compartió ese juicio sin mayores comentarios, porque al examinar la hora se dio cuenta de que el turno había finalizado.

Continuará…

Ir a: Nunca se pierde la esperanza (“Seguiré viviendo” 48a. entrega)

Luis María Murillo Sarmiento

Seguiré viviendo“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)

http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

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