La aurora mandó una sombra a mi balcón,
que me abrazó y con su mano abrió las heridas de mis alas.
Rompió los hierros que amortajaban mi corazón
y descubrió tras ellos a un niño que lloraba.
Ningún dios tuvo compasión
del todo que se volvía nada,
y más me quería la sombra
mientras más lágrimas le daba.
Pasó así todo el día
mientras el cielo supuraba
y una vez la noche venía
la sombra se marchaba.
Dejaba tras de sí un cuerpo muerto,
sin Dios, sin luz, sin alma.
Dejaba tras de sí un corazón ciego,
sordo, mudo: la nada.