Si la justicia ha de velar por el bien común, la raparación de los agravios y la rehabilitación de quienes han transgredido la ley, la pena de muerte concebida como ejercicio del derecho, no puede imaginarse nunca como una forma de venganza, sino interpretarse como un recurso válido, extremo, y eventualmente eficaz del Estado en defensa de una sociedad expuesta a criminales irrecuperables de suma peligrosidad.
Aunque las objeciones mayores a su implantación suelen ser de carácter moral, se atenúan en la medida en que se comprende la pena como recurso excepcional contra verdaderos engendros del mal, que procura el bien general más que la destrucción del delincuente. Las verdaderas dudas sobre su conveniencia surgen en cambio al imaginar el presumible resultado de su aplicación, y se fundamentan paradójicamente en los mismos vicios que afectan la administración actual de la justicia y que en nada se corregirán al aplicar la pena de muerte.
A más del temor a sentencias condenatorias irreparables contra inocentes, nada inusuales en nuestra justicia, debe pensarse en un caudal de fallos absolutorios por falta de pruebas, adivinables en un país donde la realidad se interpreta en forma tan amañada y la verdad se distorsiona con tanta facilidad. ¿Presentes ante penas ordinarias contra reconocidos criminales, como no imaginarlos ante sentencias de tanta gravedad?
De implantarse la pena de muerte, esperaríamos sin duda más eficacia del efecto disuasivo que de su misma aplicación.
¿Para que imponer entonces instrumentos inaplicables? ¿Para mayor vergüenza de un estado inoperante, o para magnificar acaso la burla de la ley por los delincuentes?
* El 26 de febrero de 1996 (pág. 4A) El Tiempo –diario colombiano- publicó estas reflexiones que me asaltaban sobre la pena de muerte. Ahora, 14 años después, encuentro que los desaciertos de la justicia son peores que en aquélla época, que la impunidad campea y que la peligrosidad de los criminales se acrecienta. Tal es la depravación de los criminales, y tal la burla de las penas y el desprecio por la autoridad, que llego a pensar que la sentencia de muerte para esos delincuentes irrescatables es la única opción que tiene una sociedad decente para sobrevivir.
Luis María Murillo Sarmiento ("Epistolario periodístico y otros escritos")
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