Quiero brotar lágrimas de mis ojos pero hacia mi interior; que circulen con su saladez en la acequia de mis venas, hasta llegar a la sangre estancada de mi corazón y se fermenten hasta convertirse en amoníaco.
El amor es como una acidez de madrugada que estruja el estómago y se restriega con fuerzas hasta lamentos generar; luego se escabulle y desaparece no sin antes el sueño de la almohada eliminar.
Una vez sentí una emoción tan distinta a las demás: Fue como una bella paradoja donde la amistad y la ilusión se entrelazaban para ir de la mano con la sensación y estallar en un impetuoso impulso sólo detenido por las limitaciones del contexto.
Mas en una mansa rencilla se fragmentó; pero como un punzante calambre aún golpea dentro de mi ser. Yendo y viniendo, despertando y durmiendo, carcomiéndome con las pinceladas de esperanza que pinta en mí.
Por eso, detesto ese sentimiento surgido y detesto que ella no me odie. Porque sólo el odio es el sable capaz de cercenar esa espada plateada llamada simpatía, la que defiende ciegamente a su príncipe, el amor.
Si el amor y el odio se enfrentasen, el primero ganaría pues tiene más sentimientos a su respaldo. El odio, en cambio, solitario es condenado por creérsele trapero y mundano, cuando es admirable por ser radical y directo.
Es así que quiero que ese arsénico amonio permanezca en lugar de mi sangre por siempre; para que con su toxicidad purifique mi sangre de ése canalla que toca tu hombro sólo para asegurar la cuchillada en el corazón.