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Cuando habían transcurrido unas semanas del episodio del niño y los perros, los pueblerinos quisieron linchar al alemán instigados por don Hernández pero el cura en persona impidió el atentado ordenando perentoriamente retorno a los hogares y labores bajo pena de irse en forma directa para los profundos infiernos sin remisión y todos: “Si padre, como ordene padre, como diga su reverencia...”y el fulgor violáceo de la ira que llevaban  en la cruz frontal se fue atenuando, apagando, disminuyendo hasta adquirir el tono gris natural de la ceniza. En los ojos del papá amargado el violáceo permaneció con deseos violentos de venganza contra el prelado y el maldito dueño de los animales asesinos. Como cuentan los libros de crónicas de los españoles que nos conquistaron, acerca de las lluvias raras del Nuevo Mundo, esa noche llovieron sapos de todas clases y tamaños que taponaron las acequias, llenaron los caños y taparon las letrinas de las pocas casas donde existían, se comieron los fastidiosos mosquitos de sonido y las mariposas de duelo que salieron de las campanas y dejaron huevos  para llenar el vacío en las campanas que tocaba Casimiro; este seguía pensando que la sonrisa del párroco era satánica y ahora, también percibía demoníaca su mirada cuando defendía al don Von Walter ese que era otro diablo porque si no sus perros llevaban nombres de personaje malo y, además, a él no lo amonestaba por su inasistencia al templo de Dios; y, concluía el sacristán, con don fructuoso eran los dos únicos varones sin cruz en la frente. Fritz Von Walter, católico en su natal Alemania, se unió en matrimonio por la iglesia católica en una capilla del Caribe y mandó sus creencias para el carajo después de que su mujer, una mulata del trópico con candela entre el cuerpo, se aburrió de sus caricias glaciales nórdicas y se perdió con el cantante de una orquestilla de cabaré  por alguno de los rumbos  sin fin de la rosa de los vientos y le dejó dos niños blancos y rubios como él y con cabellos ensortijados y labios llenos.

El germano enrumbó hacia el interior del país; alejándose del mar y buscando un territorio ardiente con calos de alma y piel de mulata que le destrozara el corazón, conservándola en los recodos de los pensamientos y encontrándola en las siestas de cada mediodía con ahogos de ansias reprimidas. Para Sibilina esta era otra desconocida quien en sus recorridos diarios la veía salir por una de las ventanas de la vivienda del teutón  opulenta, sexual y  atractiva como el más obsceno y deseable pensamiento; la observaba flotar tomando la dirección del mar lejano de sus perdiciones y traiciones después de visitar a sus hijos encerrados en una jaula para fieras y defecaba en los sueños de su ex marido a quien jamás amó pero se casó con el instigada por las amigas que insistieron en su condición de extranjero y debía tener plata; claro, pues se unió con él por el sagrado sacramento y que extranjero de nada, igual de varado a los de aquí y más flojo en la cama. Y llovieron sapos durante toda la noche, las santonas dijeron al día siguiente  que la lluvia sonaba como cuando cagan las vacas, perdónanos Dios nuestro la palabrota, se escuchaban como aplausos de plasta y los truenos resonaban igual que pedos gigantescos de mula subiendo una cuesta con carga. Las gallinas y los buitres se ahitaron comiendo anfibios y pusieron los huevos verdes igual hicieron los loros y los gabanes y las garzas y las paraulatas y las corocoras y cuanta ave tenía la capacidad para engullir un animal de estos se indigestó; empollaron los huevos y los polluelos nacieron verdes igual que los loros y con tendencia a nadar en cualquier charco por lo cual murieron ahogados por millares hasta cuando el cura los bendijo y les devolvió sus condiciones naturales. Un año después,  pareciera que celebrando aniversario y no conociera otra gracia les repitió la lluvia de anuros, de súbito la interrumpió y continuó con culebras devoradoras de sapos que los engullían en tal cantidad que parecían preñadas, con preñez agónica.

Casi todos los años por la cuaresma mandaba una lluvia de algo que no era agua, hasta nuestra época juvenil de estos años cuando el padre Querubín con su edad perdida en el tiempo, en su reino irreal y etéreo sólo causa temores a quienes padecen sometidos a su yugo; nos cuentan los ancianos que tienen la facultad de verlo que ordena lluvias que contradicen la naturaleza y comentamos que, ojalá, no les haga llover mierda porque se joden. Ninguno recordó jamás con exactitud del instante del encuentro de cuerpos presentes entre el párroco y las señoritas. Todos esperaban un enfrentamiento histórico cuando, un domingo, se aparecieron ellas en la misa mayo vestidas con los trajes de visitar al señor arzobispo con la iglesia colmada de fieles y el padre mirando hacia la puerta grande; desfilaron por la nave central en calle de honor, los hombres a  la izquierda y las mujeres a la derecha, directo al altar y todos pensando se armó el problema cuando él, José María Querubín, las miró con su mirada de cielo y las hizo flotar hasta el presbiterio donde se hallaban tres reclinatorios pontificales bordados con hilos de oro y plata por artesanos de pueblos lejanos en años aun más remotos; pasaron inundando las naves laterales con su olor de santidad, saludaron al vicario de Cristo en la tierra con un beso respetuoso en el anillo sagrado, sin arrodillarse como los demás mortales, y cada una, se acomodó en el propiciatorio correspondiente marcado con su monograma personal que ya no abandonaron por los años de los años ni cuando la muerte asustó a Anastasia Sabogal y ellas, con sus poderes unidos a los del cura la dejaron resucitar con la promesa de no volver a dejarla morir, hasta que muriera de vida natural , o sea nunca, o que alguien jurara amarla por toda la muerte.; hasta ahora, la promesa se ha cumplido porque ninguno de los del pacto ha muerto ni está vivo... y la muerte, menos. Sibilina en su memoria de silencio guardaba los fulgores de la mirada del clérigo, las sonrisas sin tiempo y los olores de santidad de las señoritas, la mirada de inquisidor y el aura luminosa que causaban admiración y espanto a los fieles, los colmillos de treinta y seis demonios que se convirtieron en los guardianes de su poder, la desaparición de don fructuoso y el extravío cada vez más frecuente de sueños siesteros que no lograban retornar a sus dueño.

Los poderes crecientes del enviado de Dios la llenaban de alegría por sus creencias católicas pero le infundían miedo por los pobres infractores sin perdón del tribual divino que multiplicaba su mirada  inquisitiva para encontrar las almas, seccionarlas y analizarlas metafísicamente y dar un veredicto, siempre condenatorio; la pena, en todos los casos, siempre la imponía el hombre bendito. Cuando reapareció el patrón de Quente se convirtió en el mayor infractor pero jamás compareció ante el tribunal; quien sabe si por sus influencias políticas en la capital o porque regresó de su viaje incógnito con diez muchachotes llaneros de tamaño heroico con sendos machetes colgando de la cintura y escopeta al hombro, dizque para dedicarlos a la agricultura y ganadería en sus tierras desde las estribaciones de la cordillera hasta los confines selváticos de sus posesiones. No tenían brillos maravillosos en cruces de cuaresma ni halo luminoso ni olor de santidad pero emanaban sin proponérselo una imagen de machos fuertes, valientes y corajudos que permitió  a su jefe  echarse un pedo oloroso en las propias narices del cura que ya era considerado santo y a las señoritas beatíficas para que reafirmaran su concepto acerca de él: un ramplón, ordinario, irrespetuoso y descreído.

 

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