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Pero un día se fue y como ya he dicho sus herederos adecentaron el santuario a los nuevos gustos sociales,  y desde ese momento aquello fue un desfile de sombras.  Por ello y un principio,  no le di demasiada importancia cuando mi madre me anunció:  "han venido otros".  Y es que sin darnos cuenta nos referíamos a ellos como si se tratase de objetos.  O peor aún,  ratas o seres venidos de otro planeta,  y en el fondo lo eran.  olían,  respiraban,  andaban y hablaban distinto.  No pertenecían a nuestro mundo.  En la calle,  es cierto,  los había a millares,  pero la calle es espacio,  espacio que te permitía rehuirlos,  ignorarlos,  verlos caminar acera adelante y perderse al doblar la primera esquina,  mientras que allí en cambio el valor que predominaba era tiempo.  Era él quien nos separaba y la vez nos unía hasta el hartazgo,  por lo que cualquier intromisión te tensaba sin saber muy bien por la incomodidad de tener necesariamente que registrar el latir existencial de alguien que aparecía y desaparecía como si se diluyera.


A tenor de lo dicho lo más lógico fue que no le diera en un principio mayor importancia al hecho de que hubiese nuevos inquilinos,  ya tendría como lo había hecho tantas otras veces,  tiempo de tomar de su existencia aquello que de verdad me atraía,  que no era mucho,  en algunos casos nada,  pura indiferencia.


No obstante,  en ese momento algo había cambiado en mi mundo,  por eso cuando me crucé con él por segunda vez en la escalera,  percibí que me saludo amable,  quizás demasiado, denotaba a todas luces una sospechosa intención de agradar.  Aquel buen días,  anunciaba algo que no era un simple empujón de palabras que uno no recoge y ruedan escalera abajo como indiferente y sombría colilla.  Era por el contrario,  como una mano enana y pegajosa que se te agarra a la solapa y llevas todo el día colgado del traje.  ¡Buenos días!,  ¡buenos días!, los tonos no me cuadraban,  vivíamos en un mundo donde la normalidad era puro artificio,  donde la amabilidad tanto como la sinceridad era y es sinónimo de culpa.  Yo lo sabía mejor que nadie,  no en vano iba a pagar un alto precio por ello.


Era nuestro nuevo vecino un hombre de unos treinta y tanto años.  Más bien alto,  delgado,  moreno.  Llevaba el pelo entre largo y corto,  es decir,  en un punto que seguro no le apetecía para nada.  Vestía un pantalón vaquero,  una camisa de dios sabe qué color,  y una chaqueta azul oscuro.  Curiosamente llevaba chaqueta pese a que hacía calor,  una chaqueta que le convertía en sospechoso.  ¿Qué ocultaba bajo ella?,  para mí no había duda,  podía haberla,  debía haberla,  lo lógico y sensato era que la hubiera,  pero todo giraba demasiado rápido en torno a ese sentimiento sin entrañas que nos tenía atrapados a todos sin excepción,  y en el que no había lugar para los inocentes ni por supuesto neutrales,  como para albergar algún tipo de duda sobre lo que escondía bajo aquella chaqueta.


Fue la primera vez que lo vi o la menos tuve y tengo plena conciencia de ello.


Luego supe por el llanto de un niño que no estaba sólo,  que tenía familia.  Por el maullar de un gato o el ladrido de un perro,  supe de otros que le gustaban los animales.  Por el rasgueo a veces pausado y sordo,  a veces vibrátil y chirriante de las hojas de periódicos,  libros y revistas que leían o simplemente hojeaban,  adiviné quienes eran felices o infelices en su soledad.  Por su llanto y lo cansino de sus pasos,  supe a quien le devoraba la tristeza.  Por sus preferencias musicales y el ir y venir de mujeres descubrí a los calaveras.  Los ruidos que hacemos en casa son el sonido que marcan y delatan el ritmo existencial de quien la habita.  Me encantaba escuchar,  la diferencia es que en otro tiempo lo hacía por mera curiosidad,  por asesinar el tedio de tanto ruido conocido.


La siguiente vez que me crucé con él,  le pregunté en Sefarad la hora.  Él me miró y reconoció con una sonrisa en los labios que no sabía hablar el Sefardita,  añadiendo algo vago,  al menos para mí,  referente a que había estado fuera durante algunos años y no había podido aprender.  Mostró demasiada vehemencia en dejar claro que sentía pena por no poder expresarse en su lengua.  Volvía denotar en él un extraño afán por agradar,  un sospechoso afán por demostrar algo que yo aún no sabía muy bien que era,  pese a que tenía mis sospechas.  No obstante,  le pedí disculpas, y le volví a preguntar la hora,  en esta ocasión en castellano,  sintiéndome ciertamente aliviado,  pues si llega a saber un mínimo de Sefarad el que me tendría que haber disculpado por no conocer la lengua madre hubiera sido yo, porque mi vocabulario no iba mucho más allá de unas pocas palabras sueltas.  Pero lo realmente curioso fue que,  en ese momento como saliendo de su asombro y entrando en el ámbito de la más sofisticada cólera,  me recordó que llevaba reloj.  Era un observador nato,  saltaba a la vida.  Además de un ser extraño,  prepotente y autoritario,  sus palabras bruscas denotaba que le reventaba representar el papel que de seguro representaba,  es más,  creo que lo odiaba.  Si no por qué primero su amable disculpa y luego aquella grosería.  Le respondí ciertamente aturrullado,  no funciona bien,  a veces adelanta otras se atrasa,  estas máquinas ya se sabe.  -para añadir para mayor escarnio y estupidez- estos madeim japan son una puñetera.....  Él dobló y giro el brazo obligando primero a la manga de la chaqueta y luego a la de la camisa a deslizarse ligeramente hacia atrás y de un rápido vistazo al suyo me confirmo que efectivamente tenía la correcta.


Una vez en la calle lo vi salir en dirección opuesta a la mía,  -pensé,  me ha pillado-,  pero me reconfortó la idea de que yo a él también.  Ahora sabía que no era Sefardita.  Para que luego digan que la lengua no sirve de nada.  Yo ya sabía que no era de aquí,  que era de fuera.  De ese lugar de donde vienen las tormentas y todo lo malo que cae sobre nuestra tierra neutral y pacífica.  Toda agresión es producto de los de afuera.  Lo que ocurre dentro es pura sociología,  lo demás atroz represión.  ¡Dios mío!,  estaba recitando y lo sabía,  otra vez me movía dentro de aquella vorágine sin entrañas.  No podía permitirlo,  pero cómo liberarme de ella,  no creía,  es verdad,  pero cómo dudar que debía tomar partido, y lo que era peor,  cómo mantenerme al margen.  Y es que esta asociación de ideas no dejó de sorprenderme,  pues no era mía sino de un compañero de trabajo,  nacionalista hasta la médula y de un talante criminal,  tal vez el necesario para habitar su tormenta,  pero no por ello menos terrible.  Era una idea que odiaba y repudiaba profundamente,  pero que se había instalado en mi cabeza de forma obsesiva,  como cualquier miedo,  y a la que pronto,  más de lo deseado por mi,  y para mi pesar,  tendría que adorar si no quería morir de asco.

 

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