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Cuando cesó la lluvia de cristal.  Manuel tiró la escopeta al suelo y salió tranquilo del despacho.  Cruzó el pasillo de los funcionarios,  y aún pudo ver a Pepe el pregones correr perdiendo el culo hacia el bar,  queriendo articular sin éxito alguna palabra.


A Manuel sólo se le ocurrió decir:  "Sí,  corre corre,  que tu señor ya no engaña a nadie más".  Luego tomó el camino de la sierra,  animando silencios con su único compañero en aquella cacería,  el Sol.

 


Manuel llegó a la sierra,  antes que los rurales al ayuntamiento.


Cuando el cabo lunas entró en el despacho del alcalde,  sintió pese a su larga experiencia que el olor a sangre y muerte le podían.  Si no hubiera sido por su honor,  habría salido corriendo de aquel despacho,  pero su uniforme fuese del sastre que fuese,  le ponía a salvo de casi todas las miserias humanas -a excepción claro está de la prepotencia y la intolerancia,  entre algunas otras,  inherentes a la disciplina y la jerarquía-  y también,  como no,  de las del espíritu.  Por eso sin más pérdida de tiempo,  tomó el pulso a Pedro,  fue un acto reflejo,  propio de un manual de primeros auxilios, porque el sabía perfectamente,  que dos tiros de escopeta a esa distancia y donde se los había dado eran suficientes para matar no sólo a Pedro por muy alcalde que fuese,  sino a un caballo.  Por ello no le extrañó no sentir nada dentro de aquel cuerpo.  Es más,  se sintió ciertamente aliviado y complacido,  con ese alivio y esa complacencia floja y disipada que pasa como desapercibida,  pero que en el fondo es tan necesario como el aire que respiramos,  y que no es otra que,  el ver como se consuma lo evidente,  como se repite monótono el número de lo que debe ser antes que cualquier otro desvarío,  que desde luego sólo iba a complicar aún más las cosas.  Pues una vez asesinado,  par que otra heroicidad o extravagancia que la de morir,  es más,  que la de estar ya muerto.  La verdad es que eso era lo más justo y cabal,  y el alcalde que lo había sido hasta que se le torció la intención,  se retomó en aquel violento esparcimiento y volvió a su limpio estatus de justo y cabal,  el mismo que le diera el cariño y la confianza de todo un pueblo,  Manuel incluido.


"¡Está muerto!" sentenció.  Dirigiéndose luego al compañero- que acudió con él al lugar,  después de ser avisados por Pepe el pregones-  le ordenó que cerrara la puerta y que sólo permitiese entrar al médico.


Conocía su oficio,  eso estaba claro.  Se quito la gorra,  y limpió lenta y cuidadosamente la frente,  perlada ahora de un sudor denso y frío,  como denso y frío era el latigazo de horror que lo invadía.  Y también lentamente extrajo de su cartera de camino un cuaderno con las pastas rojas, que depositó con sumo cuidado sobre la mesa,  buscando evitar el contacto con los pegajosos tentáculos de la sangre.  Sacó luego con la misma parsimonia del bolsillo de la guerrera un paquete de celtas cortos,  buceó con los dedos en su interior y rescató del fondo un arrugado cigarrillo,  lo golpeó repetidamente sobre la blanca esfera de su reloj,  hasta que comprobó que estaba duro,  se lo llevó entonces a los labios y lo encendió.  El áspero humo irrumpió en la habitación anulando en algo el ocre y salobre olor de la sangre,  que ya comenzaba a ennegrecer.


Tras esta pausa en su espesa liturgia,  el cabo Lunas se dispuso a hacer algunas anotaciones en su enigmático y en esta ocasión camaleónico cuaderno.  En el que escribió con letra firme y en mayúsculas.  "DILIGENCIA DE INSPECCIÓN OCULAR".

 


Dos horas después se presentó en el lugar,  la familia,  el juez y el forense.  Llegaron también los llantos,  las maldiciones,  los juramentos de venganza.  Los curiosos con su morbosa inistencia.  El ir y venir de coches con sus sirenas aullándole a lo irremediable.  Los chismorreos oficiales.  La prepotencia de la Autoridad.  La palidez nauseabunda del escribiente de turno.  El vómito. El desmayo.  El dolor fingido.  El dolor sincero.  La incredulidad.  La exquisita y profesional sombra del forense,  que se desenvuelve entre las entrañas del difunto como  lírico entre las flores.  El chiste fácil.  La comparación chabacana.  La apreciación sabia.  El desvarío superlativo.  La razón solapada,  es decir,  el:  ¡si pero...!.  Las ordenes y contraórdenes.  Y por último,  la sombra negra del ataúd y el chasquido fatal de sus cierres herméticos que anuncian la caída del telón,  el final de la comedia.


Resulta siempre extremadamente curioso,  ver a los hombres afanándose en limpiar y adecentar el escenario de la vida,  para poder seguir viviendo al margen del duro mensaje de la muerte y el frío espectáculo de la tragedia.  Es algo más que un acto de humanidad,  o de simple asepsia profesional,  es algo mucho más profundo que todo eso,  es la angustiosa avidez por olvidar cuanto antes la realidad,  y recordar sólo,  al ritmo que nuestros corazones pueden aguantar.


Son estos tiempos de tragedia,  horas que el hombre haría minutos,  minutos que haría segundos,  segundos que de poder regalaría a la nada. Pero cada hombre está condenado a vivir su tiempo,  aunque éste sea un tiempo agónico y desesperanzado,  pues la vida es como un rompecabezas,  donde conviven lo bueno y lo malo de forma irremediable,  y donde lo uno y lo otro son igual de necesarios para ir completando la existencia.  Por eso,  que Dios te libre de que te haya tocado para vivir una tira de tiempo amarillo de soledad,  pasado y putrefacto,  porque entonces no estarás al día sino de otra cosa que no sean agonías y sinsabores.


Manuel una vez llegó a su choza,  tomó aprisa su morral y en el metió su navaja barbera,  un trozo de quiso,  un cavo de vela y un trozo de pan reseco y duro.  Salió  luego,  besó a "gris" su perra,  y se fue camino de las cuevas.


Sabía perfectamente que aquel sería el primer lugar donde lo irían a buscar.  El no tenía pensado ser el último bandolero,  ni mucho menos pasarse el resto de sus días con el pálpito de ser apresado en cualquier momento por un dedo de plomo.  Pensaba entregarse,  es más,  lo deseaba,  pues pretendía que todos se enterasen de las razones que lo llevaron a matar.  Pero por el momento necesitaba reflexionar,  además,  su sangrienta cacería aún no había terminado.  Por ello buscó refugió en la cueva del escorpión.  Era aquel,  un reducto angosto,  al que se accedía por una rampa inclinada,  de tal forma que aunque alguien mirara en su interior pensaría siempre que la cueva terminaba al final de la rampa.  Pero no era así,  pues justo al final de la misma,  se abría en el suelo la entrada al escondite,  a la que Manuel había adoptado una pesada losa que lo cerraba perfectamente.  Aquella guarida la había encontrado Manuel por una casualidad merina,  cuando una oveja se fue un día rampa abajo buscando frescura y desapareció como por arte de magia.


Desde aquel lugar,  oyó primero el golpear seco de los caballos del señorito que parecían interrogar a los grillos y a las milenarias raíces sobre su paradero.  Percibió luego con nitidez creciente el ronroneo descompasado del viejo Land Rover de los Rurales,  en su ir y venir por los angostos senderos de la sierra,  y como caballos y coches se detenían a escasos metros de la cueva.

 

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