El reconocimiento de derechos ha sido un logro de la evolución. Un tránsito de la barbarie a la civilización, un desafío a la selección natural en nuestra especie que logra vislumbrar y reconocer la dignidad humana.
De Perogrullo es que no somos iguales todos los humanos, pero en razón de la dignidad invocada justo sí es que todos dispongamos de igualdad en los derechos. Fundamentada en tal criterio, aparece la equidad como expresión de humanidad que procura que ni la condición ni la fortuna obren en contra del titular de los derechos. ¡Que el acceso a los beneficios sea a todos los hombres permitido! ¡Que todos tengan acceso a bienes esenciales! ¡No puede negarse a ningún ser humano el derecho a la salud, al alimento, al techo, a la instrucción, a los frutos de un trabajo!
El ideal es noble, su consecución una auténtica proeza. Realizable en la medida en que se disponga de recursos, imposible si las necesidades los exceden, y si la población por la fortuna menos favorecida no asume la responsabilidad que le concierne.
Ciertas mentes son reacias a reconocer los logros sociales alcanzados. De pronto por una tendencia a la oposición sistemática, quizás por una pretensión desbordada que rebasa el propósito del principio de justicia, reclamando que todo sea gratuito. Pero todo, obviamente, no puede ser gratuito, porque todo sencillamente tiene un costo. De algún bolsillo sale lo que a otros no les cuesta. Se dice que proviene del Estado, pero el Estado es apenas un concepto. Los gastos del Estado son de la sociedad, que es la que aporta los recursos. En últimas, los sufragan ciudadanos con obligaciones tributarias.
Por eso me atrevo a afirmar que la ‘justicia social’ llevada al extremo se convierte en un parasitismo social: “costumbre de quienes viven a costa de otros”, según la Real Academia Española. Divisa de las izquierdas, mayor tanto más extremas, que piensan más en repartir que en generar riqueza. Melindre, acaso, de tendencias humanistas que en la búsqueda de expresiones plenas de los derechos humanos nos están haciendo olvidar que existen también obligaciones. Hoy la gente sólo piensa en sus derechos, poco se detiene en los deberes.
La pobreza no por sujeta a justificados beneficios está exenta de responsabilidades. No resulta tolerable, por ejemplo, que derroche servicios públicos porque los tiene subsidiados; que descuide la salud porque es gratuita su asistencia; que procree descuidadamente seres condenados a las condiciones más adversas con el convencimiento de que su bienestar es asunto del Estado.
Bajo la perspectiva de la responsabilidad y la justicia -distribución de cargas y beneficios- conviene analizar con más detenimiento hasta qué punto la instrucción superior debe ser gratuita.
Comenzaré por afirmar que la educación es para el estudiante universitario una inversión de alta rentabilidad, una actividad con innegable ánimo de lucro. Habrá quienes por soñadores ingresen a las aulas, pero pensando en el producto económico de la ilustración lo hace la mayoría.
Cuestan las edificaciones, cuestan las aulas, cuestan los maestros, cuestan los implementos. Nada en nuestro mundo es gratis, pero en el ánimo de los seres humanos está que no nos cueste nada. Hasta los educadores que se solidarizan con la idea de una educación gratuita, no entregan sin remuneración sus enseñanzas. Es más, cada día demandan mejor pago. La frase lapidaria de J.F.Kennedy, “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tú por tu país”, en esta cultura del seudoparasitismo social no tiene cabida. ¿Por qué será que, sin importar la clase social, no duele el dinero que se gasta en vicios y en excesos y sí aflige el que en salud y educación se invierte? Porque con gusto se paga la cuenta del bar o la canasta de cerveza en la tienda de la esquina, con desagrado, en cambio, una cuota moderadora o un copago**.
Puedo dar fe de que los ciento treinta mil pesos -hoy ciento diez millones- pagados a una facultad de medicina privada y costosa hace treinta y un años han dejado, contados por lo bajo, más de dos mil millones de pesos. Médicos con mayor ambición y más trabajadores cuanto menos duplican esta cifra. En mayor o menor proporción el fenómeno es común a todas las carreras. Ese es el atractivo para que las personas realicen estudios superiores. Sin la seducción de la ganancia no estudiaría la gente.
La educación sí es un derecho, pero también, indiscutiblemente, es un negocio. No tanto porque existan instituciones que se lucran -al fin y al cabo para dar pérdida no se fundan las empresas- sino, y primordialmente, porque la rentabilidad está en la mira de los estudiantes. Una carrera significa la satisfacción de por vida de todas sus necesidades y la realización de todos sus proyectos. Si la educación superior tiene tan altos rendimientos, no tiene, entonces, por qué ser gratuita. Su usufructuario debe retribuir a la sociedad de forma alguna.
Una cosa es el derecho a estudiar, otro su gratuidad. El derecho debe garantizarse, la gratuidad es cuestionable. Para garantizarlo a los más pobres se deben asegurar los recursos mediante créditos expeditos, sin más requisito que el mérito con que se obtuvo el cupo en la institución educativa, sin más garantía que el compromiso de estudiar para ser profesional, sin exigencia de fiadores que lo vuelvan utopía; con tasas blandas, largos plazos de gracia, de pronto sin intereses, si la inflación y el presupuesto lo permiten. Pero que la Nación al menos recupere el capital nominal prestado para reinvertirlo en nuevos educandos. De esta manera la responsabilidad social la asuman el Estado y el beneficiario. Punto de equilibrio en que ni el estudiante queda huérfano, ni el Estado lo exime de sus obligaciones.
La gratuidad, en forma de beca, debe ser un estímulo para buenos estudiantes. Una excepción justificable, no un beneficio general que cobije hasta aquellos estudiantes proclives a la conspiración, el vandalismo y la anarquía.
Beneficiado por un crédito del Icetex para mis estudios universitarios doy testimonio de las cifras irrisorias que pagué por varios años para devolver el préstamo. No son, por tanto, las sumas ‘confiscatorias’ que muestran las protestas.
En el modelo paternalista actual los beneficiados de subsidios y otros auxilios no sólo no se dan por enterados de la carga que imponen a la sociedad sino que muchas veces critican sin compasión la ayuda que reciben. Tampoco existe quien les recuerde los esfuerzos que hace la sociedad para compensar su situación precaria; para brindarles salud, educación primaria y secundaria, y asistencia alimentaria gratis; y servicios públicos subsidiados en buena proporción. Hasta alguna contribución económica se le tiene que dar a jóvenes de estratos bajos para que no deserten de la escuela.
Con tanta necesidad y en tantos frentes no puede el país feriar su presupuesto en satisfacción de pretensiones desmedidas. La ley puede prometer el paraíso, pero son los recursos los que hacen que no sean letra muerta sus sanas intenciones.
El desarrollo económico y la desaparición de la brecha social sólo se alcanzarán si todos los colombianos construimos, si todos adquirimos conciencia de nuestra responsabilidad y aportamos en la medida de nuestras capacidades, si somos más un aporte que una carga a nuestros semejantes.
Luis María Murillo Sarmiento MD
* Suscitan este artículo las protestas estudiantiles que por estos días convulsionan a Colombia, oponiéndose a la propuesta educativa del Gobierno.
El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, con clara vocación de estadista ha abordado la reforma de diversos sectores del Estado. Se percibe en sus reformas un ánimo correctivo y renovador que parece acorde con el lema de su gobierno: “Prosperidad Democrática”. Su ánimo respetuoso y conciliador, ha tropezado, sin embargo con la intransigencia de quienes no quieren, no entienden o no consideran suficientes las reformas. La enmienda educativa propuesta apuntaba a mayor cobertura, mayor calidad y mayores recursos para la educación superior. También contemplaba la existencia de instituciones con ánimo de lucro, innovación que a otros países permitió aumentar la cobertura. Este punto, en particular, odioso para quienes a sus años suelen trasegar por la izquierda, satanizando cuanto tenga el adjetivo de privado, generó las protestas. Condescendiente, el Presidente retiró el artículo polémico. Las protestas continuaron. Retiró entonces todo el proyecto. Pero ni así el incendio se sofoca.
** Pagos que realiza el afiliado al sistema de salud por cada consulta, tratamiento o intervención quirúrgica, y de los cuales están exentos los más pobres.