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- ¿Por qué pusieron su foto allí los de “Casta Infalible”? -, continuó después de un largo silencio.


- El cantante es mi tío. El hermano menor de mi madre que la quiso incluir como homenaje.  Yo cada vez que paso por una tienda de discos quiero verla.  Me hace bien que esté su foto en tantos sitios.


- Y al parque, ¿también te gusta ver la estatua en el parque?


- Claro, además la estatua tiene algo especial, no sé cómo decirte, es que impacta.  Bueno, es mi madre, pero creo que tiene un encanto.


- Claro, sí que lo tiene, dímelo a mi.


- ¿Sí, te gusta?


- No -, quiso decir, le costaba trabajo pensar. - Sí sí, me parece mágica.


- A eso me refiero, me gusta verla y tratar de saber lo que está pensando. He visto que algunas personas la ven, pero como están acostumbrados a tener la estatua ahí desde hace tantos años, ya no lo notan.


Para Acevedo no era ningún secreto, el hipnótico encanto de la estatua era vivencia propia y por eso entendía perfectamente la sensación de la hija.  Por fin Karla miró el reloj y le entregó el disco compacto a Acevedo, estirando la mano para despedirse.  Acevedo estrechó su mano.


- Gracias por contarme la historia de tu madre.


- No, gracias a usted.


Esa tarde Acevedo no se fue a su casa como de costumbre.  Se subió a una buseta vieja y se dejó desplazar por la ciudad como los objetos que son atrapados por las olas del mar, sin darse cuenta, y a pesar del caos vehicular, llegó a la Avenida.  Se bajó y empezó a avanzar hasta que la vio; incansablemente de pie en todo el centro del parque.


Ya frente a ella le hicieron daño sus ojos, porque algo le dolía y no sabía muy bien dónde.  Se sentó como otros días a detallar su figura, como un adicto buscando en sus formas saciar la ansiedad; admirado por ella, pero también por él; mientras pasaban mujeres de todas las clases y colores, él seguía pensando… y supo en ese momento que tenía algo de loco.


No era normal, casi un enfermo, un miserable campesino, un esqueleto fantasioso, sin vida propia, más solo que un perro vagabundo, no tenía nada, no sabía amar, estaba todo chueco, pelo enredado, dientes torcidos, cojera.  ¡Y ahora loco!   ¡Encontrando inspiración en un pedazo de cemento en forma de mujer!   Era hora de correr tras la cordura perdida en los últimos años, de distinguir entre realidad y fantasía, de poner los pies en la tierra y sintonizarse con el mundo, aunque tuviera que aprender a golpes, como lo había hecho al principio, antes de someterse a este contrato de alucinaciones, antes de ir contra natura por capricho, por miedo.  Después de todo, sólo le quedaba ese amor de leyenda. Volvió a mirarla como un padre a su hija, más enternecido que enamorado.  Ella lo estaba mirando, ahora estaba seguro, pero era la última mirada, la más gris de todas.  


En ese trance vivió Acevedo muchos años, amó a pocas, besó a muchas, pero nunca encontró unos ojos como esos pues el hechizo había sido para siempre.

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