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ERA más de medianoche y el médico no llegaba, Ana Cristina se revolcaba en medio de una angustia flemática y un dolor que le punzaba su preñez. Felipe Carranza, su esposo, había ido hasta el pueblo para traerlo, pero el mal temporal y los achaques del viejo galeno, lo retrasaron e impidieron que llegara a tiempo. Cuando finalmente lo hicieron, al filo de la aurora, ya era demasiado tarde, la niña había nacido, y Ana Cristina se había extinguido envuelta en una hemorragia interminable, para desfallecer momentos antes de la llegada de Felipe, y del único médico que había en varios kilómetros a la redonda.

Felipe amaba a su esposa, e hizo hasta lo imposible para llevar al doctor, lo levantó de la cama, lo ayudó a vestir, lo arropó con sus propias manos para que no se resfríe en el trayecto, y no le dé uno de sus repetidos ataques de asma, le llevó el oxidado y pequeño maletín de auscultación, le pagó por adelantado, y hasta le compró una botella de coñac para el frío del camino. Los ataques de tos no tardaron en aparecer en el vetusto médico, y Felipe en un arranque de desesperación le embutió cinco dedos de coñac a pico de botella para que se recupere, no solo que se recuperó, sino que empezó a cantar himnos de cuando estaba en el ejército, con una enmohecida voz. El viento era fuerte esa noche, el camino se difuminaba en cada curva y la lluvia sesgada golpeaba los cristales; para cuando bajaban de la parte mas alta de la colina, desde donde se veía la casa, el veterano se había bebido toda la botella de coñac en la parte trasera del coche, mientras Felipe sin siquiera percibir su presencia, ni el tufo de alcohol en su espalda, no tenía mas pensamientos que para su esposa; y mientras conducía podía sentir el intenso dolor que le desgarraba las entrañas y la hacía retorcer amarrada a su túrgido vientre, y pudo ver sus ojos llenos de lágrimas llamándolo en silencio, y miró a su madre sudorosa al lado de ella dándole aliento; pero cuando sintió que en el alma de su esposa se introdujo una agonía fulminante y sorda, frenó en seco, y recién se dio cuenta que un bulto en total estado de inconciencia iba en la parte posterior del coche, supo que nunca iba a volver a verla, y supo además, que su vida se había derrumbado para siempre. Se desahogó en un llanto entero, en medio de esa maldita oscuridad, odió la llamada telefónica de su madre invitándolo a su casa para conocer a su joven esposa embarazada, odió el no poder hacer nada para salvarla, odió a la piltrafa de ser humano que se hacía llamar médico y estaba sumido tras de él, odió las distancias, el viento y hasta la invención del teléfono y la vida. Se odió a sí mismo. Desde que apretó el freno, hasta que lo hecho a andar de nuevo habían pasado unos pocos segundos, por donde se le estaba colando la felicidad, recobró la serenidad, pero no le imprimió la misma velocidad que en un principio. Se desbocaron sus sueños.



Cerca del amanecer llegaron a la casa, el médico apenas podía pararse y necesitó ayuda para llegar a la casa.


    * Hijo mío algo terrible ha sucedido-. Dijo su madre desde la puerta de la casa –Tu esposa... –

    * Si ya lo sé madre-, replicó -¿Cómo está mi hijo?-

    * Se encuentra muy bien-, respondió la madre- Es una nenita


El médico, que apenas podía mantenerse en pie, hijo de una noble y aristócrata familia, llegó al pueblo hace mas de cuarenta años para quedarse por dos meses en un encuentro comunal con indígenas y nativos de los caseríos aledaños, conoció a la mujer de su vida, y se quedó para siempre. Teniendo el pueblo como centro de operaciones, sanando, curando, y aprendiendo de la medicina indígena y del poder curativo de todo tipo de hierbas naturales, fundió sus conocimientos y creó un estilo característico y particular de sanación, con métodos científico-naturales, que mezclados con una filosofía propia, que él mismo le daba el nombre de "La teoría del desdoblamiento corporal", aprendido de manera autodidacta en una serie de libros orientales, donde intervenían los cuatro poderes del karma y el estudio de la energía interior del ser, hizo posible que jamás en toda su trayectoria como médico, se le muera un solo paciente. Era flaco, con una calvicie hiriente, y unos ojos grandes y profundos, del color de la arena mojada, que emanaban jovialidad y fuerza, lo que contrarrestaba con su destartalada figura, parecía como si él mismo hubiera sufrido todas las enfermedades del mundo, y en cierto sentido era así, ya que para curar con su método híbrido, debía estar íntimamente ligado a su paciente, pues al colocar los cataplasmas y ungüentos, y darles a beber los brebajes preparados con montes y hierbas que nunca dio a conocer a persona alguna, en esos momentos de profunda intimidad con su paciente, él mismo sentía la enfermedad en su propio cuerpo, fue así que en centésimas de segundo padeció y curó de sarampión, rubéola, paperas, fiebre amarilla y paludismo, sintió muchas veces en carne propia los dolores del parto, infartos al miocardio, y convulsiones epilépticas, sanó a leprosos, a chancrosos y a leucémicos, recorrió toda la comarca curando desde un mal de ojo hasta cefaleas crónicas y migrañas del alma. Era conocido en toda la región, y su clientela iba desde el mas humilde indígena, con choza de paja y desasosiego en su corazón, hasta el más pudiente hacendado, dueño de propiedades, tierras, ganado e indios desasosegados de corazón, y su trato era igual para todos. Cierta ocasión intentó hacer un exorcismo, conjuntamente con el párroco del pueblo, que había solicitado su ayuda, pero no lo logró porque entendió que no hay nada que un médico pueda hacer en las cuestiones del diablo. Lo había hecho de todo, así que esa noche confiado en sus conocimientos y experiencias, bebió plácidamente en la parte posterior del coche de Felipe, mientras éste no tenía ni un céntimo de confianza en el viejo.



Cuando llegaron fue tras Felipe, quien daba por hecho que no se podía hacer nada mas, pues su esposa había expirado, y lo confirmaron los llantos sordos que deambulaban despacito con la gente de toda la casa. En la habitación, se podían ver los vestigios de sangre, todavía caliente, que cubría todo el piso, Felipe azorado y pálido, se quedó paralizado ante tal espectáculo, sin poder articular una sola palabra, no se dio cuenta de que el viejo, con un leve empujón, le hizo a un lado, y se dirigió donde estaba el cuerpo exánime de Ana Cristina.


    * Ya es demasiado tarde doctorcito -. Dijo la anciana india que hacía parir a las vacas, yeguas y mujeres del rancho.- La niña ya se murió.


Nunca es tarde,- dijo el viejo doctor, sin presentar ningún síntoma de alcoholemia, como si no hubiera probado una sola gota de alcohol. Fue directamente donde estaba acostada ella, de su baúl sacó varios frascos, y le colocó un emplasto en la frente mientras susurraba algo quedamente, un olor a flores recién podridas llenó el cuarto. En pocos segundos el rostro del viejo empezó a transfigurarse, como si su esencia vital estuviera siendo succionada en medio de sudores lacrimosos y temblores armónicos. Felipe estupefacto no podía dar un paso del umbral de la puerta, caso contrario hubiera sacado a patadas al viejo doctor charlatán, que hasta hace poco estaba cayéndose de borracho, y en ese momento se vestía de Dios, de brujo, de divinidad, al querer resucitar a su mujer. De modo que en el momento que pudo dar el paso inicial para realizar su cometido, su esposa empezó a toser, y el médico, en violenta sacudida, se desprendió de su mano y quedó jadeante junto al lecho, había perdido mucha sangre, y estaba débil, de algún modo le había dado parte de su propia energía, de su propia vida, era algo que traía en mente, de forma teórica, desde mucho antes, pero que no había tenido la oportunidad de demostrase a sí mismo en la práctica. Fue un triunfo personal. Felipe no daba crédito a lo que estaba viendo, cuando Ana Cristina abrió los ojos y preguntó dulcemente por su hija.



Felipe no cabía en gozo, pues su esposa estaba viva y su hija estaba bien, quiso santificar al médico, y cuando reaccionó para darle las gracias y pagarle de alguna manera, luego de los fervorosos abrazos con su esposa, él se había marchado hacia un caserío cercano pues a un indígena le había picado una víbora. Los festejos por su nueva paternidad se prolongaron por cuatro días consecutivos, y aquel viejo coscojiento y reumático quedó por siempre impregnado en el corazón de todos en aquella casa.


Luego de la muerte de su esposa, el doctor, se perdió en los asentamientos indígenas trabajando en forma febril, curando, sanando, reviviendo.


La última vez que los Carranza supieron de él, fue cuando su hija, a quien habían bautizado con el nombre de Alfonsa, en honor al viejo, había cumplido cuatro años, y se enteraron de que el médico del pueblo había fallecido una semana antes, cuando intentaba resucitar a una niña muerta por dos días, que había ingerido frutos venenosos, envuelto en convulsiones y vómitos, y que tuvieron que enterrarlos juntos, pues los dos habían muerto de lo mismo...


©Patricio Sarmiento


Cuenca, 24 de julio de 1999

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