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Dios,  Señor de infinita voluntad,  tiene en el universo su inagotable fuente de creación.  Mientras que el hombre limitado a un tiempo y un espacio determinado,  necesita su universo particular donde ejercer y ejercitar su voluntad,  un universo que encuentra en la imaginación,  es en ella,  en esa brizna de arcilla,  lluvia y viento a la que no gobierna ningún concepto efímero,  donde el hombre es dios.  Por ello puede vivir mil vidas,  mientras la historia sólo puede dar fe de una,  sólo de una,  generalmente la más estúpida y anodina,  plagada de liturgias que e repiten miméticamente día tras días sin más sentido que el de coexistir.  Pero no puede ser de otra forma,  si cada hombre fuese capaz de materializar lo que imagina,  sobrevendría el caos,  pues todos seríamos dios y el universo pese a ser infinito se quedaría pequeño para albergar tan dispar e incongruente creación.  Porque,  curiosamente,  vemos que aún cuando el hombre imagina destrucción y muerte,  no esta sino creando.  Es este,  por tanto,  un proceso puramente creativo,  ya que el instrumento de destrucción es algo creado también por él,  y que él elabora y utiliza con infinito cuidado,  tanto o más que,  el empleado para crear el objeto de este segundo proceso.  Actúa, además, siempre ese efecto destructor sobre su creación,  algo que no ocurre en la realidad,  donde lo que se destruye no es siempre la obra de su destructor,  sino que cualquier ser sin imaginación puede destruir lo creado por otro,  en un proceso,  entonces sí de verdadera destrucción.


Quizá el universo y todo cuanto contiene sea sólo eso,  la imaginación de dios,  el lugar donde vuela su voluntad,  impregnándolo todo de su eterna voracidad creativa.  Un proceso infinito y que al igual que el del hombre se proyecta en luz y sombra,  es decir, en creación destructiva y destrucción creativa.


El hombre sólo da por bueno aquello que tiene una repercusión clara en su espacio y su tiempo,  y como tal sobre lo que le rodea..  Pero quien nos asegura,  que todo cuanto imaginamos no habita de verdad en algún lugar no tan extraño y remoto,  sino en nuestra propia materia cósmica,  porque si aquello que creas en tu imaginación te conmueve ya está siendo algo real y sólido,  ya está comportando un cambio importante en nuestro propio comportamiento,  tanto social como espiritual.  Puesto que si imagino que mato con alevosía y doy sentido en mi mente a ese aberrante acto,  y siento que ello me repugna,  sé que ese asesinato imaginario,  me ha dotado de los anticuerpos necesarios para rehuirlo a la hora de ejecutar mi libre voluntad.  Así cualquier acción que imagino siento que vive en mí,  y en la proyección de mi voluntad.  Es, por tanto, la imaginación el elemento vital de la voluntad,  y nada que en ella ocurra le es ajeno pese a que no se traduzca en la realidad inmediata,  pues siempre y de una forma u otra trasciende y modula nuestra intervención sobre ella.  Ocurre eso sí,  que nos permite hacer las correcciones necesarias sin dañar a nadie.  La voluntad es siempre un acto reflejo,  un fogonazo de luz,  al que la imaginación le diseña trayectorias alternativas y objetivos concretos.

 


El Sol le persiguió implacable calle abajo,  dobló con él la esquina de la calle de la Soledad,  para encarar juntos la plaza de los Naranjos.  Las ennegrecidas piedras del suelo parecían toros llorosos que se postraban rogando piedad ante el esplendoroso maestro.  Su chaqueta y pantalón de pana vestían de oro sus ajados remiendos.  Y la vieja boina se adornaba de mágicos brillos para el brindis.  Vestía el Sol al maestro,  y él tensaba agradecido su sombra para luego ofrecérsela a cada paso en sacrificio.  Hermosos surtidores de sombra y de miedo se abrían ante él,  y el avaricioso Sol se los quedaba todos para adornarse con ellos a la aurora.


Los que estaban en el bar lo vieron,  pero nadie se inmutó.  En una tierra donde hace casi medio siglo que no ocurre nada,  nadie podía presagiar que estuviera a punto de ocurrir una tragedia,  que por supuesto,  iba a ser la gran historia de la pequeña historia de aquel pueblo.  Nadie en aquel bar podía prever que aquel día que se anunciaba y expresaba como tantos otros,  sería el día en que Manuel,  el cabrero,  iba a matar al alcalde.  Y aún menos que iba a hacerlo por unas palabras.  Pense a que eso fue lo primero que alegó ante los rurales cuando éstos le interrogaron sobre lo sucedido.  Lo cierto es que nadie lo creyó.  Pero él en su conciencia sabía que era así,  porque así lo había dispuesto y ejecutado su libre voluntad.


Manuel sorteó ágil los escalones que separaban la acera de la puerta principal del Ayuntamiento.  Bajó la escopeta del hombro,  y la cerró con un gesto brusco,  el sonido metálico de los cañones abrazando los cartuchos,  quedó apagado por el castañeo incesante del largo pico de la cigüeña que anida en el campanario.  Luego dio otro paso y sintió que el Sol le daba un beso largo que se hacía intenso en la nuca.


Dentro,  la sombra se había hecho fuerte,  y su estado mayor deliberaba perplejo y acorralado,  mientras daba órdenes y más órdenes que la traían de aquí para allí,  reconquistando esos jirones de espacio geométricos o deshilachados que se abren en tierra de nadie,  esa que se extiende al abrigo de los márgenes de puertas y ventanas;  o al cobijo del lento y pendular ir y venir de los cientos de tentáculos multicolores de una cortina,  a la que mece el hastío con sus manos de plomo.  En cuanto entró,  largos y silenciosos centinelas le cachearon concienzudamente,  por si aquel cabrero fuera un mal arte del ingenioso Odiseo que fuera les asolaba.  Se metieron por la boca de la escopeta y hasta por su boca.  Pero a él,  toda esa batalla le resultaba anodina y ajena,  y es que él en aquellos momentos tenía en sus ojos la clara y mágica esencia de la decisión,  por ello las sombras y las luces,  sólo le vestían,  le rodeaban,  es decir,  coexistían con él,  por pura exigencia del guión.  Ya que dentro,  muy dentro,  tenía su sombra y su luz,  y eran ellas las que ordenaban sus sentimientos.

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