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Apuró el vaso y admiró el orden de los licores apilados. Hasta el gordo parecía una figura sin voluntad: servía tragos, recibía dinero y conversaba y reía a mandíbula abierta. Leonardo acercó un oído a sus dedos y los chasqueó por enésima vez. Entonces fue cuando sintió aquella mano tentándole la espalda. Volteó y, dando un saltito, vio que una muchacha le sonreía. ¡Qué!, se miraba los dedos, incrédulo, ¿resultaba? Pero todo, o casi todo, se le esfumó de la mente no bien la examinó: un cuerpo de formas perfectas, asfixiadas por un polo y un jean muy ajustados, se le ofrecía con descaro entre los haces de luz. La muchacha le dijo hola, moviendo su cabeza de pelos ondulados, y él sólo atinó a mostrar la misma sonrisa estúpida del principio, quizá contento, quizá nervioso, quizá sin saber qué hacer, si contarle que se llamaba Leonardo, que tenía veintidós años, que trabajaba redactando noticias en una radio miserable, y, lo más importante, que no tenía enamorada, o si besarla y estrujarla a su antojo, sin tantos preámbulos.

No tuvo tiempo para decidirlo. La muchacha lo arrastraba ya, al compás de la música, hacia la pista de baile y él se vio, de pronto, rodeado por esos cuerpos que bailaban desentendidos del mundo. Allí estuvieron moviéndose un rato calculadamente, hasta que, poco a poco, el furor de sus propias siluetas fue encontrando, entre canción y canción, aquella motivación inexplicable, que, como al resto, los haría moverse sin pensar. Sin embargo, algo todavía inquietaba a Leonardo. No entendía por qué la muchacha se le había presentado así, de golpe. ¿Acaso no era lo que había estado esperando? ¿No podía ser que él le hubiera gustado y punto? A menos que fuera un... No, no lo pensaba. La miró bien y, para evitar sorpresas, decidió asegurarse. Esperó una canción lenta y, pegándosele, incrustó un muslo entre las piernas de la muchacha. Suspiró aliviado. Sí, era mujer. Ella no se percató de esta prueba que él sabía necesaria, pues, a simple vista, uno podía llevarse un gran chasco, peor si se encontraba con algunos tragos encima. Entonces por qué estaba allí.

Se mantuvieron acoplados y ese olor de profundidades que procedía de ella a él ya le quemaba el cuerpo y lo hacía desearla cada vez más. De regreso a la barra, Leonardo, que miraba a la muchacha embelesado, pidió dos Rusos Blancos y el barman volvió a accionar. Apenas lo tuvo entre manos, ella lo bebió como si fuera agua y exigió otro. Sólo antes de acabar el tercero se animó a hablar. Le contó que tenía veintiún años, que vivía con dos amigas que la habían dejado abandonada en la disco para irse con unos tipos no sabía adónde, que un buen día había decidido largarse de su casa pues sus viejos se peleaban a diario por tonterías, que desde ese instante había tenido que trabajar para mantenerse, y, sobre todo, que el patán de su enamorado, encima de tratarla mal, la engañaba con otra y por eso ella se sentía sola, sí, muy sola. ¿Escuchó Leonardo el énfasis puesto a ese muy sola?

La expresión de la muchacha, una máscara dolorosa, suspendida en aquel aire bullanguero, aclaró sus dudas: se le había acercado para olvidar lo mal que se sentía. Leonardo saltó del asiento y le pasó un brazo por sus hombros y, con esa confianza que nace al compartir las penas, le contó su  historia con Fiorella. La muchacha hundió, al improviso, la cabeza en su pecho y él paseó una mano por su rostro y se lo levantó. Al verla de lleno, notó sus ojos arrasados de lágrimas y, enternecido, rodeó su cintura y la atrajo hacia su cuerpo, tanto que en un momento hasta pudo respirar perfectamente de su aliento húmedo y tembloroso y, como no opuso resistencia, la besó. Luego, empezaron a reír. Cómo era la vida, ¿no?, los había juntado a ellos, sí, precisamente a ellos, que estaban muy afligidos. Viéndolo así, qué les impedía seguir. Volvieron a besarse y, durante un buen rato, sus lenguas y bocas no se concedieron descanso. Sí, quién sabía, pensaba él, a lo mejor esta muchacha se le metería en las venas con el tiempo, al igual que Fiorella.

Cuando el cielo empezó a clarear por las ventanas, Leonardo advirtió que la disco escaseaba de gente. Las luces se filtraban ahora por todos lados y las dos o tres parejas que se movían en la pista de baile lo hacían con ritmos descompasados, embotados de licor. La muchacha estaba enganchada a su cintura y él acariciaba sus carnes quebradas con una tibia palpitación. Ella alargó el cuello y le exigió al gordo dos tragos más. Engulló el suyo de un porrazo y, como incitada por el ardiente sabor, se aventó de nuevo contra Leonardo y, con la voz mamada, le dijo que por qué no se iban a un lugar donde pudieran estar solos. Leonardo la miró y, como esperaba, la sonrisa estúpida volvió a iluminar su cara, quizá contento-no, más que contento-, quizá obnubilado, quizá pensando en su buena suerte, pues todo había salido mejor de lo planeado. ¿Acaso debía dudarlo? Se encaminaron con pasos medidos hacia la puerta de salida, intentando controlar sus figuras tambaleantes, mientras el gordo, que limpiaba unos vasos, los contemplaba con una expresión de infinito cansancio. Leonardo tenía abrazada a la muchacha contra su cuerpo más alto y sentía cómo era bombardeado por una férrea explosión de deseo, por fuerzas en constante evolución. En la calle, la etérea, perenne llovizna de la ciudad los acuchilló de lado. Aun así, nada impidió que llegaran a uno de los taxis amodorrados que acechaban fuera de la discoteca.

El  taxi los condujo raudamente hasta una avenida cercana a la radio, donde Leonardo recordaba que existía un hostalito que podía pagar con lo poco que le había sobrado de la noche. La muchacha había atornillado la cabeza a un hombro de él y parecía dormir. Sin embargo, en ese momento, algo así como una forma borrosa tomó cuerpo al lado de ellos, y él, no bien la reconoció, saltó en el asiento. ¿Qué demonios hacía la imagen de Fiorella apareciéndosele ahora? ¿Estaba borracho, no? ¿O era que en este tipo de venganzas subsistía siempre el llamado de la otra persona, su recuerdo, como para disuadirlo a uno? Al inicio, Fiorella sólo golpeaba el techo y las ventanillas, furiosa, aunque, luego, al darse cuenta de que Leonardo miraba hacia afuera, ignorándola, comenzó a apoderarse del cuerpo de la muchacha, a convertirse en una sola con ella. ¿Era posible? El taxi se detuvo en una calle oscura, aledaña a la avenida. Fiorella (la muchacha) se dejó guiar rápidamente y él, resignado y calenturiento, la introdujo por la portezuela del hostal.

El hostalito proyectaba un silencio tan gigantesco que ellos, mientras buscaban el cuarto que les habían asignado, oían claramente cómo gemidos y grititos desesperados se magnificaban hasta la locura detrás de las paredes. Muertos de la risa, abrieron la puerta numerada del cuarto y Fiorella (la muchacha) ingresó poco menos que cayéndose. Leonardo la sostuvo, abrazándola por la espalda, y la empujó con todo su cuerpo hacia la cama. Ella empezó a desvestirlo con violencia, como si pretendiera arrancarle algo más que las ropas, y él la imitó y, ya desnudos, volvió a apretarla contra su pecho y, durante un rato, repasó las formas de color canela, deliciosamente conocidas de Fiorella (la muchacha). Pero por qué los dos estaban así, Fiorella, dijo al cabo, sufriendo, si podían ser muy felices. Sin esperar una respuesta, la tumbó a la cama y cayó sobre ella con otra sonrisa estúpida, quizá extasiado, quizá ansioso, quizá incluso para creerse que Fiorella estaba allí, porque bien que sabía, entre la maraña alcohólica de su cabeza, que a quien tenía debajo no era ella, por más que la muchacha lo recibiera con mimos idénticos y lo apretara igual con sus piernas, por más que él, durante toda la agitación vertical, horizontal, totalmente alborozada que siguió, no parara de decirle cuánto la amaba, ¿Fiorella?

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