Lo que no producía miedo cabía en los dedos de una mano. Ningún miedo a desaparecer en la ciudad, cada habitante nació con las calles en la mente, un a priori del espacio. En esta época Hebert podría decir de memoria qué personas vivían en cada casa desde la cabecera hasta la periferia, sin dejar de nombrar a ningún vecino, aunque en su vida no hubiese atravesado palabra con ellos. Tampoco temían el rezongo cansado de las campanas llamando, ni a los continuos llamados del ternero a la vaca y viceversa. El miedo una nata que inventaban los hombres desde niños y dirigida a ellos, cuidadosamente segregada con la ayuda de padres, madres y hermanos. Un estado natural como el hambre o el aire en la naturaleza, si hubiese el libro sagrado del Valle de las Estatuas sería… primero fue el miedo y de ahí en adelante el mundo hecho a imagen y semejanza. Temían los golpes que produce una caída, al dolor del cuerpo en un enfrentamiento callejero. Miedo a una mano rutilante contra el cielo de los ojos. A una cuchillada que cercenara el brazo, asunto de común ocurrencia, a la patada de la mula en la cara del niño, al caballo loco y desbocado con un niño gritando y prendido del vacilante cabestro. Miedo a los abismos que rodeaban las carreteras y que producían muertos con frecuencia, especialmente en la época de mayor tráfico, como la navidad. El primer miedo infundido entre los pañales y especialmente difundido por las madres inclinadas ante el menor, era la posibilidad de quedar huérfano. Siempre que ocurría la muerte de una madre un lamento recorría orando en pro de los huérfanos. La muerte producía dolor igual al cercenamiento de un dedo ¿Imaginación? La policía con los bastones de mando desocupaba las calles y deambulaban los mendigos tras un mendrugo de pan. Ponciano en la montaña y tomándose un trago de ron con hielo concluyó que la muerte no dolía. El final sería como las vueltas de la onda antes de salir y el final absoluto cuando la piedra volaba en la inmensidad, la fuerza de la muerte. El miedo hoy reproducido con el mecanismo repetitivo de las pesadillas era caer en las manos de la policía. Hebert aún viviendo en el mundo de los adelantos tecnológicos y después de ser decididamente un hombre fuera de toda violación a la ley frecuentemente registra en sus pesadillas una imagen con olor primitivo y aciago en que la policía infunde miedo con el color verde, la condición de pelotón armado y protector del orden establecido. Son sueños dice Hebert a Ponciano con claro objetivo de producir miedo y hacer valer el papel de la autoridad como reguladora social. Un recordatorio venido de tiempos lejanos, a fin de que no olvide el miedo original ensamblado y empaquetado hace cincuenta años. Después de esa noche de pesadilla la mañana siguiente transcurre llena de desasosiego y con la sensación de haber estado en un suceso pesado y tenebrosoLos niños inventan el miedo a no hallar el centro de referencia. Este a priori del tiempo no existía, siempre de la mano del próximo pariente. Hebert frente al bulto de Ponciano y primo a la vez, no tenía que mirar a los ojos, o esperar la aceptación del vecino, eran dos elementos incoloros y sin sabor. Siempre que hubiese un rostro conocido no estaban perdidos. El día el imperio de la luz y la noche pertenecía a los fantasmas, presumiblemente los muertos todavía tenían dolor y lo comunicaban con el pesar. Ladrones saqueando edificios igual a las brigadas contra los incendios. Los fantasmas producían el dolor del miedo, que ni aun el rostro conocido podría liberarnos de el. Si presentían una sombra pastando debajo de los árboles, refugiaban el miedo detrás de las puertas. Hasta el amanecer cuando desaparecía el peligro. El borracho no quería vagar solo y decía al amigo patrocíneme hasta el amanecer y después sigo solo. La magia del día es la luz del alma. En la noche unos contra otros, unos entre otros, esperando el sueño reparador. Los fantasmas rondaban las calles y los pasadizos mentales también ayudaban a este desfile. Algunas escenas del día regresaba en la pesadilla, nadie miraba hacia la calle, bastaban los fantasmas asomados a las ventanas de la conciencia. El miedo al otro producía dolor, la noche que no querían ver. La muerte la normalidad verificable en la ropa del difunto y en la ropa del agonizante. Las pertenencias de los muertos desaparecían en las manos de los vecinos, que llegaban a dar tranquilidad con oraciones al moribundo. Cada uno en la ley, el uno moría de hambre y el otro con la barriga llena. La palabra favor no existía en el trato diario. Un hombre rabioso decapitaba un inocente a la vuelta de la esquina. En la otra esquina alguien con una cuchillada echaba afuera los intestinos del amigo mientras tomaban los tragos del domingo. El otro un asesino.
Rubén Darío y Mario, el artesano constructor de barcos repasaban las horas lentas en una calle solitaria, el silencio reparador interrumpido por la fragua, un caballo de tres patas dando caminatas con un fantasma a cuestas, las campanas rompiendo el silencio de la tarde. Un carro sin conductor cruza la avenida y nadie detiene ese auto, rey en la soledad de la noche. Las mujeres socialmente atractivas detrás de las paredes hablando de placeres que no conocen, los techos rotos con manos llenas de ojos, mujeres riendo detrás de los platos llenos de comida y los hombres ardiendo entre los cuchillos y tenedores después de comer y quedar con la misma hambre. El plato limpio a la una de la tarde, el pié en el espaldar de la silla a las dos y el dorso aguantando la transpiración a las tres y media. En la noche palabras no aprobadas, palabras desmentidas y suspiros hablando de amores lejanos. Eso era la vida, nada nuevo. Augusto lanzando las cartas en la penumbra, los compañeros de juego esperando sumar los puntos y ganar unas monedas. Si funcionaba la trampa o llegaba la carta ganadora había comida. Detrás de la puerta Edilberto, su hijo, esperaba un poco de dinero, no entraba al mundo de los adultos, ya decían que el exceso de juego perjudicaba la salud. Hebert no pierdas el tiempo viendo las figuras del cine, Ponciano deja la amistad del extraño. Ni el uno ni el otro paraban bolas, siempre las figuras y revistas llenaban los ojos de Hebert con los jinetes de pelo refundido y los bancos asaltados, el Ponciano buscando amigos entre los niveles sociales propensos a la inmoralidad. Augusto no lances el dado, pierdes días enteros con los amigos del juego. Olga decía, de qué te sirve trabajar en el comercio el día entero, si en la noche pierdes el alma y la cartera en el juego. A fin de completar la cadena Augusto decía a Edilberto no mires la revista con mujeres en vestido de baño y éste peleando con un ejército de pulgas en las noches tibias. No podía dormir ante la picazón de las pulga y despierto traía las mujeres de las revistas a la mente. En la nueva caverna Augusto conoció la máquina traga monedas y no captó su interés, pues había perdido el dinero del comercio. Augusto nunca dejó el juego, a mas prohibición mayor apego, como si la presión externa exaltara el deseo, cuando las normas dicen no, Augusto dice si. En la lejanía de las colinas el licor rumbaban en las fondas, en los desérticos zaguanes del mercado las miradas malvadas cumplían un propósito, allí mismo la música haciendo la apología de la muerte y la velocidad del tiempo matando los asalariados entre la maquinaria. Hebert nunca abandonó la timidez, ese miedo a hablar con el extraño y cuando tenía mujeres al frente el color de la cara subía en arreboles amarillos, verdes y rojos. La química linfática se alborotaba cuando una mujer surgía en el horizonte masculino y para desatar palabra debía recurrir a la hipnosis. Procedimiento que daba tiempo a fin de que ella tomara la delantera y con palabras suaves y desinteresadas enhebrara la tela del amor. Despertaba cuando un amigo decía: dile algo, no te quedes callado.