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En verdad se veía en blanco y negro hacia fuera. El agente rió. Pero esa risa no había sido de burla. El matiz de su risa al salir de su boca fue de nerviosismo.

(El mocoso de mierda no había mentido con respecto a la mirilla, después de todo).

Y el agente comenzó a sudar, al mismo tiempo en que su aliento se volvía pesado y visible. Era un sudor frío, agudo; penetrante como el frío que se había desencadenado en el departamento 103.

El agente quiso apartar su mirada, pero no pudo.

Había alguien afuera, estaba en el mismo lugar donde él, momentos antes, había sentido la mirada en los hombros. Ahí había alguien.

Era una mujer. No, no era cualquier mujer. Era su mujer. Vestida con una falda vieja y larga, como las que usaban a principios del siglo veinte, con un delatar sucio encima, y un paliacate amarrado a la cabeza, era su mujer; regordeta y de cara redonda, parada en la base de la escalera para subir a las azoteas, ahí estaba, mirando directamente hacia la puerta del departamento, hacia la mirilla al agente Matos.

Un dejo metálico apareció en el gusto del agente. Después la boca se puso áspera como una lija. Su lengua se movía como una serpiente herida.

Matos se separó de la mirilla e intentó abrir la puerta, pero esta estaba cerrada... Por fuera. El agente tironeó de la perilla con fuerza, pero esta no cedió. Era como si alguien desde el pasillo exterior se aferrara a ella con una fuerza sobrehumana. Matos volvió a la mirilla, y ya no vio nada en la base de la escalera para subir. Ahora, la mujer que se parecía a su mujer estaba en la puerta y tiraba de ella hacia a fuera, asegurándose que no se abriera. El agente Ernesto Matos sintió que su seguridad se resquebrajaba mientras su corazón latía rápidamente más, y más. Un halo de desesperación frío, mas aun que el frío dentro del departamento, le apretujó en el pecho como si alguien se apoyara violentamente contra él. Gritó y golpeó la puerta. Pidió que lo sacaran haciendo referencia a quién era él, y por que estaba allí. Pero afuera la puerta seguía detenida.

De repente el rostro de la mujer se emparejó con la mirilla.

Y Matos pudo ver el cráneo de la mujer blanco y lleno de tierra, la piel arrancada, roja de la mitad del rostro. Y el ojo. Ese ojo cubierto por líquido amarillo que ahora se escurría por la sangrante mejilla, lo miraba con determinación. Matos no escuchó nada, pero supo que esa cosa, lo que quiera Dios que fuera, no lo dejaría salir. Y gritó a todo pulmón quemando su garganta.

En respuesta a su lacerante grito, el frío aumento, al igual que su pulso y la presión en el pecho. Además, el agente Matos pudo sentir como alguien estaba detrás de él, con él, ahí en el departamento. Temblando de horror y frío Matos volteó y vio lo que Mario, el amigo maricón, según él, del mocoso de mierda había visto.

Volvió a gritar.

Pero aun sobre su grito, Matos escuchó aquella exigencia.

< ¿Donde está? ¡Dime donde está! >

 

 

José Carlos esperó a que las visitas salieran de la habitación del hospital.

Fue tardado. Sobre todo porque la familia de Mario insistía en quedarse. Finalmente salieron y en lo que la enfermera salía a acompañarlos, José Carlos se metió al cuarto. Mario lucía gracioso. La venda le cubría la cabeza solamente dejando a la vista el rostro. La sábanas de la cama le tapaban todo el cuerpo, pero José Carlos intuyó que todo el cuerpo de su amigo estaba vendado. Por fuera de estas colgaba de un cabestrillo el brazo derecho de Mario escayolado.

Mario miró a su amigo con preocupación. Después de unos segundos de no decir nada Mario extendió la mano izquierda, la sana, para estrecharla con la de José Carlos. Ambos quisieron darse un abrazo, pero ambos sabían que no era muy prudente. Después de un rato de plática, y tras un prolongado rato de silencio, José Carlos se animó a preguntar:

- ¿Qué fue lo que te atacó?

Mario suspiró y miró a su amigo.

- No lo sé, exactamente - dijo - . Era monstruoso, adoptaba formas de..., cosas, personas a las que yo temía. ¿Recuerdas que alguna vez te platiqué del pastor Díaz?

- Sí, el del templo. El que de niño te daba miedo.

- Pues ví su rostro cerca del mío. Tal cual, lleno de arrugas y con las cejas juntándosele en la base de la naríz, con la mirada dura y amenazante. También vi el rostro de mi padre enojado, el de mi abuelo enojado, el de mi madre enojada y... Hasta el mío. Lo ví como creo haberme visto el día de la fiesta de integración.

- Cuando te peleaste por el imbécil ese que le faltó el respeto a Maya.

Mario movió la cabeza, dentro de lo que pudo, afirmativamente.

- Y tú ¿Qué crees que fuera todo eso?

José Carlos respiró profundamente. Había repasado tantas hipótesis que ya ninguna le convencía.

- No lo sé - dijo y encogió los hombros- . Y tampoco quiero saberlo.

Mario convino con su amigo. Guardaron otro momento de silencio hasta que Mario hablo.

- Oye yo, no lo sé, quisiera darte una disculpa. Creo que por mi culpa tardaste tantos días encerrado, pero yo también tardé en salir del coma.

José Carlos tronó la boca.

- Por Dios Mario no digas eso, cabrón.

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