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Estaba tranquilo y sentía que su cerebro funcionaba a la perfección.  Por un momento volvieron a su cabeza una tras otra las secuencias del asesinato.  Y en sus labios se dibujó una leve mueca burlona.  Visto desde esa perspectiva,  le parecía la secuencia de una de esas películas en blanco y negro que raramente había visto,  donde se mata de broma por razones serias y pesadas como peñascos.  Sólo aquel olor ocre de la sangre que respiró antes de abandonar el despacho,  le robaba en algo esta plácida sensación de irrealidad.  Pues por lo demás sus pensamientos encajaban a la perfección con las secuencias de cualquier serial violento.  Pero de pronto su cerebro desechó ese pensamiento y en la nada de ese lapsus,  oyó sin rostro y sin ninguna otra imagen las palabras de D. Miguel,  que ahora en su soledad caían por su cerebro como estacas puntiagudas que se precipitaban hiriéndole en el vacío insondable de sus entrañas.  Por ello,  buscó con urgencia la imagen más cercana de D.Miguel,  y se quedó sorprendido cuando se le dibujó en el recuerdo,  aquella del señorito en el día de su primera comunión,  vestido de almirante o de lo que fuera,  desbordado eso si de entorchados y estrellas,  tantas que parecía que más que tomar la comunión lo que se disponía era a tomar la iglesia,  seguido por los desarrapados de su quinta,  que vestían lo que podían como cualquier soldado en cualquier guerra.  Él había visto a D. Miguel en infinidad de ocasiones y en todas ellas en actitud arrogante.  Por ello,  y por mucho que se le representara niño,  no se le iba a enternecer el corazón,  pues él era un hombre cocido.  Se lo habían dicho en más de una ocasión,  y era cierto,  aquello no era una metáfora,  era algo real,  algo que ocurre en esta tierra con bastante frecuencia,  y es que cuando los hombres trabajan días y días bajo un Sol como este,  sienten como se van cociendo sus vísceras hasta convertirse en algo insensible,  en algo incapaz de rebelarse contra nada,  ni contra nadie.  Manuel lo había sentido en su interior,  es más,  había vivido en ese estado de letargo propio sólo de las sardinas en conserva,  hasta que,  el alcalde le curó con sus palabras.  Sí,  el alcalde le había abierto el pecho y le había puesto en el alma una estrella de esperanza.  En definitiva,  lo había levantado hasta la cima,  para luego dejarlo caer en la más reseca y polvorienta de las desesperanzas.


Manuel oyó repetir una tras otra las palabras de D. Miguel que ahora fluían de aquel Miguelito esplendoroso y puro que esperaba paciente la hostia.


Recordó también aquella ocasión en que D. Miguel le había dicho:


-¡Oye cabrero!,  tengo entendido que algunas veces llamas D. Miguel a las encinas,  para luego cagarte en la madre que las parió.


-Infundios D. Miguel,  infundios y malas querencias que quieren poner a uno en el brete de haber faltado.  -Le respondió él conciliador en aquella ocasión,  por más que sus entrañas se renegaban y se acordaban de todos sus muertos-


-Y él-¡ojito,  eh!,  ¡ojito!,  bobo de los cojones!,  que aquí yo,  en el cielo Dios,   y ahora a lo que se ve,  en la capital los rojos y los ladrones.


Sí D. Miguel,  sí,  Ud. ya me conoce,  yo a mis ovejas,  bueno perdón,  a sus ovejas y de lo otro ni pio,  se lo juro.


-Y él-  ¡cuidadito,  cuidadito!,  te digo,  ¡que te capo,  so capullo!


Eran demasiadas ofensas,  y encima ahora le perseguía pese a que acababa de matar a un alcalde socialista del qué era el primero en decir:  " A este muerto de hambre le va que ni pintado lo de mandar,   ya veréis,  ya,  como engorda". Y  es que lo de menos le importaba a él era Pedro,  él lo que no quería era perder la oportunidad de subir a la sierra a practicar la caza del hombre.  Pero a Manuel eso no le cogía de sorpresa,  es más,  lo sabía ya antes de  hacerlo,  y entraba dentro de sus planes.  Por ello había subido otra vez a la sierra,  y por ello esperaba agazapado en el interior de aquella cueva a que las primeras sombras saliesen de detrás de los olivos y comenzaran a avanzar por la sierra y la llanura.


Durmió algunas horas y cuando despertó sintió que estaba empapado en un sudor frío,  había soñado que lo llevaban lejos de allí,  a un mundo en el que todo se resolvía ente muros y rejas,  un mundo que estaba donde los demás compraban televisores y ropas elegantes,  donde se pactaban pensiones y se extendían documentos,  un mundo abierto e inmenso,  que para él se cerraba curiosamente en habitáculos asfixiantes.


Buscó en medio de la espesa oscuridad que invadía la cueva el hueco de la entrada,  corrió unos centímetros la losa que la cerraba y en ese momento se sumaron las sombras y el resultado fue una sombra de plata,  que se adornaba de estrellas,  y vio al fondo como una de ellas le miraba sorprendida.  Se paró entonces a escuchar y oyó sólo el sonar plateado del grillo del silencio tocando su larga y monótona melodía.  Corrió totalmente la losa y el aire fresco de la noche acarició suavemente su piel,  respiró hondo y la sintió clavarse dentro.  Luego salió despacio y siguió en la oscuridad el arroyo seco del río Alcornoque.


Cualquiera del pueblo que conociese término municipal,  sabría a la perfección a donde iba Manuel.  Pues aquel cauce seco pasaba justo por la parte de atrás del cortijo de D. Miguel.

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