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Tras recoger la cámara, comenzó a caminar tranquilamente recorriendo su ruta para hacer las fotos exigidas.


Llegó hasta el Puente Nuevo, símbolo de la ciudad de Ronda, aunque éste se veía en buen estado de conservación, aparecía a la entrada un letrero que prohibía la circulación a los camiones. Por muy bien construido que estuviese, con los años se había ido resintiendo la estructura.


Se dispuso a hacer una foto. Al estar el puente tanto en su ruta como en la de los García, cabía la posibilidad que ambos lo fotografiarán pero, ante la duda, mejor repetir que faltar.


En el momento de hacer la foto cayó en la cuenta del papelón que le había tocado. Según las condiciones dadas por la chica de la agencia, en las imágenes debería aparecer el monumento junto a uno de ellos. Esto implicaba que, en cada lugar, iba a tener que solicitar la ayuda de algún transeúnte o turista para poder ser fotografiado al lado del monumento. Casualmente, una pareja de orientales le pidieron con señas que les hiciese una foto. Antonio se prestó a ello sin reparo y aprovechó la ocasión para solicitarles el favor recíproco.


Para tomar el encuadre del puente, en toda su longitud, era bastante difícil y, si quería aparecer él sin estropear la vista del monumento, debía posar justo debajo del letrero. Esto no quedaba muy estético pero la mejor vista posible del puente era desde este ángulo. En esos momentos, no disponía de tiempo para buscar alternativas, no era cuestión de abusar de la paciencia de aquellas personas.


En el peor de los casos, al día siguiente en la visita guiada, buscaría un ángulo más favorecido para evitar la aparición del letrero y tomar una instantánea realmente buena.


Desde los balcones del puente, las vistas del Tajo en la roca eran impresionantes. Si te asomabas, te podía dar vértigo ante la visión de las paredes prácticamente verticales y escarpadas a lo largo de los cien metros de desnivel. Con el cuerpo echado hacia delante, se sentían las corrientes ascendentes de aire que te acariciaban la cara. Éstas poseían tal fuerza que se podía disfrutar de la contemplación de aves que, inmóviles, planeaban sin desplazarse en ninguna dirección, quedando suspendidas en el aire como si estuviesen sujetas por cables invisibles.


Asomado en el balcón, prestando atención a las conversaciones de la gente de su alrededor, pudo obtener información sorprendente, de la que no vienen en las guías y los folletos, como el comentario de una señora que explicaba que, cuando ella era niña y de eso hacía muchos años ya, la hendidura estaba llena de grajos que se posaban en el arco inferior del puente y, ahora, no quedaba ninguno. Un hombre aseguraba que esta vista era impresionante pero que la del balcón de los jardines de la Alameda lo era mucho más. Allí, el saliente estaba tres o cuatro metros suspendido hacia el vacío y las vistas, desde ese emplazamiento, te dejaban boquiabierto.

 

 

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