Pepe el pregones estaba sentado en su cómodo sillón releyendo plácidamente el último bando del Sr. Alcalde, como a él le gustaba decir y que los demás dijeran también. Pues la cosa estaba clara, si al alcalde que era la primera autoridad del pueblo, no le llamaban señor, que le podían llamar a él, que era sólo el pregonero, mayor eso sí, pero pregonero al fín y al cabo. Sí, aquella era desde luego una cuestión de dar para luego recibir. El respeto social que da el cargo, se entiende, esa odiosa moneda hecha de un metal mezquino y engañoso, tanto que pese a que no se ve, la sientes tintinear orgullosa y prepotente en el caminar, en las palabras, en las calles, en los mostradores y en los despachos, haciendo a los hombres dioses y a los dioses seres omnipotentes. Porque para qué quería Pepe ese respeto sino para pasearlo con gesto chulo por las calles y los bares, imponiéndose al respeto que los demás se merecen por ser quien son. A él, todos le respetaban y querían como Pepe que era, pero él no se conformaba, quería tener el otro respeto, el del alcalde y a ser posible el de D Miguel, porque sabía que ese respeto te viste de domingo aún siendo lunes. Por ello, en varias ocasiones le había pedido el Don, a Pedro, el alcalde, y este siempre le respondía lo mismo: "pero para que cojones quieres tú el Don si eso no te va a traer el dín, porque de aumento nada, de eso nada, que ya os veo yo venir, primero tres letras y despué cinco mil pesetas". Y él, contrariado le respondía: "que no, que yo sólo lo quiero para acompañar la firma y hacerme oí". Y el alcalde le respondía: "¡anda a joder por ahí!, pue te hará a tí farta el Don p´a eso, si tienes un vozarrón que asusta. Además, puesto a darte para el tal, sería un megáfono, no un Don". Y él, cabezón impenitente, se largaba por lo legal con un. "pues me tengo que enterar yo, si po derecho me pertenece". Y el alcalde: "pue ale, ya que te pones así, me lo pides por escrito como manda el reglamento". Y ahí se quedaba la disputa, pues para Pepe el vocear era como el comer, pero el escribir era un martirio, el poner la firma era ya toda una peripecia, y el meterse con un escrito completo, con reglones y palabras más largas que José Paz Paz su nombre y apellidos, era un reto sin retorno, por ello nunca lo intentó, temeroso quizás de perderse para siempre en el agobio de su ignorancia. Y cuando le decía al alcalde: "¡pero hombre Pedro!, que a mí eso de escribir no me se da!. El otro le descabellaba a placer, con un: "pues por las mismas hombre, por las mismas, yo por dártelo te lo daba gustoso, pero para qué, para complicarte la firma para los restos. Y a Pepe sólo le quedaba agradecer a la primera autoridad su paternal miramiento. No obstante, mantenía viva la esperanza de que algún día de tanto ser fiel jardinero del Don de alcalde, este le regalaría un esqueje, para que él pudiera plantarse el suyo.
Cuando Pepe se percató de la presencia de Manuel, levantó con gesto perezoso pero altivo los ojos del bando, y la palabra dignidad -preferida del alcalde- última que se había llevado a la boca, por cierto con más piruetas que un niño una cucharada de sopa, se le quedó pegada a los labios como la colilla de un celtas, pero enseguida la escupió, a la vez que le preguntaba de mala manera, entendiendo que eso era lo propio para empezar a cimentar una fachada de respeto.
-¿Y tu qué coño quieres a estas horas?
Manuel sin mirarlo siquiera, le respondió en semiseco:
-Ver al alcalde.
-Señor, dirás, - respondió Pepe, cabal en exceso-
-Señor, - repitió sin ganas Manuel, a la vez que le miraba, ahora sí, fijamente a los ojos-
-Pues el Señó arcalde esta ahí -contestó en un suspiro Pepe-
El que de pronto sintió sobre sí el frió hálito de la muerte, cuando un escalofrío como de terciopelo le recorrió la espalda y se le quedó varado en la ingle. Y es que, las escopetas hablan siempre desde su silencio, un lenguaje de muerte, pero las razones para matar las ponen siempre los hombres. Y eso lo sabía él a la perfección, aunque no se lo exigieron para su ingreso en el cuerpo de pregoneros y correveidiles; eso se lo había enseañado la vida, por ello no miró a los ojos de la escopeta, sino a los de Manuel, y lo que vio en ellos, le llevó a olvidarse de tratamientos y formalidades. Y a partir de ahí, el valor ya sólo le dio para balar un quejumbroso: "alcaldee". Luego, se sentó aún más, y se quedó quieto, pero que muy quieto, como para no trastocar los hilos del destino, no fuese el carajo, pues no es el primero que se aturrulla, empieza de aquí para allá y al final se enreda en la trama de la tragedia de otro.
Pedro no se inmutó, pese a haber oído a Pepe el pregones hablando con alguien en la entrada, permaneció en su despacho, empotrado en su cómodo sillón y disfrutando del plácido ambiente que le proporcionaba esa versión modernista y tecnológica del negro con su abanico, que es, el aire acondicionado.
Sobre la regia mesa de nogal de su despacho, descansaba una carpeta de color marrón claro, en su portada se podía leer, "·PLAN URBANISTICO DE CASAS DE D. MIGUEL". Aquel expediente estaba allí porque hacía escasos minutos, su asesor legal, el secretario, le había estado advirtiendo que aquello que iba a hacer no se ajustaba a derecho, y lo que era peor, que no era ético, pues no sólo se falsificaban y ocultaban documentos, sino que se mentía de la forma más descarada que se podía mentir. Por lo que le aconsejaba que no estaría de más que rectificara su postura, variando sustancialmente el proyecto. Pero para Pedro, como para Manuel, ya no había posibilidad de dar marcha atrás. Por ello, Pedro había echado al secretario de su despacho después de recriminarle por su actitud derrotista y derrochadora. Así como por no querer entender que él debía velar por los intereses de su pueblo, porque como solía decir: "por el pueblo se estafa y se hace falta hasta se muere". Mal sabía que, aquella fase hecha, era para él toda una trágica premonición.
El secretario, sin embargo, en este caso si le había dicho una y mil veces, cuidado Pedro, que aquí, estafando a Manuel estafas al pueblo. Pero él no se venía a razones. Muy al contrario, decía: "yo soy el que voy y vengo, el que traigo y llevo, el que doy y recibo, el que digo soo y también arre. Yo tengo responsabilidades". Para terminar con otra de sus frases preferidas: "¡Por Dios que se me recordará en este pueblo!".
En el momento en que Manuel entró en el despacho, aún sonaban en la cabeza de Pedro estas palabras. La verdad era que se sentía tan satisfecho citándose así mismo, que no reparó que la persona que acababa de entrar era Manuel el cabrero. Tuvo que ser el olor a cabra y jara que éste exhalaba, el que, le hiciera exclamar: ¡coño!, ¿cómo tu por aquí?". Para añadir sin mirarlo: "pues ea, ya sabes, no hay arreglo, yo tiro para delante con lo de la calle.
En ese momento a Manuel, nada le habría hecho cambiar de opinión, pues lo de menos era ya la calle, por ello agradeció en silencio que su víctima se reafirmara en su postura. Quizá fue por ello, por lo que dijo: "mejor así". Eso hizo mirar a Pedro, el que levantó la cabeza y entreabrió los ojos, no mucho, lo justo para ver como una luz intensa se rompía sobre el rostro y le calaba ardiendo en el cerebro. No le dio tiempo a decir nada, ni tampoco quiso decirlo a juzgar por su gesto de silencioso esparcimiento. Murió sin duda embebido en el bello espectáculo de ver un tiro de frente. Si le hubiera dado tiempo a pensar, hubiera podido descifrar el por qué se le queda esa sonrisa tonta a las liebres que son cazadas a bocajarro en la cama. Y es que ver un tiro de escopeta de ese modo, es desde luego, un espectáculo diminuto, pero intenso muy intenso. Algo como sentir agolparse en el ojo antes de hacerlo estallar de dolor y gozo, todo el maravilloso universo de colores geométricos que habitan en el reducido espacio del calidoscopio. O tal vez como si un rotundo y expansivo aullido de luz se deslizara por el tobogán de nuestro asombro, para ir a despertar en nuestras entrañas la eterna sombra que le acecha. Si, es algo bello y definitivo. Algo que desde luego si se olvida, es por que no tenemos otro futuro que el del olvido y el silencio. Es decir, que allí donde vamos, no tiene desde luego, para nuestro desconsuelo, cabida la memoria.
Los perdigones le segaron los gestos y las ideas. Parte de su cabeza se fugo en el encanto del fuego asiéndose locuela a muebles y visillos, en un gesto como de asomarse buscando los fugaces resplandores del disparo que se la habían llevado aprovechando su amor, para casi de inmediato dejarla abandonada, bueno más que abandonada atrás en su camino. Y lo que quedó de ella, desanimada por la falta de formalidad de la otra mitad se deslizó perezosamente sobre el hombro.
La sangre saltarina y dicharachera aprovechó los pinceles de su efímera fluidez, para dibujar arabescos sobre las paredes, escribir palabras indescifrables sobre la mesa, y hacerse por fín, turbio y quieto sendero en el suelo.
Fue tan intenso el estruendo del dolor y tan desordenado el revoloteo de la tragedia que a aquel elegante y coqueto despacho, se le vio agriar el gesto cual dama tonta ante el pestilente y nauseabundo desconsuelo de la muerte.
Manuel levantó con parsimonia el dedo del gatillo izquierdo, buscó el derecho y los apretó con dulzura. Esta vez Pedro non pudo ver la explosión del disparo, sus ojos estaban demasiado entretenidos en morir por los cientos de ventanas que la lluvia de proyectiles de plomo habían abierto sobre ellos. Además, ahora los perdigones buscaron su pecho que al impacto se abrió primero hacia fuera y luego hacia dentro, en un gesto propio del que huye primero hacia delante y luego rectifica y corre hacia atrás hasta sumirse en un túnel de sombra y soledad. El sillón giró un poco hacia la izquierda. Y el expediente bebió ansioso la sangre de la mesa.
Manuel metió la mano en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y cogió otros dos cartuchos, los introdujo en la recamara, la cerró, y apuntó con desgana al cuadro del presidente que colgaba sobre la pared, apretó de nuevo el gatillo izquierdo y el cuadro desapareció sumido en una lluvia de cristales y pequeños papeles, par luego y ya en el silencio verse reducido a un amasijo de ojos y gestos clavados en la pared.
Por último levantó la escopeta y sin mirar disparó un certero tiro a la lujosa lámpara que colgaba del techo. Su hermosa pedrería de cristal de roca, huyó en un estampido que deseaba ser seco y certero, porque se moría entregado al encanto de una explosión solo comparable a aquella donde se desintegran millones de mariposas de hielo. Hirientes esquirlas herían y se herían al chocar furiosas contra muebles, paredes y suelo. Por un escaso intervalo de tiempo, el espacio de aquella habitación y hasta el tiempo parecieron haberse convertido en cristal, un cristal extraño y turbio, un cristal sin transparencias, propio de un momento de muerte y desolación.