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-         Vamos adentro -decidió Patricia- a eso entramos, ¿No?

-        Esperen, dijo Omar, yo inspecciono el camino y vuelvo. Si en diez minutos no regreso avisen a la policía.

Al ver nuestras expresiones soltó la risa y nos dijo muy quedo que era por molestar pero que nunca se sabe. Hablamos en susurros, como en una conspiración pero, en medio de los vuelcos que nos daba el corazón a todos, nos tomamos de las manos, sudorosas por la emoción y esperamos el regreso de nuestro líder. No se porqué aceptábamos su jefatura; en el colegio era el más lerdo de los cinco, perdía materias todos los meses y era el único que había repetido curso; se imponía debido a que nadie le ganaba peleando o discutiendo con los grandes. Seguimos con la vista su figura pequeña y maciza hasta llegar a la primera ventana en la esquina de la casa.

Aguantamos la respiración cuando la empujó, pero nada. En la segunda de las seis repitió la acción y tampoco. La tercera rechinó al abrirse imitando los gruñidos de los ogros de las historias infantiles televisadas mientras nuestro amiguito retrocedió corriendo a nuestro lado. Esperamos varios minutos y como no ocurrió nada Omar avanzó entre decidido y temeroso hasta la ventana que abría el sendero a la zona inexplorada. Se asomó y nos hizo seña de que avanzáramos. Animándonos unos a otros penetramos a la casa por la ventana que abría un mundo nuevo a nuestras ansias de aventuras.

La primera mirada nos dio una desilusión tremenda. Vimos el desorden más grande que nuestras madres no podían imaginar, eso en el primer cuarto que visitamos: cajas de cartón y de madera, costales lleno de quien sabe que, bultos de otras cosas que no sabíamos, polvo por todas partes que nos puso a estornudar y desechos de utensilios irreconocibles. 

El segundo cuarto que visitamos entre susurros de consternación nos mostró arrumes de muebles, que adivinábamos debajo de las telas polvorientas que los cubrían, blancas en lejanas épocas y ahora de color indefinible. Rodrigo levantó una con curiosidad, para demostrarnos que no eran fantasmas. El mobiliario parecía que nunca había sido usado. La tercera pieza nos lanzó a los ojos curiosos y ansiosos de novedades una mesita común y corriente, de manufactura artesanal, con tres butacas sin adornos, con la madera en blanco, sin ningún tipo de barniz o tintura.

El resto de la primera planta estaba en igual desorden, con frascos, botellas, desechos que no estimularon nuestra curiosidad. ¡Ah, olvidaba algo importante, por todas partes flotaban olores desconocidos pero de ninguna manera desagradables!. Patricia nos comentó que su mamá hacía cursos de pintura y que lo que percibíamos eran las emanaciones de aceite de linaza, óleos, aguarrás y otros que no distinguía, dijo con cara de sabihonda. Contra las paredes veíamos bastidores, láminas de cartón y madera prensada y cuadros a medio hacer o tan sucios que no se distinguía lo que estaba plasmado en ellos.

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