Esa luminosa lágrima al extremo del pincel ya no volverá a emigrar
hacia el lienzo enmudecido de trazos sutiles e inconclusos del ayer.
Que fueron luz apenas mientras maduraban soñando ser claroscuros.
Frágiles y vibrantes, lánguidos y profundos.
Pero tristemente inconclusos.
Y tomando distancia de si mismos como la música que empalidece con cada paso en la dirección incorrecta.
Hasta perder el rumbo.
O ensordecerlo tal vez ante la locuacidad tenaz y mórbida del insospechado murmullo del caos.
La página desprendida de aquel libro deshabitado
que el tiempo deshoja y añeja entre los pliegues de su frustración .
Tan insensato e ignominioso como la plegaria sin dios
y la blasfemia sin castigo.
Dejando palpitar a tientas un témpano a contramano
anclado profundamente a la ladera siniestra del pecho.
Sin margen para latir el exilio de la pena mientras corroe
la sangre hacinada evadiendo constante y a tiempo su infinito vacío.
A una esquina del arrepentimiento y de espaldas a un destino obsceno
que ultraja casi artísticamente al espíritu abominable del ya ni ser ni parecer.
Fluctuando hacia el estruendoso pantano de mis silencios adultos
desde la sinfonía sincera y desgarradora de una pequeña rodilla rasguñada en la niñez.
Todo tan servil al olvido y tan olvidable como un adiós necesario.
Atrapados. Sin futuro, ni promesa, ni esperanza.
Sólo atrapados.
Como una despedida en la garganta vencida del espacio atemporal.
Como un tren oxidado en las fauces de su andén.
Como las gotas varicosas en las venas sórdidas de un oscuro glaciar.
Así. Así de agónico y perverso.
Como una mina derrumbada a fuerza de excavar, someter y obstruir.
Sin aire y sin vida.
Presenciando en primera fila como se congela y se silencia y se apaga todo cuanto fui desde mis venas ya insensibles y ominosas.
Las venas de mi glaciar.