Los primeros en asomarse a la calle al día siguiente encontraron las calles cubiertas de ceniza, los andenes, las plantas, las casas estaban cubiertas por ella; los potreros, los platanales, los árboles frutales; las gallinas, los cerdos las vacas, todo estaba saturado por el polvillo. Las beatas dirían luego, que la lluvia de ceniza había durado toda la noche y se oía caer como si fuera pasos de ángel sobre los tejados y el piso y que los truenos sonaban como suspiros de llanto silencioso muy melancólico. Nadie recordaba fechas. Desde diez años atrás no habían tenido cura fijo, no celebraban domingos ni festivos y los pocos alcaldes recordados fueron extraños que pasaron sin pena ni gloria por razones políticas y sólo se preocuparon de cobrar sus honorarios, cuando les pagaban, multar y amonestar a los borrachos escandalosos y de vez en cuando encerrar a un abigeo, tomar trago, dormir la siesta y tratar de enamorar a una de las niñas solteronas con la que nunca se casaban y la olvidaban tan pronto partían con otro rumbo. Entonces, como nadie marcaba acontecimientos, ninguno llevaba datos confiables del tiempo y todo se desarrollaba según las temporadas de lluvia para las cosechas y el verano para marcar el ganado. Claro que esto del invierno y el verano no lo entendía nadie; la única diferencia era la lluvia del invierno porque el calor permanecía inalterable durante todo el año y como un chiste de la naturaleza, a veces, en cualquier momento de un verano inclemente te desgajaba un aguacero que inundaba los potreros y desbordaba los ríos. Las celebraciones familiares como cumpleaños, aniversarios y otras las organizaban las mujeres por aproximación, se confiaban a las señales de la naturaleza como la luna llena, las épocas de celo de los animales, las inundaciones y las sequías; y las celebraciones y fiestas no tenían tanto de celebración como de encontrar motivos para romper la monotonía y dar tema para chismes y habladurías hasta la próxima congregación alrededor de las hogueras con asado de carne, conjuntos musicales llaneros y bebidas a discreción que aprovechaban los jóvenes para enamorarse y concertar citas para mañana, la próxima semana, el otro año o la otra vida lejos de las miradas de los mayores y las beatas.
Los hombres maduros, además de las faenas agrícolas y ganaderas, tenían las riñas de gallos para sacarse del cuerpo el aburrimiento y los echaban a luchar a muerte en ruedos que improvisaban en cualquier sitio y hora menos las dos que duraban las siestas del mediodía. Es curioso, pensaron casi todos, pero hasta la muerte violenta de Venancio ninguno se había dado cuenta de que nadie más había muerto en Quente durante los últimos diez años. La ceniza olía a ramos de procesión religiosa y a penitencia forzada. La noche anterior no salieron los sueños de pecado a vagar en el entorno nocturno y extender su vaho pestilente de amores clandestinos. Clotilde derramó lágrimas silentes e insomnes; don Fructuoso masculló su rabia perpetua contra los godos durante estas primeras horas de dolor acompañándose con mucho aguardiente; las tres mujeres de mantillas españolas y recetas de cocina extranjeras rezaron su decepción y despecho, con todo el rencor de sus edades eternas, por no haber sido informadas oficial y dignamente de la llegada del párroco y los acontecimientos, a pesar de que los conocían, igual que sabían todo lo importante que ocurría pero, la falta de comunicación directa e inmediata, en la forma debida, les tenía profundamente herido el orgullo. Hubo ceniza con olor de ramo bendito y pesadumbre porque fue la señal escogida por José María Querubín para marcar su llegada y conmemorar el miércoles de Ceniza antes de imponerla sobre las frentes de los fieles arrepentidos y medrosos ante su poder que desfilaron cabizbajos hasta el templo, preocupados por lo sucedido ayer, recordando algunos que en el trascurso de diez años el santuario abrió sus puertas dos veces: para el matrimonio de un Guevara con una Moreno y cuando el bautismo de los hijos de Ananias que fueron apadrinados por Fructuoso y tuvimos fiesta con músicos traídos de la capital, los mejores conjuntos de por acá y unos señores que servían en platos y con cubiertos “para que los indios de Quente coman decentemente aunque sea una sola vez en su puta vida... ja, ja, ja...” Mataron los lechones cebados y las terneras predestinadas para la fecha; fermentaron chicha y guarapo y llegó el champaña que causó risitas maliciosas entre las señoras quienes opinaban que si no fuera por las burbujitas y el picantillo en la lengua se confundiría con orines de chino chiquito ji, ji,, ji...
Hoy iban todos a la iglesia acosados por mariposas de muerte que salían de las campanas como si estas lloraran por Venancio y esto no era cierto, tocaban lastimeras para recordar a los vecinos del villorrio que formaban parte de la comunidad Católica, Apostólica y Romana; que tenían a la cabeza de la parroquia a un sacerdote enérgico que se encargaría durante la cuaresma de que no olvidaran su condición de feligreses porque marcó en las frentes de cada uno de ellos una cruz de ceniza por cuarenta días y que cambiaba su color de acuerdo con los pensamientos, apetitos y emociones de cada uno de los fieles. Después se comentaría que si del patrón la hubiese llevado la mantendría roja, la señal de la lujuria. Las tres beatas tampoco asistieron a la imposición de la santa señal pero mi Dios que es tan grande les hizo nacer a cada una su cruz personal de plata en medio de la frente, para distinguirla de la señal dorada de su ministro en la tierra. Durante cuarenta días los pueblerinos supieron las mayores debilidades de sus amigos, conocidos y vecinos con solo mirarles a la cara porque el sacerdote desde el púlpito se encargó de explicar los diferentes significados y se ensañaba contra los lujuriosos, que no podían ocultar su vergüenza, y les repetía a todos que “el signo de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo cambia según lo que piensa y siente cada cual y que los envidiosos tenían cruz verde; los de alma traidora como Judas amarilla verdosa y Filiberto Sabogal, que un día la tuvo de ese color, soportó durante toda su vida el sobrenombre de “Judas”; los lujuriosos y contraventores del sexto mandamiento roja (esto hizo historia y hasta muchos años después a las personas lascivas, en especial a las mujeres, para avergonzarlas se les decía: se le nota la cruz roja); los glotones la portaban anaranjada y los perezosos de color mierda. La calidad y tamaño del pecado se reconocía también por la intensidad y luminosidad del color pero, de todas, la más luminosa era la señal dorada del cura con destellos dorados y brillo refulgente que aumentaban cada día; eso nos hizo pensar, sin decirlo a nadie, que su pecado era la soberbia y Dios se ponía contento por ello porque su cruz era cada día más hermosa; en igual forma nos convencimos de que Dios se satisfacía con el orgullo de las señoritas porque sus cruces de plata eran en igual forma bellísimas. Por fin se encontraron durante la cuaresma pero, antes del encuentro personal, tuvieron entrevistas durante algunas noches mediante sueños nocturnos. En estas fechas de las casas salían ensoñaciones sin el vapor maloliente del pecado que abundaba antes de la llegada del clérigo y saludaban a sus sueños al verlos pasar rumbo a las residencias de Aminta Villalba, Anastasia Sabogal o Ambrosia León, sólo que los moradores no recordaban en la vigilia lo que vieron sus sueños escapados durante el descanso de la noche y los cuatro personajes santos se cuidaron de no dejar escapar, por si acaso, ninguno de sus encuentros.