Se despertó mirando al techo, la cabeza revuelta. El cielo raso y las paredes mudaron de sitio unos instantes más que las puertas y ventanas, y él, que yacía despatarrado, alargó una mano para tocar el cuerpo de la muchacha y, al palpar entre las sábanas, no la encontró. Miró a su lado y comprobó que efectivamente no estaba. Trató de ordenar sus ideas. ¿Había soñado? No, todo había sido bien real. Aún conservaba en su cuerpo el recuerdo de lo que había saboreado. Lo más lógico entonces era que la muchacha estuviera en el baño. Quiso llamarla por su nombre, pero se dio cuenta de que no lo recordaba. ¿Se lo había dicho? Sonrió. No importaba, ya se lo preguntaría otra vez, claro, sutilmente, para no herirla. ¿No era, sin embargo, una candidez pensar que no la lastimaría apenas le dijera que nunca más se volverían a ver? ¿Podía imaginar el rostro plañidero de la muchacha suplicando que no la abandonara? Como fuera, él se mantendría firme; no había sido más que la locura de una noche. Era obvio, ¿no? No era Fiorella, jamás llegaría a amarla como a ella. ¡Qué tonto! Cómo había creído que lograría estar lejos de Fiorella y, sobre todo, cómo se le había ocurrido querer suplantarla con alguien que se acostaba con el primero que encontraba. ¿No eran éstas las cosas sin sentido de la vida? Ahora lo más importante era empezar a actuar fríamente. ¿Qué hacer con Fiorella? Pues no debía buscarla sino hasta dentro de unos días, cuando tuviera la suficiente capacidad para ocultarlo todo, para morir negándolo si algo lo delataba. Nadie tenía por qué saberlo tampoco. De otro lado, ya encontrarían la manera de salir adelante, de superar sus problemas, de comprenderse mejor; al menos esta vez él pondría todo de su parte.
Resolvió conversar del asunto con la muchacha lo más pronto posible y, cuando se desprendió de la cama, una mueca de sorpresa invadió su rostro: no se veían más que sus propias ropas regadas por la habitación. Sonrió de nuevo. Quién decía que la muchacha no estaría ya cambiada, consciente también de que lo de anoche había sido una simple aventura, nada más. A fin de cuentas, ella tenía enamorado, dónde quedaba él si no. Ella tampoco estaba obligada a decírselo, ¿no? Por una ventana del cuarto, vio que casi no circulaban ni personas ni combis o micros por la avenida. Se quedó sin comprenderlo unos instantes. ¡Qué estúpido, reaccionó, si era domingo!, e, inquieto, se preguntó qué horas serían. Encontró su reloj debajo de la cama y, al fijarse en las agujas, gritó. ¡Maldita sea, la una de la tarde! ¡Tenía que irse! ¡Rápido! Confiaba en que Fiorella no hubiera llamado a su casa, si no ¿qué le diría?, ya lo pensaría en el camino. Se vistió nerviosa, velozmente, y le dijo a la muchacha que se apurara, que debía entrar al baño, pero ella no le contestó.
Extrañado, Leonardo se condujó hasta la puerta cerrada y tocó. ¿Estaba adentro? Continuaban sin responder. ¡Qué raro! ¡No! ¿Podía ella haberle robado y haberse dado a la fuga? Revisó su billetera y vio que lo poco que tenía aún estaba en su sitio. Volvió a tocar. ¿Y si se hubiera matado? ¡No!, ¿por qué haría una cosa así? Dio vuelta al picaporte y descubrió que en el baño no había absolutamente nadie. ¡Cómo!, ¿se había ido?, ¿y sin despedirse? Intentó explicárselo mirando las viejas losetas del piso, las mayólicas rotas, el sarro amarillento de la ducha. Y sólo cuando se giró para salir y se fijó en el espejo a sus espaldas lo entendió.
En cuestión de segundos, las lágrimas saltaron a sus ojos y sus nervios estallaron por completo. ¡No, a él no podía pasarle eso!, ¡no, no era verdad!, ¡sí, era una pesadilla, sí, por favor! Sin embargo, ahí estaba. ¿Y Fiorella? Ahora sí qué le iría a decir. Retrocedió unos pasos hasta quedar contra una pared y se derrumbó al suelo. Luego, mesándose los cabellos con furia y sollozando con breves gemidos, empezó a maldecirse por su imprudencia, por su estupidez, por su falta de tino y cuidado. ¿Por qué no había usado, al menos, un preservativo? Muchas personas y recuerdos desfilaron entonces por su cabeza como gente de una procesión trágica: su vida en unos momentos que terminaba en la sola imagen de la muchacha. Y ni siquiera sabía cómo se llamaba o dónde ubicarla para preguntarle si era una broma, si para eso lo había abordado o, en todo caso, por qué a él. ¿No había sido sólo una aventura? ¿Valió la pena hacerlo? Las babas y los pucheros no lo dejaron hablar más. Y, aunque trató de no seguir viendo, sus ojos nublados lo traicionaban reiteradamente, y leía, ya sin la sonrisa estúpida de toda la noche, la inscripción roja en el espejo, hecha con un lápiz labial: Bienvenido al Club del Sida.