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El ganado llegó de todos los puntos cardinales y se posesionó de las calles, penetró en los solares sin tapias, se tragó las flores en los jardines y las materas, acabó con la maraña agreste de la selva portátil de la casa cural y paró en el café “El Tunebo” rumiando el frescor del paño verde que tapizaba las dos mesas de billar. En la parte trasera de la casa del patrón se estableció la gallera y las riñas se prolongaron hasta amanecer; en las calles más anchas las fritangueras instalaron sus toldos y en el marco de la plaza casetas de juegos de azar. Por cualquier sitio donde hubiera borrachos dispuestos a compartir un catre con una mujerzuela, instalaron tiendas de ocasión las mujeres que llegaron detrás de los ganaderos y sus reses; aparecieron de quien sabe donde de todas las edades, formas, colores y olores que pueda adoptar una hembra. Las decentes permanecieron encerradas durante los ocho días que duró la feria y que la tradición oral alargaría (cincuenta años después) a un mes de vicios sin nombre, depravaciones pecaminosas y cagajón por todas partes. Los postigos de las ventanas permanecían ocupados y a cualquier hora se podían vislumbrar ojos femeninos asomados con disimulo.

Históricamente fue la primera ocasión en que se interrumpió la siesta del medio día pero no en su totalidad porque los varones salieron los dos primeros días para observar a las mujeres de mala nota, con la disculpa de ir a negociar reses, el cura se lo prohibió al descubrir sus verdaderos motivos. Las esposas, hijas y enamoradas dormían su reposo de las doce para que sus sueños escaparan a conocer de cerca una puta de verdad. Las beatas e escandalizaron durante la semana de la feria y rezaron pidiendo un castigo ejemplar de Nuestro Dios para este pueblo corrompido y malo, sin dormir un instante, lanzando destellos con olor de santidad e inquietando  a los animales con los brillos de sus aureolas; los foráneos que las vieron se extrañaron a causa de sus edades eternas burladoras de la muerte. Clotilde instaló un puesto de fritanga, guarapo, chicha y aguardiente en la esquina de la casa del párroco como u desafío, con un conjunto de músicos autóctonos y la vigilancia permanente de cuatro de aquellos  llaneros. No hubo poder divino que le permitiera al sacerdote desplegar sus dotes maravillosas contra la podredumbre humana que inundaba las calles, circuló entre los ganaderos forasteros, las putas, los tahúres y los vacunos sin poder levitar; deambuló en noches interminables por entre las mesas de juego y los apostadores en las riñas de gallos sin hacer brillar su aura seráfica y su sonrisa arcangélica se borró. Casimiro pensó “el padre diablo por fin está en su salsa. Años después se  recordaría que en su larga vida de santidad y poder fue la única ocasión en que sólo fue un humano entre humanos porque ni los perros del alemán acataron sus órdenes y algunos pensamos “seguro Dios lo castigó para sofocarle la soberbia que le brota desde lo más profundo de su alma de vicario apostólico”. El germano salió a diario y bebió hasta ponerse en estado comatoso y se acostó siempre con una muchacha mulata que le hacía evocar a su mujer que se marchó con el cantante pero venía durante los sopores del mediodía a dañarle los sueños.

Sibilina en su mudez permanente sonreía al escuchar los comentarios de los visitantes sobre cualesquiera tema relacionado con sus coterráneos. Ella sabía con certeza lo que sólo aventuraban en aproximaciones de verdad las demás personas. Sin que él lo supiera ella recorrió con el cura, detrás de él, las calles de perdición con su sueño deambularte. Las tres señoritas rogaron al Altísimo para que la tierra se abriera y devorara a los réprobos, blasfemos y descreídos que llegaron a Quente con los vicios desconocidos; las esposas para que sus cónyuges no se alejaran de la pureza del hogar y las novias para que sus novios no marcharan detrás de una vagabunda que de pronto les echaba  alguna cosa para conseguir su amor; “ les echan un polvo” comentaba algún chistoso.

El cura suplicaba “¿Dios mío, qué pecado he cometido para que me castigues así?, te lo pido, no me retires tus dones de poder cuando más los necesito, Señor, para demostrar a estos pecadores el poder de tu Sacratísimo brazo, Dios mío y Señor mío, es que hasta en tu santo recinto se han metido las manadas a dejar sus plastas delante del altar mayor, ¡OH, Dios mío, por lo menos el último día permíteme dar un escarmiento a todos para demostrarles lo que pueden tus iras divinas”. La feria terminó y marcharon los ganaderos sin las reses vendidas yo arreando las recién adquiridas, con sus gallos triunfadores o el recuerdo de los que murieron en el ruedo, con los bolsillos rebosantes de billetes o el sabor amargo de las pérdidas; todos llevaban el sabor pegajoso en la garganta y el malestar general causado por los excesos . los varones de Quente temerosos de castigos recordaron durante largos meses las horas en que lograron compartir con las mujeres de los toldos, las casetas y la gallera y pudieron acariciarles las tetas y pellizcarles las nalgas y proponerles relaciones ilícitas hasta cuando el cura los descubrió y censuró bajo pena de excomunión la asistencia a esos lugares . Por lo mismo los recorrió en busca de infractores que jamás halló porque descubrieron la pérdida de sus poderes y, amparados por la complicidad de las guarichas fornicaban en sus propias narices en la parte trasera de los negocios sobre un cuero curtido por el sol. Sibilina si vio y oyó pero no sabía comunicarlo, hasta el día en que recuperó la voz por un milagro del curita Luis Beltrán, el español que llegó a remplazar al santo padre Querubín por los días de su viaje a Roma, y nadie le creyó porque aseguraron que había perdido el seso.

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