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UNO

Era mi primer día de trabajo. Salí de la Secretaría de Educación, de la capital de la República, con un papel en las manos que me decía el nombre de mi jefe y la dirección donde debía presentarme a trabajar como educador de la niñez; para mí, igual si estuviera escrito en griego, no tenía idea donde demonios podía quedar la susodicha escuela, había pasado los últimos seis años de mi vida "prisionero"  en el internado de un colegio para varones en una pequeña  ciudad de provincia, que nunca me hizo la menor gracia ( realmente estuve interno pero, para mí  como si hubiera sido una prisión).

Mi infancia transcurrió en un pueblo que no dejaba espacio a la imaginación. O sea, yo de la capital de mi patria no sabía nada, nada de nada. Le pregunté a un anciano donde quedaba la tal dirección y me señaló un taxi colectivo que se acercaba, el chofer me dijo que me subiera que después me indicaba donde bajarme, al idiota se le olvidó y me pasó como ocho cuadras; me bajé y eché a andar. Mentalmente le arreé la madre y otros familiares pero le di las gracias al bajar y me encaminé en la dirección que me indicó con el dedo. Preguntando llegué al frente de una construcción como de mil años y me dije que si trabajaba en semejante vejestorio lo más seguro era que algún día se nos iba a caer encima a todos los que estuviéramos adentro, lo cierto es que  ya no podía arrepentirme; además, mi madre, casi con lágrimas en los ojos, es un decir, porque ella es fuerte y no llora y yo no puedo hacerla quedar mal presentándola de manera que parezca una madre diferente a las demás del mundo; me echó la bendición y me dijo “que Dios lo proteja” ;  con ese guardaespaldas materno salí una  mañana a enfrentarme al destino. ¡Qué me iba a imaginar que transcurrirían treinta y cinco años,  siete meses y dieciocho días!,  antes de poder  sentarme ante la máquina de escribir a sacarme de la memoria los recuerdos de todo ese tiempo, afortunadamente, desde siempre, me agradó tomar apuntes, por sí acaso.

Me planté con mi metro setenta, sesenta kilos de peso, once años de estudio y dieciocho años de edad frente a esa casona destartalada, desvencijada y ruinosa que sería la primera etapa de mi vida profesional; pensé en mis padres, mi querida abuelita; mis amigos del barrio y en la falta que me hacía el dinero, a pesar de lo que le sonsacaba a mi padre. Como la puerta estaba abierta me encaminé a donde escuchaba voces infantiles, me extrañé, no eran gritos ni alaridos ni rugidos de esas pequeñas criaturas que, a veces, son tan desesperantes y muchas veces tan tiernas, eran voces que escuchaba mientras daba pasos por el zaguán idéntico al de las construcciones de este tipo en el mundo hispano. La señorita Emelina P. Supervisora de primaria le dijo a mi mamá “Teresita, tu hijo queda muy bien ubicado en  la escuela donde lo mando, además, allí se va a encontrar una gran amiga mía que le ayudará en lo que necesite”; yo que me iba a imaginar que todo era todo, y mi madre, gracias, muchas gracias, que Dios le pague, y creo que le pagó pronto porque pocos años después descansó en paz y dejó descansar. No podía calcular, y después jamás supe porque nunca me importó, saber cuantos años tenía al dejar este mundo, lo cierto es que mi madre tampoco supo darme la respuesta. Hacía no sé cuantos años le dictó clases en una escuela de primaria, cuando aquello de ‘la letra con sangre entra...’, en la escuelita de su pueblito, yo calculé más o menos en el periodo cuaternario. Las murmuraciones aumentaban y llegué a un patio amplio en el cual se encontraban en perfecta formación unos doscientos niños anormales, pensé yo, porque si fueran normales no podían estar tan quietos y ordenados, buenos días saludé y ellos en coro celestial contestaron sin desafinarse buenos días “compañero” y aquí si que cogí un cabreo hasta raro ¿compañero?; al escuchar el saludo salió un hombre negro vestido de paño idéntico y corbata que le hacía juego, digo yo si vestirse con un color es jugar porque he oído “ esos colores no hacen juego” y, vaya usted a saber; se me arrima este negro como de dos metros y medio con una sonrisa de cincuenta y cuatro dientes perfectos y me tendió una mano de veinte dedos: “ bienvenido a tu segundo hogar? y yo pensé ¿donde diablos estará mi segunda abuela?

-                    ¡Buenos días! Perdón, ¿el señor director?

-                    Yo soy, ¿en qué puedo servirte?, ¡Ah, ya sé, vienes a repetir el grado quinto!  -Y, es que yo me cargaba una carita de yo no fui como de doce años, a pesar de estar completando la segunda década, y lo que sigue jamás se me olvidará...

-                     No, señor, vengo de la secretaría de educación, soy el nuevo profesor. -El pobre tipo, a pesar de su color natural, se puso colorado, mejor dicho, la versión negra de  sonrojarse que fue una tonalidad purpúrea con tonos azulados y perlas de sudor que le resbalaron por la frente...

-                    ¡Perdón... yo creía...!

-                    Tranquilo, le dije, ya estoy acostumbrado a que me pongan menos edad de la real.

-                    Soy Jesús Arnoldo Losada, profesor, para servirle en lo que pueda.

-                    Gracias, señor director, yo soy Hernán Ángel, a sus órdenes.

Con el tiempo nos hicimos grandes amigos, a pesar de todas las enormes distancias que nos separaban, y le tapé varias irregularidades en el manejo de los fondos escolares y de la asociación de padres. A pesar de su tamaño y corpachón tenía una voz relativamente suave, bien modulada y su expresión oral ante el auditorio era medida, bien calculada, académica, claro, era profesor universitario.  Me presentó ante los estudiantes como el nuevo profesor de tercero de primaria; bueno, me dije, no me dejó ni desempacar y de una me asignó un curso, que le vamos a hacer, para eso estudié y lo que necesito es trabajo, los niños respondieron al unísono mientras a mis espaldas sentí pasos, entonces el enorme director volteó su humanidad y su mirada y les dijo:

-“Aprovecho para presentarles a la profesora Lola de primero; el profesor Barón de cuarto”, este era un profesor casi ciego,  encorvado y salido de un cuento de hadas de mis años infantiles todavía frescos en la memoria, era la imagen viva que yo tenía de un alquimista medieval sólo que estos no fumaban y mi compañero parecía un tren de carbón; “la profesora Oliva que todos conocen”, los niños agacharon la cabeza y ahí mismo adiviné quien era la dueña del rebaño “que, como todos los años se hará cargo de segundo; el profesor Villafañe de quinto”...

Debo decir que el negrazo no sólo era director de la escuela Bolívar a la que me envió doña Emelina. El hombre ostentaba la dirección de lo que, educativamente, siempre se llamó zona escolar y que para la fecha se distinguía como Zona Novena. Aun hoy recibe ese distintivo como demarcación administrativa.

En adelante lo nombraré únicamente como Villa para no confundirme ni amargarme el rato más de lo que me lo amarga su recuerdo desagradable en el tiempo;  después supe que este era el de las formaciones y el Ejército Rojo, que les enseñaba a saludar en cinco idiomas y cuando alguien entraba en el salón se paraban, se cuadraban militarmente, chocaban los tacones y esperaban la orden de sentarse sin dejar escapar un sonido. El negrazo  director continuó: “...el profesor Álvaro, de cuarto, y nos queda faltando otro profesor para el otro cuarto”, yo pensé, para el cuarto de los chécheres, y me sonreí, varios niños me miraron y sonrieron pero ante la mirada del  idiota comandante del ejército rojo retomaron su posición de  militares infantiles.

Este primer año es uno de los que recuerdo con mayor cariño. A pesar de mi inexperiencia y de que los compañeros eran más versados en el manejo de la niñez, me integré con mis niños de manera total. Jugaba con ellos a la hora del descanso y con Álvaro Beltrán organizamos campeonatos, de lo que fuera, en el espacio tan reducido que teníamos como patio de recreación. Pasados unos meses   trasladaron a Villa con todo y mugre y apareció un profesor Patiño, colorado y bonachón, que se hizo cargo del curso quinto y con quien volví a encontrarme en el camino de la vida en los mejores términos. No fuimos grandes amigos porque el hombre poco y nada de relaciones sociales, cumplía su trabajo y desaparecía, hasta el día siguiente. Esto fue como al final del año 1967. Los enfrentamientos con Villa habían pasado a la historia y he tratado de borrarlos de mi memoria.

Olvidaba mencionar a Lola, la profesora de primero, bella como persona pero feota la pobre. Compensaba su escaso atractivo con un corazón enorme y una dedicación a sus pequeños tan grande que se me gravó de por vida. Fuimos buenos amigos, nada más porque no me nacía,  su apellido se me olvidó o mejor, no quiero recordarlo para dejar esto en los términos de ficción. La profesora de segundo era Oliva, la dueña del negocio, no en vano prestaba dinero a los profesores y esa era su gran fortaleza. Después del primer préstamo uno quedaba atrapado porque iba cobrando poco a poco y cuando la deuda llegaba a su final le ofrecía una nueva cantidad y así sucesivamente, de manera que la deuda de uno se parecía a la deuda externa del país, llegaba un momento en que se convertía en impagable. Ella buscaba la manera de aliviar la tensión y recibía por adelantado parte de la prima de navidad, el dinero que habría de llegar por ascensos, etc. y como era conocidísima en la Secretaría de Educación, lograba que el cheque no se lo entregara al interesado sino a ella, descontaba su parte y entregaba el escaso sobrante a la víctima. Digo víctima porque así se sentía uno, que había hecho planes fantásticos con el dinero que iba a recibir y se había hecho la ilusión de no pagarle a ella hasta otra oportunidad y la maldita lo dejaba a uno viendo un chispero. Desde un comienzo caí en la trampa y permanecí demasiados años dependiendo de sus desgraciados préstamos, por desordenado. Al fin aprendí a manejar mi plata y me liberé para siempre de sus garras.

Como profesora era una mierda. La pobre no enseñaba porque no tenía los conocimientos indispensables; con el tiempo vine a saber que a duras penas había completado sus estudios primarios en una escuelita de su departamento y, quien sabe como, se las ingenió para ingresar en la nómina de los profesores distritales. También descubrí que, a pesar de llevarme varios años de edad, demasiados digo ahora, había entrado a laborar cuatro años antes de mi ingreso y, siempre escogía el grado segundo de primaria porque le parecía el más fácil. Lolita enseñaba a leer y a escribir en primero, pasaban a segundo y caían en sus manos. En esos primeros años el gobierno regalaba cuadernos y cartillas, de manera que Oliva llamaba a uno de los niños sobresalientes de cuarto o quinto y lo ponía a copiar de la cartilla en el tablero mientras los niños de segundo trascribían del tablero a sus cuadernos. Uno de sus preferidos era uno de los Méndez, si, de esa familia que me acogió y que yo supe querer en la persona de dos de sus representantes femeninas. Ella salía al banco (Siempre se la pasaba en alguno de los bancos de la localidad), a llamar por teléfono o a su casa, que distaba dos cuadras de la escuela, a vigilar y martirizar a la muchacha del servicio. Regresaba y recogía cuadernos, para “revisar”. Repartía palo a los estudiantes que no habían copiado todo, arrancaba las hojas de los cuadernos desordenados, dosificaba más azotes y dejaba como lección aprender de memoria cuatro o cinco páginas de lo que acababan de copiar.. Al otro día,  llamaba por lista, uno a uno, y el niño llamado extendía la mano mientras recitaba la lección, por cada error recibía un reglazo; si retiraba la mano se le duplicaba la dosis y si, de alguna manera se negaba, la mal parida vieja llamaba al papá o la mamá del niño y les hacía azotar a su hijo, delante de todo el grupo escolar. Nunca pude explicarme como los padres de familia le llevaban la idea y como los maestros y directivas docentes jamás, en cuarenta años que laboró, le pusieron tatequieto.

De ella no se libraban los directores de las otras escuelas, algunos supervisores y, años después, hasta secretarios y secretarias de educación de la capital. Siempre, durante todo el tiempo, manipuló a su antojo las escuelas y colegios donde estuvo. La dejo quieta por ahora porque de nuevo volverá a escena.

Realmente esto no fue sino el comienzo, cada profesor se hizo cargo de su curso pero el año siguiente hicieron varios ajustes a los horarios en una estrategia que dieron en llamar el Plan de Emergencia Educativa, debida a la escasez de maestros. Durante la duración del plan ni padres ni alumnos ni profesores sabíamos a que hora era la entrada o la salida; en que salón o cual profesor le correspondía;  unos días entraba uno a las diez de la mañana y salía llegaron más profesores y se recibieron todos los niños que no tuvieron cabida en las escuelas de la localidad, afortunadamente este despelote sólo duró como cuatro o cinco meses; Diva fue mi orientadora o desorientadora, según como se observe, desde el primer día, mejor dicho me adoptó y se portó demasiado cariñosa conmigo como corresponde a la segunda madre, pero esta era más cariñosa y pegajosa  que la propia y me hacía sentir incómodo; además, de la vida yo poco y nada conocía y eso ya era mucho; tenía unos cuarenta años pero revelaba cincuenta y unos ojos de cielo porque en uno tenía una nube y el otro le relampagueaba; algún día o noche el marido le propinó una bofetada tan bien puesta que le torció el tabique, lo cual aumentaba su apariencia de bruja, y las malas lenguas decían y juraban tierra y cielo que era o había sido la amante del negro grandote que era el director y a mí me importaba un soberano culo, en el internado aprendí que cada uno tiene derecho a convertir su trasero  en candelero y a comer callado; esto último me acompañó toda la vida y seguirá con el suscrito hasta que la cancelen la cédula, o sea, cuando...

Los años transcurrieron pero el recuerdo permaneció allí, grabado como un tatuaje; el director nos tuvo como dos horas hable y hable que las reformas educativas que la profesión que los niños y los padres que  bla bla bla  y yo ponga cuidado porque era mi primer año de trabajo, después descubrí que cambiaban las directivas, los compañeros, los estudiantes, los colegios; cambiaba todo pero no la carreta, de pronto los términos utilizados cambiaban según la corriente pedagógica de moda en USA o Europa pero los compañeros continuaban, casi sin excepción, con sus métodos personales de toda la vida aprendidos en la escuela normal donde se graduaron hace dos, diez, treinta, cien años.  Afuera los niños se fastidiaban  en un relativo silencio; cada diez o doce minutos salía Villa a revisarlos y, ay de aquel que se estuviera comportando normalmente porque los castigos de este mal llamado educador eran propios de los inquisidores, eso lo averigüé durante el corto tiempo, afortunadamente,  que compartí con él; el tipo era un sádico y aprovechaba su posición para sacarse del alma, que no tenía, una cantidad de frustraciones que alcancé a vislumbrar en las pocas conversaciones que sostuvimos y me ponían a punto de sentarle la mano o darle una tremenda patada en el trasero o... creo que no le puso atención al negro, todos sus sentidos estaban concentrados en el patio para detectar el mínimo rumor o movimiento desusado para salir a castigar al culpable. En pocas palabras el tipo era un mal parido de mala entraña que tal vez no conoció a la madre y lo lactaron con hiel y vinagre para desgracia de la educación. Nunca jamás volví a saber de él y espero que el demonio lo tenga en su santo seno por siempre jamás, o sea, para toda la eternidad. Uno de sus castigos preferidos era regar granos de maíz en el piso y la víctima debía arrodillarse sobre los granos con los brazos en alto y un ladrillo en cada mano, Villa se paraba al lado con una vara de rosa y cuando el torturado trataba de bajar los brazos o pararse lo disuadía con dos o tres golpes; el castigo podía durar varias horas y, casi siempre, el niño que lo había padecido dejaba de asistir a clases tres o cuatro días; nunca pude explicarme porqué los padres no se quejaban aunque lo sospeché, se hablaba de nexos familiares por lo alto y tremendas recomendaciones políticas, yo me imaginaba que era sobrino de la mujer del arzobispo o algo así, lo cierto es que el hombre era enfermo mental grave y, desde el primer día, sentimos antipatía recíproca. Después de la reunión  les hablaron durante un cuarto de hora a los estudiantes, les dejaron jugar y tomar onces media hora y, al toque de la campana, pasaron a los salones; yo estaba  nervioso, más que en cualquier ocasión, había pasado revista visual a mis niños, unos treinta entre los nueve y los once años  y me parecieron normales, simpáticos, inteligentes, despiertos, geniales... si la  disciplina en esta escuela era tenerlos quietos, amarrados y dormidos pues yo los iba a despertar y grabarles  en la cabeza que eran niños y debían actuar como tales; esa fue la causa de un amago de pelea con Villa y, lo que ni él ni nadie sabía era que, a pesar del aspecto frágil yo era un buen deportista que practicaba boxeo  y defensa personal todos los fines de semana además de levantar pesas, jugar fútbol y montar en bicicleta, entre otros. Villa lo sospechó el segundo día, cuando se me acercó a darme la mano y, para impresionarme, apretó con todas sus fuerzas con el fin de imponerse pero le falló porque yo lo había sospechado y en el momento de apretar lo hicimos simultáneamente; y descubrí que su arrogancia y prepotencia no eran acordes con sus músculos, posiblemente debajo de sus chaquetas acolchonadas estaba un cuerpo regordete y fofo mientras que,  en medio de mi aparente delgadez y fragilidad mis músculos respondían ante el primer estímulo. En mi barrio de ciudad de provincia todos practicábamos deportes, algunos violentos como el boxeo y la lucha, además, levantaba unas pesas fabricadas por nosotros y hacíamos ejercicios en la barra. Ah, y en vacaciones todos los días nadábamos, jugábamos fútbol y otras actividades del músculo. No era extraño que alguno de mi barriada estuviera descalabrado o con las narices rotas a causa de las pendencias “amistosas" de todos los días.

Los niños se encargaron de quitarme los temores porque desde el primer momento se mostraron interesados en todo lo que les decía y es que yo no era el profesor sino uno de ellos y en el descanso compartía sus charlas y sus juegos ante la mirada recriminatoria del que ya sabemos; Profesor, ¿podemos quitarnos el saco? Si, claro, y nos quitábamos el saco y así quedábamos cómodos y nada de filas de pupitres, todos en rueda y el maestro entre ellos  y varias veces al sentir golpes en la puerta personalmente abría y la persona que llamaba se quedaba mirándome  y preguntaba ¿Perdón, está el profesor? El profesor soy yo y,  lo mismo que el primer día,  la coloreada y la pena y las disculpas pero tranquilos, no se preocupen pierdan cuidado. A mis dieciocho años, recién graduado, no revelaba más de quince o dieciséis y hoy, tantos años después, la gente siempre me pone menos años, culpa de la genética digo, porque en  la familia abundan los centenarios y yo que culpa, mi madre es octogenaria y hasta ahora le están saliendo las canas; un vez alguien por ofenderme dijo ‘es que los indios no encanecen’, claro, le dije, pero es una tribu hasta rara, de raza  blanca, cabello rubio y ojos verdes. Terminé mis estudios pedagógicos el último día de noviembre y el siguiente trece de febrero empecé a trabajar. En el barrio de la pequeña ciudad donde pasé parte de mi niñez yo era el único joven que trabajaba y no tenía que depender de nadie, de manera que tan pronto me sentí económicamente independiente, lo primero que hice fue irme de la casa; mis amigos y vecinos me envidiaron desde el primer momento porque los viejos, entre los jóvenes, tenían  desde veinte a veinticinco años y para todos sus gastos debían contar con padre y madre. A raíz de mi partida, cada vez que visitaba a mis padres, al principio con frecuencia y luego ocasionalmente, yo era el único que podía comprar lo que se me viniera en gana, jugar tejo y tomar cerveza mala costumbre que adquirí desde los inicios. En el barrio lo pasábamos muy sabroso pero, me daba rabia que el dinero de los gastos del grupo salía casi  en su totalidad de mis bolsillos, alguna vez colaboraban  de forma mínima y poco significativa; en cambio en la localidad donde trabajaba, desde el principio me hice amigo de los padres de familia y un grupo de vagos de buena familia que me ayudaban a gastar y a levantar novias. Siempre fui tímido y, ante la desenvoltura de los demás me achicaba y me bloqueaba; al final de mi carrera envidié la facilidad con que hombres y mujeres jóvenes se desenvolvían con el sexo opuesto. Mientras tanto y en algunas ocasiones, mi destino  siguió todos los caminos retorcidos porque no encontraba más salidas.

Durante los seis años que estudié interno envidié igualmente a todos los compañeros que vivían en la capital y salían los fines de semana a encontrarse con amigas y novias, al regreso contaban sus hazañas con pelos y señales; la experiencia me enseñó después que en la adolescencia se acostumbra uno a mentir pero yo me había criado en un pueblo conservador y en una familia a ultranza donde todo era pecado y cada que decidía mentir o torcerme los remordimientos de conciencia eran tan fuertes que me doblegaban y definitivamente no podía; con el tiempo y las malas compañías aprendí demasiado, saliendo alumno sobresaliente para sobrevivir en la jungla de cemento capitalina pero robar o quitarle a padres y estudiantes no logré asimilarlo.

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